Netflix: En El páramo, el horror del aislamiento conduce a un camino de creciente extrañamiento
Sin recurrir a los golpes de efecto, el film de David Casademunt se concentra en el progresivo deterioro del equilibrio de los personajes a medida que sus miedos toman el control
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El páramo (España, 2021). Dirección: David Casademunt. Guion: David Casademunt, Martí Lucas, Fran Menchón. Fotografía: Isaac Vila. Montaje: Alberto de Toro. Elenco: Inma Cuesta, Asier Flores, Roberto Álamo, Alejandra Howard, Víctor Benjumea. Duración: 92 minutos. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: buena.
Si bien El páramo está situada en la España del siglo XIX, el escenario desolador puede corresponderse con el del aislamiento social que impuso la pandemia en los primeros meses del 2020, convirtiendo la supresión del mundo exterior en la inevitable irrupción de los fantasmas interiores. En la película, el espacio es abierto e infinito, pero a lo lejos se vislumbra un límite imperceptible que marca el comienzo de un territorio de guerra, signado por la muerte y el misterio.
Los habitantes de ese inhóspito paraje son Lucía (Inma Cuesta), su marido Salvador (Roberto Álamo) y su pequeño hijo Diego (Asier Flores), día a día concentrados en los rituales de la supervivencia: el cuidado de las escasas plantaciones, la atención del corral de los animales, la limpieza de la modesta casa. Diego avizora en ese exterior el espejo del miedo de sus padres, que identifican a la guerra lejana como el monstruo amenazante. Cuando el niño cumple años, su padre, hosco y taciturno, le regala una escopeta con su nombre grabado. “Es tiempo de que te hagas hombre”. El peligro, explica Salvador a través de la fábula de una bestia maligna que llevó a su hermana a la muerte, no proviene de la voluntad del otro sino de la debilidad propia. Es allí donde anida el último horror, el que impulsa la travesía de la propia película.
El catalán David Casademunt explora esa vertiente expresiva del terror, reacia a los golpes más efectistas, y concentrada en el progresivo deterioro del equilibrio de los personajes a medida que sus miedos toman el control. Por ello su historia se adelgaza cada vez más hasta hacerse algo repetitiva, enredada en esa única idea que la preside. Lo que vale es la definición de un estilo, menos propio que apropiado de la tradición del gótico, que transforma la casa embrujada en este paraje oscuro y tormentoso, los espantapájaros a lo lejos, las sombras que delinean la silueta de una amenaza. La idea no es original, pero es interesante cómo está expuesta, lo que sucede es que con el correr de los minutos eso que era siniestro se torna familiar; no hay cambios de estado que permitan renovar el compromiso del espectador con esa fatalidad que percibe de antemano.
La obligada convivencia de Lucía y Diego, cuando Salvador debe aventurarse al exterior a rastrear a la familia de un inesperado visitante, deconstruye esa relación entre madre e hijo más allá del cuidado y la protección por parte de ella, o el respeto y la obediencia por parte del niño, en un camino de creciente extrañamiento que incluye a la bestia amenazante en un triángulo imaginario. Lucía resiste las imposiciones de Salvador para convertir a su hijo en un hombre de armas, condenado a la violencia y a la guerra. Juntos cantan canciones, modelan figuras en madera, celebran una complicidad cariñosa. Pero la repentina soledad y la irrupción del miedo coagulan su propia seguridad, rearman esa relación en una creciente competencia, hostilidad, violencia soterrada. Es interesante la escena en la que ella dispara contra el horizonte mientras Diego queda envuelto en las sábanas que colgaban en una soga, alejado de ese ruido por la blancura de la tela y el ulular del viento, atrapado en la ambigua experiencia del seno materno.
La película encuentra sus mayores obstáculos en el tramo final, en el que la resolución se posterga a fuerza de dilatar un estado de terror cuyo eje es la transformación de los padres, ausentes o presentes, en el rostro de la amenaza. El trabajo de Inma Cuesta es magnífico; en ese sentido, se revela como una actriz capaz de concentrar la convivencia de los opuestos –como lo demostró en Julieta de Almodóvar: de la seductora a la mujer doliente- y llenar la pantalla cuando no hay dónde mirar. La idea del espacio claustrofóbico, una casa cuyas dimensiones se distorsionan con la irrupción del miedo, la emergencia de los sueños, las tensiones entre el encierro y el peligro exterior, se potencia en la mirada de Diego, confinado a los límites que imponen los adultos: la letrina, el corral, todo marcado por los permisos y las prohibiciones. Esa tentación del afuera y la conciencia de su peligro, en sintonía con los cuentos de hadas al estilo Caperucita roja, no deja de ser la metáfora del final de la infancia y su mentada inocencia.
El anhelado virtuosismo de Casademunt tiene sus trampas: renegar de los recursos conocidos del terror puede enredar a la película en un ejercicio de estilo admirable pero algo tedioso a la hora de esperar su resolución. Habrá que aguardar el siguiente paso del director en un género en que demostró algunas ideas auspiciosas.
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