Nick Hornby cumple y dignifica
En algunos momentos sucede: miramos la cartelera y sentimos que "no hay películas". Esa afirmación terminante es, claro, una exageración. Que las hay las hay, pero si uno empieza a descontar las animadas, las de superhéroes, las que quedan en cines lejanos y/o tienen medio horario por día, las que estábamos ansiosos por ver pero la única función subtitulada que se anuncia es en el shopping de las afueras de la periferia de la lejanía en la trasnoche de cada 29 de febrero... va quedando poco.
Podría precisarse un poco más esa formulación tajante de "no hay películas": se trata, simplemente, de lo que muchos decimos ante la notoria escasez de relatos que cuenten historias reconocibles, de personajes que nos importen, de esos que tienen emociones, anhelos, humor, algunas taras y obsesiones y también, quizás, algunas virtudes y hasta actos de arrojo o de valentía. Y que no tienen superpoderes más allá de enamorarse o enfervorizarse por una canción, un disco, un clásico deportivo, un libro, una película. Esos que se ponen a discutir sobre muchos temas, incluso esos que a priori no parecen tan importantes, pero terminan siendo cruciales y definitorios. Esos personajes con los que podríamos identificarnos por un rato y estar pendientes de su destino, esos a los que queremos que les vaya bien, o que al menos puedan arreglar sus abolladuras vitales.
Pero esta semana hay una película; es decir, una de esas películas: Amor de vinilo (Juliet, Naked), basada en un -otro- especialmente recomendable libro de Nick Hornby. El escritor inglés, en sus adaptaciones al cine, es un proveedor confiable de esas características descriptas en el párrafo anterior. Así lo atestiguan las dos versiones de Fiebre en las gradas, un poco menos A Long Way Down (En picado) y con convicción y notoriamente Alta fidelidad y Un gran chico.
Y así lo confirma Amor de vinilo, una de esas películas que despliegan mundos en los que no nos sentiríamos tan disconformes ni tan extraños al intentar habitarlos.