Nuestro próximo Mundial: que Ricardo Darín levante el Oscar por el film Argentina 1985
La producción dirigida por Santiago Mitre quedó confirmada con una de las 15 precandidatas a la mejor película internacional del gran premio que entrega la Academia de cine de Hollywood
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Si la final del mundo entre la Argentina y Francia hubiera sido una película, habría sido defenestrada por abusar de lugares comunes: ¿Los favoritos pierden toda su ventaja en un instante por un revés del destino y quedan obligados a luchar descarnadamente hasta el final para evitar el desastre? ¿Cada vez que el villano parece muerto revive inesperadamente como el monstruo de una película de terror y sigue dando batalla? ¿El responsable de un error que beneficia a los rivales se reivindica en el último momento al sellar la victoria? Es demasiado.
Claro que la final del mundo no fue una ficción, sino un acontecimiento muy real y, como tal, no estaba obligado a ser original, novedoso o a tener un mensaje edificante para dar. Todo eso es lo que le adosamos para darle sentido. “Nos contamos historias para vivir” escribió Joan Didion en su ensayo sobre los años 60 The White Album, “Buscamos el sermón en el suicidio, la lección moral en el asesinato. Interpretamos lo que vemos y de todas las alternativas seleccionamos la que más nos conviene”. Los relatos clásicos, tal como son reversionados por las películas de Hollywood, suelen ser los moldes que forzamos sobre el caos de la realidad para que tenga una forma comprensible. Cuando hay mas de un relato contrapuesto, se dispara una lucha por la anulación del relato del otro. Eso que aquí llamamos “la grieta”.
Paradójicamente, así como nos explicamos realidad con herramientas de la ficción, mayormente provistas por el cine y la tv, también nos explicamos las ficciones, particularmente la películas y las series, con elementos de la realidad. Una amplia parte del público suele valorar que las películas muestren las cosas “como son”, que hablen de lo que pasa, representen fielmente lo que conocen, no se excedan en la invención, ni en la licencias. Este tipo de reclamos dispararon la amplia polémica generada en torno a Argentina, 1985, la película “inspirada por hechos reales” dirigida por Santiago Mitre, escrita por Mitre y Mariano Llinás y protagonizada por Ricardo Darín y Peter Lanzani, que acaba de ser confirmada con una de las 15 precandidatas para el Oscar a la mejor película internacional (aún puede verse en algunas salas de Buenos Aires y en streaming por Amazon Primer Video).
Por primera vez, Darín encarna a un personaje histórico, el fiscal Julio Strassera, responsable de llevar adelante la acusación contra los comandantes de la dictadura que tomó el poder en el golpe de 1976. Aunque en más de 50 años de carrera, interpretó los roles más diversos, desde el viajante de comercio que se mete a estafar a una aseguradora corrupta en Perdido por Perdido al taxidermista taciturno de El Aura, la persona cinematográfica de Darín parece haber sido definida por su papel de Nueve reinas, un buscavidas callejero que se las sabe todas, irremediablemente ventajero y entrador, que urde un plan perfecto para concretar un desfalco sin precedente. Durante largo tiempo, el gran público quiso reencontrar a este personaje o, al menos, esta personalidad en cada nuevo film, al punto de convertirlo en el actor más consistentemente exitoso del cine argentino. En sus reportajes e intervenciones televisivas, cada tanto Darín permite que aflore este porteño canchero, ingenioso y seductor, algo que apuntala la tensión entre la ficción y la realidad: ¿es un personaje o él es así?
Por esto, su casting como Julio Strassera -alguien definido por el propio film como un burócrata gris- parece haber sido hecho manifiestamente a contramano. Según contó el actor, un allegado al fiscal que lo conocía muy bien, le dijo “no te parecés en nada a Julio, pero estás igual”. El elogio se refería a que más allá de los rasgos superficiales de trazo grueso, como el tupido bigote o el pelo engominado, Darín había logrado conectar con lo esencial, no solo con los pequeños gestos que definen una forma de ser sino también con el carácter del fiscal. Pero hay algo más. Argentina, 1985 no es una película sobre la dictadura, sobre el gobierno de Alfonsín, ni siquiera sobre la democracia: es una película sobre la reconstrucción del imperio de la ley y la búsqueda de justicia. Y si hay una característica que tienen los personajes de Darín es que persiguen exactamente lo mismo: a su modo, que no siempre es el estrictamente institucional, sus oficinistas, escritores, dueños de restaurante, en suma, representantes de la maltrecha clase media argentina, reclaman justicia o, cuanto menos, la justicia que la clase media siente que se le adeuda desde siempre. Incluso el estafador irredimible de Nueva Reinas termina gritando frente a un banco, junto a otros ahorristas del 2001, exigiendo los depósitos birlados.
Este rasgo de sus personas de ficción también da el salto a la realidad, o quizás haya sido al revés. Ricardo Darín, la figura pública, encarna una forma razonable de ecuanimidad. A diferencia de la amplísima mayoría de los actores argentinos, Darín nunca se mostró partidario del oficialismo kirchnerista, ni tan poco de la contada minoría que se atreve a enfrentarlo. Con esto no se pretende decir que sea un mérito situarse equidistante de dos posturas antagónicas: entre el fascismo y el antifascismo, el justo medio no es precisamente el lugar más justo. Pero la posición de Darín no es tanto de equidistancia como de moderación. En una época signada por el tribalismo, el extremismo y la voluntad de cancelación total del otro, en sus intervenciones públicas Darín parece tomar distancia de toda forma de fanatismo. La moderación no necesariamente es una postura tibia: se puede ser fanáticamente antifanático. Si hay una grieta, Darín no quiere tener absolutamente nada que ver con ella.
La película de Santiago Mitre muestra la misma voluntad: sumergirse en uno de los momentos históricos más tironeados por nuestras facciones políticas y ubicarse afuera de la disputa o, dicho de otro modo, cancelar la grieta borrando la asignación de culpas a un lado y a otro para concentrase en la historia irreprochable de los fiscales que condenaron a los comandantes. Es una tarea imposible. De acuerdo a la posición ideológica de cada espectador se concluirá que aquello que la película oculta, disculpa o critica de un sector es desmedido en relación al tratamiento que recibe el otro. Como todo relato sobre la realidad, Argentina 1985 quiere fundar un mito nacional que reescriba los existentes: este es que Strassera/Darín es Messi, quien después de una lucha denodada y solitaria, ignorando, vapuleado, condenado al fracaso, logró tener a todo un país junto a él y llevarlo a la victoria. Solo en ese momento, cuando todos nos unimos, cuando los fiscales logran convencer hasta a la madre reaccionaria de uno de ellos de la necesidad de los juicios, es cuando podemos triunfar, cuando logramos hacer justicia.
Es el mismo mito propuesto por el relato del triunfo mundialista. Con la copa en casa, Messi es el GOAT (“el mejor de todos los tiempos”) y los artífices del triunfo fuimos todos: desde la cocinera que hacía milanesas para el seleccionado, al hincha que nunca dejó de alentar, al fundamental vidente que desde las redes hacía limpiezas y anulaba las mufas contra el equipo. Este mito conciliador que nos incluye a todos está sostenido por la más frágil de la convicciones. Existe un video alterado digitalmente en el que el devastador remate de último segundo del delantero francés Randal Kolo Muani no se encuentra por un milímetro con la muralla de la pantorrilla de Dibu Martínez e ingresa al arco. Esa mínima alteración, que se podría haber dado por un capricho del césped o de las corrientes de aire, ese microsegundo alternativo que escapa a toda voluntad habría logrado reescribir hasta lo que hoy pensamos de nosotros mismos. En esa Argentina distópica, ese gol francés nos habría confirmado que Messi es apenas un buen jugador que nunca sintió realmente la camiseta de la Selección; nuevamente, habríamos sentido que se nos arrebataba el destino de grandeza que nos deben y terminaría de asentarse la resignación de que somos un país condenado a la derrota. Para el fanatismo, la diferencia entre la gloria infinita y el fracaso más irredimible cabe en un microsegundo, en los fenómenos cuánticos que regulan las posiciones de los átomos de una pelota. En la alternativa menos aterradora que nos tocó en suerte, Messi es indiscutido y nosotros estamos completamente seguros una vez más de que cuando todos estamos unidos tras un mismo objetivo no hay nada que pueda detenernos. Nos contamos historias para vivir.
La Selección nos trajo la tercera Copa del Mundo y con ella un nuevo mito sobre la argentinidad. Tal vez Darín, el Messi de nuestro cine, año que viene, puede hacer lo mismo y nos traiga nuestro tercer Oscar a mejor película. Por las dudas, anulo mufa.
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