"Mientras filmaba Novecento estaba convencido de que tiempo y política eran dos cosas muy diferentes. Novecento era para mí, en primer lugar, el intento de llenar el vacío, de recuperar una continuidad cultural en el hilo del tiempo, de salir de la terrible amnesia colectiva de la que éramos víctimas. Tiempo significa historia, y Novecento pretendía ser una película sobre el tiempo y la historia. Olmo y Alfredo eran también el tiempo y la historia, enemigos y enamorados, un poco ridículos, tanto en su amor como en su odio". Así recordaba Bernardo Bertolucci –en una serie de entrevistas con Enzo Ungari y Donald Ranvaud para el libro Bertolucci por Bertolucci- el impulso detrás de una de sus películas más ambiciosas y malditas. Ambiciosa porque allí contaba la historia italiana de la primera mitad del siglo XX, la de su familia y la de la región de Emilia-Romaña, la de la identidad campesina en los tiempos del fascismo y las revueltas populares. Y maldita porque su rodaje se hizo interminable, porque sus tensiones con el productor italiano y los distribuidores de los Estados Unidos fueron catastróficas, porque la experiencia lo dejó agotado, como si él cargara toda esa historia sobre sus hombros al hacer la película.
Novecento comenzó como una idea mientras filmaba El último tango en París. Por entonces, y luego del éxito de El conformista que lo había llevado al otro lado del Atlántico, Bertolucci sentía que podía realizar todo lo que se le ocurriera. En un año, y casi en paralelo, había filmado y estrenado La estrategia de la araña producida por la RAI, y había conquistado Nueva York con El conformista, película sobre el mítico libro de Alberto Moravia, clave para su madurez como director y para la consolidación de su estilo. Con solo 30 años, en 1971, el joven Bernardo tenía en mente la adaptación de Cosecha roja de Dashiell Hammett –convertida en ese guion que nunca filmó en una película política sobre el final del sindicalismo socialista en Estados Unidos-, cuando lo asaltó la inquietud de contar la historia de su identidad, la de la Emilia-Romaña, la del pueblito Baccanelli, cerca de Parma, donde pasó su infancia. Allí estaban las raíces del campesinado italiano que él conocía por los recuerdos de su familia, esas que podían configurarse como el preámbulo a su propio presente y al de su generación. Para ello había que encontrar un punto de partida, un hilo desde cual imaginar el guion, una verdadera epopeya que pudiera convertirse en la película soñada.
"El día de la Liberación, el 25 de abril de 1945, fue la base de la película, su corazón. Es una jornada en la que se realiza todo aquello por lo que se ha luchado desde que el siglo nació". Las palabras de Bertolucci condensan ese punto de partida: la historia de dos hombres, Alfredo Berlinghieri y Olmo Dalcò, el terrateniente y el campesino, que compartieron la crianza y la época, cuyos destinos se abrieron por la pertenencia de clase y definieron ese viaje que fue también el de Italia y el de toda Europa. Para Alfredo, Bertolucci quería a Jack Nicholson, pero finalmente fue Robert De Niro quien ocupó ese lugar, luego de que lo deslumbrara como el joven Vito Corleone en la segunda parte de El padrino. Para dar vida a Olmo, fue Gérard Depardieu el elegido, formando la cabeza de un elenco internacional que era una de las exigencias del productor Alberto Grimaldi para vender la película a todo el mundo. Grimaldi era abogado, había producido a Sergio Leone en El bueno, el malo y el feo y a Fellini en Satyricon, y tenía una relación privilegiada con el mercado americano; no se inmiscuía demasiado en el rodaje y funcionaba como un padre protector, intermediario ideal con los intereses de las distribuidoras internacionales. "Pero, en un momento, Grimaldi dejó de respetar las reglas del Edipo Occidental, según las cuales el hijo intenta matar al padre. Como sucede en algunas culturas orientales, fue él, el padre, quien intentó librarse del hijo", recordaba Bertolucci sobre ese paternal productor que se convirtió en su enemigo. Sin embargo, para eso faltaban varios meses.
Cuando el elenco se completó con Stefania Sandrelli y Dominique Sanda, ambas estrellas de El conformista, el rodaje se inició en el norte de Italia. El guion, sin embargo, no estaba terminado. Las ideas de Franco Arcalli (guionista también de El último tango en París), el mismo Bertolucci y su hermano Giuseppe cobraron forma cuando llegaron a la región emiliana, y muchos de los habitantes de la zona les recordaron a los personajes que habían delineado en el papel. Ahí estaban sus rostros curtidos por el clima y las vicisitudes de la vida. Para el director, la memoria personal y la colectiva se unieron en ese instante: la primera, como brújula emocional de lo que quería narrar, la segunda como un enfoque imprescindible para analizar la realidad. "Los actores se acoplaron muy bien a los personajes que imaginamos, incluso los extranjeros como Burt Lancaster o Sterling Hayden [que interpretan a los abuelos de Alfredo y Olmo, respectivamente], a los que en la película se les ve siempre a través de la virtud de los ojos infantiles. Quería que tuvieran un aspecto mítico, y de hecho se deslizaron en la piel de esos hombres de la tierra con gran naturalidad".
Además de la estructura definitiva del guion, la fotografía de la película también iba cobrando forma en el proceso de rodaje. El célebre Vittorio Storaro, quien ya había trabajado con Bertolucci en sus tres películas anteriores, fue modelando los colores de la historia en relación con las estaciones del año: el verano de la infancia, el otoño y el invierno del fascismo, y la primavera de la liberación. Storaro trabajaba con la luz del día, con el uso de los exteriores para el tiempo del nacimiento a comienzos del siglo, y ensayaba la penumbra para los interiores y las sombras funestas que asedian a los personajes a partir del avance de las camisas negras. La escena más difícil de filmar fue la que comparten Donald Sutherland y Laura Betti en el granero cuando propician la muerte del niño, fruto del paroxismo de la locura homicida del régimen de Mussolini. Storaro y Bertolucci trabajaron juntos las claves de esa oscura representación, de la misma manera que lo habían hecho en la escena de la caverna entre Marcello Clerici (Jean-Louis Tringtignant) y el profesor Quadri (Enzo Tarascio) en El conformista. Fue tan perturbadora para Sutherland que confesó en una entrevista que hacía años que no miraba la película por lo que había sentido al interpretar a un sádico como Attila Mellanchini.
Los cambios y los desafíos del rodaje lo extendieron mucho más de lo previsto en el calendario inicial: se desarrolló desde julio de 1974 a mayo de 1975, a lo que se agregaron nuevas jornadas de rodaje hasta septiembre. Esos 14 meses demandaron una ampliación del presupuesto, de los seis millones de dólares iniciales a los casi diez en los que terminó la inversión. La epopeya social y política de Bertolucci se trasladó al set, y cada decisión implicaba nuevas demoras. Una de las incógnitas que persistió casi hasta los momentos finales era cómo concluir la película. Y como Bertolucci creía que la historia del mundo se repetía, que su verdadera esencia no era la linealidad de la cronología sino la circularidad del mito, decidió terminarla con el viejo patrón condenado a muerte, ese que se transforma en el niño que fue e intenta poner de nuevo la cabeza sobre las vías del tren. "Y el tren que se acerca es el mismo tren ‘rojo’ que en 1908 llevó a los niños campesinos a Génova, en los días de la primera huelga agrícola. Yo creo que es el final adecuado para una película sobre la juventud y la vejez, porque no son dos edades enfrentadas sino dos tiempos en continua transmutación".
El primer montaje de Novecento duraba seis horas y cuarto. La idea de Bertolucci era llegar a una versión de cinco horas y media para conversar con el productor Grimaldi la posibilidad de convertirla en dos películas, estrenadas con algunos meses entre una y otra. Según recuerda el director en las charlas con Ungari y Ranvaud, Grimaldi prefirió una versión unitaria, con ese metraje de casi cinco horas y media, estrenada en Europa luego de su paso por festivales. Sin embargo, los desencuentros comenzaron a raíz de una entrevista de Bertolucci en la que expresaba su deseo de que el público de los Estados Unidos pudiera ver Novecento completa, como los europeos. Barry Dealer, el presidente de la Paramount, con quien Grimaldi se había asociado para la distribución, dijo en la revista Time que su empresa jamás estrenaría una película de cinco horas, ni siquiera dividida en dos partes. "En ese momento descubrí que Grimaldi tenía un trato a mis espaldas para brindarle a la Paramount un montaje diferente, de tres horas y cuarto. Pero se olvidaba que no se puede cortar una película como se corta un embutido", recordaba furioso años después.
Así, la odisea del montaje se inició en pie de guerra. La Fox, el estudio socio de la Paramount en la distribución, estaba conforme con el rendimiento de la película en Europa luego de su paso por los festivales de Cannes y Venecia, y sugirió que podía estrenarse en los Estados Unidos una versión que no superara las cuatro horas y media. Bertolucci intentó convencer a Grimaldi de esa alternativa pero fue imposible. "Me cerró la puerta de la sala de montaje, excluyéndome del destino de mi película. A partir de ese momento dejó de haber diálogo entre nosotros y nos comunicamos a través de abogados. Para mí no quedaba otro camino que recurrir a los tribunales. El pobre juez se vio obligado, en tres días, a ver primero la versión de cinco horas y veinte, luego la de cuatro horas y media, y por último la de tres horas y cuarto. En ésta, la que había editado Grimaldi a pedido de la Paramount, la película no solo había perdido ritmo y cadencia, sino que tampoco funcionaba desde un punto estrictamente narrativo. Era un desastre. Al final el juez, borracho de tanto Novecento, se comportó salomónicamente y me ofreció un compromiso: reconoció que la versión de tres horas era lesiva e incoherente y, amparándose en la oferta de la Fox, me ofreció trabajar en el montaje de la versión de cuatro horas y cuarenta hasta reducirla a cuatro horas y cuarto. Confieso que en aquel período me era imposible separarme de Novecento".
Las infinitas peripecias del montaje de la película se filtraron a la prensa y predispusieron mal al público y a los críticos frente a lo que iban a ver. Al Festival de Nueva York llegó la bendita versión de cuatro horas y cuarto, la que había aprobado el juez y la Paramount había aceptado a regañadientes por miedo a perderse un éxito económico como el que había tenido Bertolucci con El último tango en París. Pese a eso, los críticos neoyorquinos, que habían defendido la autoría del director frente a las intromisiones de los estudios, cuando se encontraron en la sala con una versión distinta a la europea creyeron que era fruto de la claudicación de Bertolucci. "Su idealismo los habías cegado, ya que la Novecento de cuatro horas y cuarto no era una película mutilada; era solo una película distinta de la que habían visto y juzgado en Cannes". La lista de desilusiones, sin embargo, no terminaba allí.
Cuando la película se convirtió en una especie de fenómeno extra-cinematográfico, por las entrevistas cruzadas y las peleas judiciales, fue proyectada en Italia en un marco de discusión con la participación de miembros del Partido Comunista. Y en ese contexto, la visión épica de Bertolucci, la perseverancia de la mitología sobre el rigor de la realidad, la lírica de los triunfos y las derrotas, fue cuestionada severamente y los órganos oficiales del partido le dieron la espalda. Todas las figuras paternas de entonces, desde su productor hasta los líderes del partido al que pertenecía, parecían disconformes con su mirada personal de la Historia, teñida de la epopeya de su propia infancia, de la Italia de las promesas y las desilusiones. "Quedé hecho añicos pero más adulto". Y Novecento se convirtió desde entonces en una película de culto, una ópera política más cercana al mito que a los libros de historia, con los colores de las estaciones de la vida, y la tragedia de un tiempo que siempre parece repetirse.
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