Netflix: La masacre de Texas busca, sin demasiado éxito, darle una vuelta de tuerca al festín gore de los 70
El reebot del clásico de Tobe Hopper cae rápidamente en el sinsentido y se diluye en medio de discursos subrayados y un armado estético demasiado escenificado que no deja lugar a la sorpresa
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La masacre de Texas (Texas Chainsaw Massacre / Estados Unidos, 2022). Dirección: David Blue García. Guion: Chris Thomas Devlin, Fede Álvarez, Rodo Sayagues. Fotografía: Ricardo Díaz. Montaje: Christopher S. Capp. Elenco: Sara Yarkin, Elsie Fisher, Mark Burnham, Jacob Latimore, Moe Dunford, Olwen Fouéré, Alice Krige. Duración: 73 minutos. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: regular.
Uno de los méritos de La masacre de Texas original fue la combinación de un registro directo, nada estilizado, contrario al gore artificial que había definido el clásico 2000 maníacos, de Herschell Gordon Lewis, una década antes, con una carnicería brutal e inexplicable. El naciente slasher sería el género maestro en convertir el crimen de un desconocido en el terror de los Estados Unidos en los 80, pero la película de Tobe Hopper supo antes capitalizar la paranoia instalada por la matanza del clan Manson y reajustar el terror cinematográfico en su veta más visceral, explícita y deshumanizada.
Esta nueva entrada en el universo de Leatherface –el verdadero hombre sin rostro- aprovecha algunos retazos de aquella película inaugural. En los primeros minutos de la nueva La masacre de Texas, una adolescente ingresa en una estación de servicio de las afueras de Austin y algunas imágenes de la sangrienta escena del crimen de antaño asoman en un viejo televisor que rememora el aniversario. Aquella estética documental, hoy desgastada en el filón de los true crime, sitúa al presente como un eco lejano del hallazgo de aquellos cadáveres y evoca la presencia en los alrededores de la única sobreviviente de la matanza, todavía aguardando su esperada venganza. Allí se concentran quizás los momentos más prometedores de la película dirigida por David Blue García, e inspirada en una historia de Fede Álvarez y Rodo Sayagues, los uruguayos detrás del éxito de No respires. Esa impronta inicial que retoma el trágico encuentro entre el ambiente rural y los visitantes metropolitanos se diluye a medida que la película escala en un terror previsible y escenificado, conducido de manera caprichosa por el comentario social más subrayado posible.
Claro que el intento de esta producción original de Netflix es seguir la idea de David Gordon Green para revivir la saga de Halloween, que implicó borrar de un plumazo las infinitas secuelas y volver al origen, pero lo que en 2018 resultó en una película efectiva aquí se desmorona en un progresivo sinsentido. Los recién llegados a Harlow son Melody (Sara Yarkin) y Dante (Jacob Latimore), dos chefs de Instagram que buscan reconvertir ese pueblo fantasma en un gigantesco y rentable emprendimiento con hoteles boutique y food trucks. No solo vienen a tomar posesión de una propiedad comprada a precio de saldo, sino que traen un micro repleto de futuros inversores dispuestos a brindar entre las ruinas de una ciudad derruida. “Admiren la gloria del capitalismo tardío”, puede oírse de la boca de uno de ellos que traviste la estupidez en un cinismo de juguete. A partir de ahí la película suma y sigue: Lila (Elsie Fisher), la hermana de Melody, es sobreviviente de una masacre estudiantil –con un trauma dispuesto a curarse a puro disparo-; una bandera confederada anticipa el choque entre la nodriza sureña y el joven negro entrepreneur; los policías son brutos y provincianos; la música machaca la ligazón con el ambiente de la original; la casa destinada a convertirse en restaurant recuerda al motel de Norman Bates.
Lo que se viene es un festín gore que ni siquiera eriza la piel, porque la puesta en escena siempre termina de aplastar su efecto con ralentis innecesarios, absurdos cortes de montaje, un armado estético de las muertes que le quita todo efecto de shock. Incluso la figura de Leatherface pierde su aura de máquina asesina convertido en la expresión humana de un trauma edípico. Los momentos más logrados resultan escenas aisladas, como el duelo del asesino y el rústico contratista o la fiesta de la motosierra en el autobús, que se revelan impactantes en sí mismas, más allá de cualquier anclaje en la narrativa. La aparición de Sally Hardesty –interpretada por Olwen Fuéré porque Marilyn Burns, la actriz de la original, falleció en 2014- resulta un recurso desaprovechado, que difiere del uso que hizo Gordon Green del personaje de Jeremy Curtis en su Halloween.
Los miedos que nutrieron a La masacre de Texas de Hopper tenían como caldo de cultivo una era que había nacido de los sueños rotos de los 60 y que concluyó con ese choque brutal entre una juventud que descubre el peligro allí donde va a buscar la liberación. Este reboot solo puede mirar a su época a partir de un listado de tópicos como gentrificación, influencers y matanzas escolares que no pasan de ser un asunto de agenda sin complejidad narrativa alguna, un guiño reconocible para los espectadores que saben que el verdadero terror está en otro lado.
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