Netflix: Pipa es una rutinaria conclusión de la saga policial protagonizada por Luisana Lopilato
Los escenarios naturales y una trama centrada en la sociedad del norte de nuestro país no logran cuajar en nada más que un telón de fondo para una intriga demasiado genérica que ni la buena actuación de su protagonista ni el elenco que la rodea logran hacer más profunda y distintiva
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Pipa (Argentina/2022). Dirección: Alejandro Montiel. Guion: Mili Roque Pitt, Alejandro Montiel y Florencia Etcheves. Fotografía: Guillermo Bill Nieto. Edición: Florencia Efrón y Agustín Roladelli. Elenco: Luisana Lopilato, Mauricio Paniagua, Inés Estévez, Ariel Staltari, Paulina García, Malena Narvay, Aquiles Casabella, Benjamín Del Cerro, Santiago Artemis, Laura González, Ivone Quispe, Mercedes Burgos y Javier Flores. Duración: 116 minutos. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: regular.
La saga de la oficial Manuela ‘Pipa’ Pelari (Luisana Lopilato) llega al cierre de su trilogía con la película que lleva su nombre y la encuentra ya fuera de la fuerza policial y con una vida nueva en el norte argentino. La historia había comenzado apegada al texto de Fernanda Etcheves en Perdida (2018), basada en su novela Cornelia (2016), y también a la estética heredada del scandinoir que asumía el director Alejandro Montiel como guiño evidente. Un entorno nevado en la Patagonia donde una adolescente desaparecía misteriosamente; una búsqueda a lo largo de 14 años, impregnada de culpas y venganzas; una sórdida red de trata de personas y el presente signado por los viejos fantasmas. La corazonada (2020) implicó un regreso al origen de Pipa como policía, a los claroscuros de un noir más urbano, arraigado en esas fronteras difusas entre el bien y el mal que utilizó la novela negra como enclave de sus hallazgos. Y la nueva Pipa, ambientada en los paisajes jujeños diez años después de un exilio autoimpuesto, supone la madurez de aquel personaje herido y temerario, al mismo tiempo que el cambio de entorno como nueva raigambre genérica.
Sin embargo, Pipa no termina de funcionar en sintonía con sus aspiraciones. Está la receta perfecta para el thriller norteño: el crimen de una adolescente colla, el poder de una familia patricia, los negocios mineros, la corrupción policial, los reclamos de las comunidades originarias. Todo ello invade la vida tranquila de Pipa, dedicada al trabajo en el campo junto a su tía Alicia (Paulina García) y a su hijo Tobías (Benjamín del Cerro). La mala fortuna y su compromiso de antaño la impulsan a convertirse en una detective extraoficial del caso, siguiendo las pistas que nadie más parece querer investigar. No obstante, los ingredientes suculentos para una buena historia decantan en un recorrido que no altera su previsibilidad, que no termina de apropiarse del paisaje más allá de usarlo como decorado, que insiste en las tomas aéreas turísticas, los ralentis para suspender la acción sin generar suspenso, la falta de criterios integrales de dirección de actores y la utilización de temáticas complejas como los negociados tras la minería y el despojo territorial de los pueblos originarios de manera ligera y superficial.
La tendencia de echar mano a los recursos del policial para hacer “misteriosa” cualquier historia a partir de los artilugios del crimen y la investigación se ha convertido en un vicio extendido. Pese a ello, la literatura de Etcheves utilizó con solvencia y criterio esos recursos narrativos a la hora de idear sus entramados de ficción. Pero a la hora de llegar a la pantalla, los recursos de puesta en escena se limitan a referencias visuales que son conocidas de antemano por el espectador, de allí el uso del clima y los paisajes nevados en Perdida o la paleta de claroscuros que exponía La corazonada. Acá ocurre lo mismo con la puesta en escena de ese universo montañoso, heredada de algunos clisés del western hollywoodense, con el uso del ralenti a la hora de desenfundar las armas o ponerse los anteojos de sol, con acentos provincianos calculados y un trasfondo de feudalismo rancio filmado al son de la música electrónica.
Lopilato consigue brindar a su Pipa un aplomo consistente con su madurez, con la persistencia de las heridas del pasado, con la responsabilidad que implica un hijo a la hora de poner límites a su temeridad, y quizás la mejores escenas se conjugan en los intercambios con Paulina García, que brinda a la tía Alicia algo más que el personaje lugareño que ayuda a las comunidades locales como gesto de consciente pertenencia. Son ellas, junto al preciso trabajo de Inés Estévez como Etelvina Carreras, matriarca de un feudo erosionado por sus propias ambiciones y egoísmos, las que dan algo de vida a una historia que de otra forma se recluye en las postas cumplidas de un rutinario policial. A su alrededor los personajes se ven encorsetados en la posición que ocupan en el esquema narrativo, arquetipos apenas animados más allá de esa obligada función.
La lógica del relato universal que puede imponer una producción como la de Netflix no solo afecta a la concepción del género, concebido como una coraza exterior, una receta cuyos ingredientes nunca se amalgaman del todo, sino que limita cualquier capacidad de riesgo o invención, sumando tópicos –incesto, corrupción policial, reclamos territoriales- para espesar la trama con la única vocación de retener el interés de una audiencia volátil e impactar con la resolución final. En esa lógica, hoy repetida hasta el hartazgo en las ficciones contemporáneas –de todos los orígenes posibles-, todo se diluye en el brillo de la cáscara para descubrir al final la falta de sustancia en el interior.
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