Netflix: El prodigio es un sutil acercamiento a un mundo en el que el dogma condiciona la verdad
El chileno Sebastián Lelio vuelve a adentrarse en una comunidad cerrada en la que la fe pauta la vida cotidiana, en este caso en una aldea irlandesa del siglo XIX donde parece haber ocurrido un milagro; Florence Pugh ratifica su gran talento
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El prodigio (The Wonder, Irlanda-Estados Unidos-Reino Unido/2022). Dirección: Sebastián Lelio. Guion: Emma Donoghue, Sebastián Lelio y Anne Birch, basado en una novela de Emma Donoghue. Fotografía: Ari Wegner. Música: Matthew Herbert. Edición: Kristina Hetherington. Elenco: Florence Pugh, Kila Lord Cassidy, Tom Burke, Niamh Algar, David Wilmot, Ciarán Hinds, Toby Jones. Duración: 108 minutos. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: muy buena
En una aldea irlandesa, poco después de una gigantesca hambruna que golpeó a la región alrededor de 1860, vive Anne O’Donnell, una niña a la que sus coterráneos le atribuyen un milagro: lleva varias semanas sin comer sin que su cuerpo haya acusado de manera visible esa anomalía. La connotación religiosa que en principio tiene ese comportamiento lleva a que el grupo de “notables” del lugar decida convocar a una monja con el fin de observar a la niña y entender, entre otras cosas, por qué dice que su único alimento es “maná del cielo”.
No es la única. Junto a ella también llega al lugar desde Londres Lib Wright (Florence Pugh), una enfermera profesional. En ese comité que dirige de algún modo los destinos del lugar, además del alcalde, del párroco y del dueño de la única posada-hotel del lugar, también hay un médico. Alguna explicación de parte de la ciencia parece necesaria para completar el cuadro.
La niña y la enfermera empezarán a construir un extraño e incómodo vínculo basado en lo poco que tienen en común: el dolor por una pérdida, un sentimiento de culpa que no deja de crecer y la necesidad de algún tipo de expiación. “El dolor es la espada de Dios”, musita en un momento Anna desde su lecho de enferma. La representación sagrada que hace la niña en sus rezos es la más lacerante. Invoca todo el tiempo la protección de la cruz, que deja a la vista las huellas “de la valiosa sangre de Jesús”.
Detrás de esas palabras se instala uno de los temas preferidos del realizador chileno Sebastián Lelio: la religiosidad exacerbada, casi mística, impuesta como mandato rector de la vida cotidiana y fórmula capaz de reemplazar a la verdad. “Sus acciones son la fe y la oración”, dicen en un momento para explicar su conducta. La película entera se dedica a interpelar ese tipo de afirmaciones. Antes que nada se pregunta sobre el sentido de sostener una existencia completa desde un único fundamento. Una razón de ser basada exclusivamente en los preceptos religiosos y el mundo entendido como camino doliente hacia el paraíso definitivo.
Como en Desobediencia, la película anterior de Lelio, alguien tendrá que llegar desde afuera para bajar a una realidad habitada por seres de carne y hueso conductas terrenales regidas hasta allí por criterios, preceptos y reglas más bien sobrenaturales. El realizador chileno nos lleva de viaje hacia ese pequeño mundo rural del siglo XIX marcado por el aislamiento, la desconfianza y el dogmatismo a través de los ojos de la enfermera, un personaje que ratifica el talento fuera de lo común que tiene Pugh para mostrar qué pasa en el interior del ser humano cada vez que se produce el descubrimiento de una verdad esencial.
Lelio también acierta en el retrato de las costumbres que rigen las relaciones humanas en ese mundo tan distante al nuestro, especialmente en cómo se retrata el manejo de la culpa: los rituales de expiación a los que se somete la familia de la niña, el modo en que la propia enfermera vive su sexualidad, el ensimismamiento que a veces no deja ver cuál es la salida a ese universo regido por preceptos tan rígidos.
La salida tiene que ser lenta, nos dice el realizador chileno. Y solo es posible si en el fondo cada personaje asume la pertenencia a ese mundo, inclusive alguno que en su momento dejó el pueblo para escapar de un destino que parecía inevitable y ahora regresa, convocado por la novedosa presencia de un aparente milagro. Con todo, tan pendiente está Lelio de la conexión entre la enfermera y la niña que deja a los otros personajes en un segundo plano muy visible, aprovechando solo en cuentagotas el talento de grandes actores como Toby Jones, Ciarán Hinds y Tom Burke.
Más allá de ese desliz, Lelio nos lleva con mano firme hacia un mundo en el que la vida se vive como una sucesión de derrotas inalterables. Solo es posible una salida a partir de la toma de conciencia del peligro de una existencia en la que la muerte se concibe como un triunfo. Ese resultado solo es posible de alcanzar si los personajes la encaran con tiempo y paciencia.
Con ese mismo propósito, Lelio invita al espectador a entrar en su nueva película desde un punto de partida bastante arriesgado y por lo menos desconcertante. El prodigio se pone en marcha mediante la deliberada ruptura de algunas de las convenciones clásicas de toda ficción. El relato se pone en marcha desde un tiempo y un lugar completamente ajenos al escenario de la narración. Queda en manos del espectador aceptar o no si ese comienzo fortalece o no el compromiso con una historia que más adelante revelará toda su fortaleza.
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