Netflix: Diamantes en bruto es un viaje frenético y deslumbrante
Diamantes en bruto (Uncut Gems, Estados Unidos/2019). Dirección: Benny Safdie y Josh Safdie. Guion: Benny Safdie, John Safdie y Ronald Bronstein. Fotografía: Darius Khondji. Edición: Ronald Bronstein, Benny Safdie. Música: Daniel Lopatin. Elenco: Adam Sandler, Idina Menzel, LaKeith Stanfield, Eric Bogosian, Julia Fox, Pom Klementieff. Duración: 135 minutos. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: excelente
Podríamos empezar con un equívoco. El de creer que Sam Mendes nos lleva en 1917 al corazón y a la esencia de lo que podríamos llamar "cine inmersivo". O, en otras palabras, la experiencia de llevar al espectador a meterse en la acción que nos muestra la pantalla. Acción que en estos casos siempre resulta intensa, frenética, agotadora porque no podemos apartarnos de los personajes, que están en constante movimiento. Estamos junto a ellos y nos movemos junto a ellos.
Al lado de Diamantes en bruto, una demostración plena de que los hermanos Safdie son extraordinarios autores, lo de 1917 no puede escapar de los estrechos límites del videogame, como lo vienen advirtiendo sus detractores. Si hay una experiencia cinematográfica inmersiva de verdad es la que proponen aquí los Safdie, que alcanzan aquí la plenitud de un estilo ya claramente insinuado en sus obras previas, sobre todo Good Time, que ya tenía méritos de sobra.
Aquí, los Safdie se superan. Diamantes en bruto es una carrera contra el reloj, contra el destino, contra todas las ansiedades posibles, que nunca se hace en línea recta. Estamos todo el tiempo al lado de la cabeza, el corazón palpitante y la voz incansable de Howard Ratner, un joyero del Diamond District neoyorquino que siempre está en deuda con alguien y a la vez siempre le está prometiendo a alguien más cosas que lo superan, que están fuera de su alcance. Ratner es un empresario hiperkinético que cree en el poder de superar las adversidades con el simple hecho de huir hacia adelante y que confía en su propio grial: una enorme piedra preciosa (un ópalo negro, para ser precisos) que confía en colocar en el mercado para resolver por fin todas sus penurias y, quizás, detenerse por fin en algún lado.
Los Safdie nos suben a esa montaña rusa que es la vida de Ratner. Lo acompañamos en sus desconcertantes andanzas por las calles de una Nueva York que resulta más auténtica que nunca. Las cámaras están siempre cerca de su rostro intranquilo, de su cuerpo siempre a punto de zozobrar. A sus costados la vida de la ciudad sigue inalterable, como si no hubiese un ojo ajeno al nuestro, a cargo de un artista, resuelto a registrar esa sucesión de desasosiegos. Llega un momento en el que sentimos que somos nosotros mismos quienes estamos allí, transformados en testigos de un recorrido ardoroso que avanza y retrocede porque nuestro antihéroe (como ocurría en Good Time) se equivoca todo el tiempo en su afán de superar los obstáculos.
En medio de esa agitación los Safdie nunca pierden la brújula. Como es su costumbre utilizan con maestría el montaje como recurso narrativo (son guionistas y editores junto a Ronald Bronstein) para atrapar en plenitud la angustia del protagonista y su compulsiva conducta, que no funciona precisamente de ayuda frente a un mundo demasiado impaciente, dispuesto a ponerle un freno a ese movimiento exasperado. En la mejor actuación de su ya larga carrera, Adam Sandler le pone el rostro y el cuerpo al agobiado Ratner. El actor consigue lo imposible: que nos enojemos con él, que nos apiademos de él y que no podamos detenernos mientras él no para de moverse. La experiencia cinematográfica más cargada de estrés de los últimos tiempos es al mismo tiempo un virtuoso tour de force que brilla en su puesta en escena como una joya. Atento a otra clase de brillos, el Oscar se olvidó de una de las mejores películas de 2019.
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