Netflix: Adú es otra muestra del cine que mientras denuncia frivoliza la pobreza
Adú (España/2020). Dirección: Salvador Calvo. Guion: Alejandro Hernández. Fotografía: Sergi Vilanova. Música: Roque Baños. Elenco: Luis Tosar, Anna Castillo, Moustapha Oumarou, Alvaro Cervantes, Adam Nourou. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: regular
"En 2018 más de 70 millones de personas abandonaron su hogar en busca de un mundo mejor. La mitad de ellos son niños". Así se cierra Adú, una nueva muestra de cine bienpensante, paternalista y lleno de golpes bajos pensado para mantener alerta las conciencias y decirnos que el mundo está lleno de situaciones injustas. Por cierto, para llegar a esta conclusión elemental y que está fuera de todo debate no hace falta recurrir a una frivolización de la pobreza tan declarada como la que hace la corriente a la que adscribe esta producción española.
Hay que agradecer al menos que Salvador Calvo y su equipo hayan evitado caer en los extremos casi obscenos de manipulación emocional a los que llegaron películas identificadas con esta idea como Cafarnaúm, Ciudad de Dios o Trash: desechos y esperanza. Al menos el realizador muestra algún oficio para darle un cierre a cada escena, mantener cierta tensión dramática y aprovechar al máximo el compromiso de su elenco hispano-africano. Pero no puede evitar, al igual que sus compañeros de ruta, la caída en la descripción sobrecargada de las calamidades del mundo y cómo todas ellas terminan ensañándose sin pausa, como si fuesen plagas, sobre seres humanos que sueñan con un futuro mejor e imaginan una vida más digna.
Eso sí: todo este desfile de sentimentalismos queda envuelto en una estética cuidadosa, convenientemente adornada por una banda sonora altisonante que nos recuerda a cada momento que los protagonistas están atravesando situaciones en las que les va la vida. Como si no lo supiéramos después de asistir a una sucesión interminable de situaciones vinculadas con el tráfico de personas, la esclavitud sexual, la marginalidad en todas sus formas, la adicción a las drogas, el maltrato hacia los semejantes, el abuso infantil, el maltrato hacia los animales y la inmigración ilegal. Todo un manual del miserabilismo cinematográfico.
Para que la búsqueda de impacto emotivo no tenga ni un minuto de descanso se vuelve aquí a un recurso que de tan usado ya se vuelve cansador: el de las historias paralelas, en apariencia separadas y distantes, que en algún momento terminarán entrecruzándose. Sus protagonistas son un experto en conservacionismo que trabaja en una ONG y además de sus conflictos laborales mantiene una relación tirante con una hija que lo visita en Africa, un guardia civil que custodia la frontera y enfrenta cargado de culpa el juicio por la muerte de un inmigrante ilegal subsahariano en el enclave español de Melilla y un chiquito de ocho años (Moustapha Oumarou, prodigio de naturalidad) arrastrado a un peregrinaje por medio continente africano en busca, casi sin saberlo, del sueño europeo mientras a su alrededor todo es sufrimiento.
Sabemos muy bien que todas estas historias ficticias tienen un trágico correlato en la vida real. Pero banalizándolas de este modo el cine solo ayuda a darles continuidad. Sobre todo cuando la dolorosa y triste vida en los márgenes del mundo aparece expuesta de una manera tan culposa y fotografiada con el espíritu de un folleto promocional del turismo de aventura.
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