Netflix: tras décadas de pleitos judiciales estrenan el último film de Orson Welles
Después de una filmación rocambolesca, la muerte del director de El ciudadano y diferencias legales entre colaboradores y herederos, hoy llega a la plataforma Al otro lado del viento
De joven, Orson Welles quería dedicarse a la pintura. Según cuenta en Ciudadano Welles, el libro de conversaciones con el realizador Peter Bogdanovich que funciona también como su autobiografía, durante un verano a comienzo de los años 30 se había ido a recorrer Irlanda "con un burro y un carro cargado con una gran caja de pinturas" para escapar de una beca que le había otorgado la Universidad de Harvard. "Cuando terminaba el verano y los días y mis recursos empezaban a hacerse más cortos (...) entendí que lo único que podía hacer si quería librarme de ser educado era buscarme cualquier tipo de empleo". De modo que se presentó fumando un habano ante una compañía de teatro afirmando que se trataba de una gran estrella norteamericana: "Les informé a los directores del Gate Theatre que yo era el mismo Welles del que ya debían haber oído hablar y, como de pasada, les mencioné que me gustaría la experiencia de actuar con la compañía en una obra o dos, si es que tenían disponible un papel de importancia. El director Hilton Edwards me hizo debutar en el escenario con el papel principal de la obra El judío Süss, un rol que cualquier veterano hubiera podido pedirle gimoteando. Así es como comencé, por la cumbre" dice Welles. Tenía 16 años.
En una mezcla similar de grandilocuencia, falsedades, verdades a medias, desvergonzada autopromoción y talento sin fondo se forjó la carrera de quien sería reconocido como el mayor director de cine de la historia y el autor de la película más perdurable del séptimo arte, El ciudadano (1941), que durante cincuenta años consecutivos encabezó la lista de los mejores films según el British Film Institute (hasta que fue desplazada de la cima por Vértigo, de Alfred Hitchcock).
Es imposible separar la invención de la realidad en la leyenda que Orson Welles forjó acerca de sí mismo. Y acaso no sea demasiado importante hacerlo. Su última obra completada, Fraude (1972), es un ensayo cinematográfico sobre la mentira. La película comienza con un truco de magia: Welles hace un pase de manos y convierte una llave en una moneda. El arte es ese truco, esa alquimia, capaz de transmutar algo sin valor en oro. El valor no está en lo que la cosa es de verdad, sino en la mentira que la transforma.
Mediante un collage de recursos, el film demuestra que la falsificación y el engaño son parte de la naturaleza de la creación: el cine, en especial, construye su verdad mediante la alteración de la realidad que registra la cámara. Es comprensible que para Welles, quien descolló en medios tan diversos como el teatro, la radio y el cine, aunque siempre como el responsable principal de la puesta en escena, es decir, de la creación de un mundo ficticio, la división entre mentira y verdad no fuera enteramente relevante. Como expresó Picasso (mencionado profusamente en Fraude), "el arte es esa mentira que dice la verdad". Para su amigo, colaborador y exégeta Bogdanovich, el gran tema de la obra de Welles es "la obsesión por la vejez". Es posible. Pero la tensión entre verdad y falsedad, entre ficción y realidad, entre ser y parecer es una obsesión fundante en El ciudadano, y al menos tan presente como aquella otra en el resto de su obra y, también, en su vida.
Para muchos críticos, sin embargo, parecía esencial desentrañar si Welles era uno de los mayores talentos que tuvo el mundo del espectáculo o un fraude dedicado a la promoción de sí mismo que se apropiaba de las invenciones de otros para sustentar su mito. En principio, dudar de su talento parece un despropósito: antes de los 26 años se había convertido en el director teatral más exitoso de su generación, había revolucionado la radio con la adaptación de la novela de H. G. Wells La guerra de los mundos, emitida como un reporte periodístico (que fue tomado como tal por algunos oyentes que entraron en pánico creyendo que en efecto se estaba produciendo una invasión extraterrestre, aunque esta confusión no fue tan masiva como solía afirmar el propio Welles), y había realizado El ciudadano (que le reportó su único Oscar, exceptuando un hipócrita premio honorífico sobre el final de su vida, tras décadas de ser un paria para la industria de Hollywood).
Cuánto de El ciudadano le pertenece y cuánto fue mérito de sus colaboradores (como el coguionista Herman J. Mankiewicz o el director de fotografía Gregg Toland, al que se atribuye el uso de planos largos con gran angular y contrapicados, una de las marcas estilísticas características de los films de Welles) también parece un debate estéril, dado que el cine es un arte colaborativo y que Welles siguió haciendo films extraordinarios como Sed de mal (1958) o Campanadas a medianoche (1965) con otros equipos.
Sin embargo, en 1971, la célebre crítica norteamericana Pauline Kael escribió un extenso e influyente ensayo titulado "Raising Kane" (publicado en la Argentina como El libro de El ciudadano, acompañado de un texto del gran crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet), orientado a revaluar la figura de Welles: su hipótesis es que los mayores méritos del film (al que llama "una obra maestra superficial") pertenecen al guionista Mankiewicz y que los supuestos logros de la puesta en escena no son más que viejos trucos importados del teatro y la radio que fueron olvidados con el tiempo y, por ello, décadas más tarde, vistos como tremendamente originales. Encabezados por el crítico Andrew Sarris, los que disienten con esta idea son legión.
Conquistador del mundo
A más de cien años de su nacimiento, la apreciación de su figura sufrió incontables vaivenes, acaso porque alcanzó la cima demasiado rápido: a los 26 años, armado solo con talento, voluntad y labia descomunales, Welles ya había conquistado el mundo. Incluso, en 1942, visitó la Argentina, en un alto del rodaje de un documental en los carnavales de Río que nunca concluyó. En nuestro país estuvo presente en una entrega de premios de los críticos locales, que optaron por galardonar Los martes, orquídeas y Fantasía antes que a El ciudadano.
Welles llegó a Hollywood tras la repercusión de La guerra de los mundos con un contrato inédito para la época: básicamente obtuvo todo lo que pidió, desde control creativo total durante el rodaje hasta el corte final, debido a que los estudios RKO estaban en crisis y creyeron que el genio prodigio del teatro neoyorquino podía salvarlos de la quiebra.
El ciudadano, sin embargo, no fue el milagro financiero que esperaban, dado que la industria misma boicoteó el film a instancias de William Randolph Hearst, el magnate de la prensa sensacionalista en cuya vida estaba veladamente basada la película. El fundador de la MGM, Louis B. Mayer, llegó a ofrecer a los ejecutivos de la RKO una suma mayor a los gastos de la producción si destruían el film antes de estrenarlo. Welles nunca más volvió a tener una libertad similar dentro de la industria y su vínculo con Hollywood nunca se recuperó. Su siguiente película, Soberbia (1942), que para muchos críticos podría haber sido más lograda que su debut, le fue arrebatada por el estudio antes de su estreno.
Este es otro aspecto del mito, cimentado por el propio Welles: el genio solitario en lucha singular y desigual contra las fuerzas brutales de una industria iletrada y carnívora. Durante el resto de su carrera -es decir, todo lo que vino después de su debut- Welles osciló entre trabajar en condiciones restrictivas en el sistema de estudios y buscar financiación fuera de Hollywood para operar con mayor libertad creativa.
Así, a partir de Otelo, en la década del 50, comienza a filmar en Europa proyectos a largo plazo, registrados a lo largo de años y muchas veces financiados por él mismo con el dinero obtenido en trabajos como actor muy por debajo de su categoría y en publicidades de todo tipo (fue por años la cara de los vinos Paul Masson, cuyos comerciales se pueden ver en YouTube).
Entre sus films inconclusos se encuentran su adaptación de Don Quijote (estrenada en una versión terminada por el director de sexploitation Jesús Franco, que había sido su asistente) y Al otro lado del viento, que Netflix estrena hoy. Esta película fue registrada a lo largo de varios años a comienzos de los 70 con la ayuda de Bogdanovich (quien actúa y prestó su vivienda para la filmación) y otros amigos de Welles como John Huston (quien tiene el rol protagónico), Paul Mazursky, Susan Strasberg (quien interpreta a una critica inspirada en la odiada Kael) y Dennis Hopper.
La película es una reflexión de Welles sobre su lugar en la industria (Huston es un director venido a menos que trata de recuperar su relevancia) y, a la vez, una parodia de la "nueva ola" de realizadores que empiezan a aparecer en el cine norteamericano influidos por sus pares europeos como Michelangelo Antonioni (a quien Welles detestaba).
En esta amalgama de biografía e invención, crítica y autopromoción, Welles se presenta como el más independiente de los independientes, el genio martirizado por un sistema diseñado para obturar la creación de los verdaderos artistas. La imposibilidad de terminar un film es la confirmación de este relato sobre sí mismo. El crítico de Variety Owen Gleiberman escribe: "Hay que sospechar que una de las razones por las que Welles nunca terminó Al otro lado del viento fue porque no quiso. Para él la alquimia de la realización se había vuelto más sagrada que el producto terminado. No terminar las películas era el modo en que el autocelebrado y autodestructivo Welles nos decía que, mientras Hollywood hacía productos, su pasión por el proceso de realización de films era más trascendente y más puro que cualquier obra terminada". A 33 años de su muerte, esta película reinstala la figura de Welles y nos recuerda que el mayor tema de su cine acaso no haya sido otro que él mismo, pero también que su obra es mucho más que la mera glorificación de este tema.
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