"Querían un espectáculo, les di un espectáculo", declara triunfalmente Celeste Montgomery, la cantante pop que interpreta Natalie Portman en Vox Lux, la segunda película del actor y director Brady Corbet, que se estrena hoy comercialmente luego de pasar por el Bafici. Con un fuerte acento de Staten Island que afirma su pertenencia al fragor de las calles y acentúa su filiación con un turbulento origen, Portman confirma que brilla como nadie en esos personajes extraviados de todo orden, escindidos entre la verdad interior y el amparo de la representación. "El acento resulta una armadura para Celeste –contó Portman en una entrevista con Vulture hace unos meses–, un escudo que asegura su autenticidad y le brinda la fortaleza necesaria para decir: ‘No se metan conmigo’. Pero esa protección termina siendo transparente. Ella está ahí todo el tiempo".
Celeste nació a la fama acunada por la tragedia: en 1999, una matanza que evoca la de Columbine la dejó viva entre los cadáveres de sus compañeros de clase. La canción que compuso para el duelo despertó la atención de los medios, su dolor se convirtió en el de la nación y su fama, en un extraño camino de redención. En los años que siguieron asistimos a la génesis de su estrellato: la aparición de un manager intuitivo y algo irresponsable (el eternamente joven Jude Law ), un contrato con un sello discográfico ambicioso, una gira por Europa y el despertar de todas las aristas de la fama, las divertidas y las peligrosas. El subtítulo de la película –"Un retrato del siglo XXI"– anticipa la lectura de Corby: la vida de Celeste corre en paralelo a la historia de los Estados Unidos, nace en la era Reagan con un nombre latino, resurge de las cenizas de una masacre, crece al calor de los atentados a las Torres Gemelas, vuelve del ostracismo de un escándalo en plena era de las redes sociales y el fin de la vida privada. Antes que como una biopic que bucea en la psicología de su cantante estrella, Vox Lux se convierte en un estudio sobre la compleja relación que existe entre la cultura popular y la emergencia de sus símbolos. Niña estrella como la propia Portman, Celeste se nutre de su intérprete, se modela sobre sus gestos, se contagia de esa energía asfixiante. Si bien la actriz la interpreta solo en el segundo acto, la personalidad tóxica que le imprime es casi la contracara del sueño cumplido, el lado B de una historia como la de Nace una estrella (en todas sus versiones), en la que la empatía era irrenunciable aun pese a los sacrificios que la fama exigía.
Aquí, Portman despliega un carácter demandante y al mismo tiempo expulsivo, consciente de lo difícil de aunar esos contrastes, en un desafío similar al de representar aquella dualidad de la bailarina atormentada de El cisne negro, que le valió el Oscar y la definitiva consagración como actriz adulta. Esos extremos que coquetean con el abismo, esos personajes que pendulan en un frágil equilibrio entre la entrega y la autodestrucción, son el terreno en el que su actuación consigue sortear cualquier ambición de naturalismo y dejarse llevar por los excesos del mejor artificio.
Podríamos afirmar que la vida a la luz de la fama comenzó tempranamente para ambas, para Celeste y para Natalie. En ellas, crimen y celebridad se cruzan de manera extraña. Para Portman, fue el suceso de El perfecto asesino (1994), de Luc Besson, y su rostro infantil convertido en víctima e involuntaria compañera de aventuras del asesino a sueldo creado por Jean Reno. Con el flequillo recto y la mirada concentrada, esa joven Mathilda a la que le dio cuerpo y furia afirmaba su supervivencia en el secreto aprendizaje de la muerte y en la compleja relación que la unía a su captor. Luego, la misma dilatada revancha se gestó en la Evey de V de venganza (2005), del team Wachowski, siguiente paso en una trayectoria que se alimentaba de esas criaturas atípicas y solitarias aun entre multitudes. Incluso su reciente interpretación de Jackie Kennedy en los días posteriores al magnicidio, en esa deconstrucción del duelo que ensaya el chileno Pablo Larraín en Jackie (2016), recuerda esa insistente pugna por contener todo torbellino interior del escrutinio del afuera sin con ello ahogarlo definitivamente.
De la misma manera, para la Celeste que imagina Vox Lux, eco de múltiples estrellas del pop reciente –tal vez la más evidente sea Britney Spears, porque el 99 también fue su año–, esa lucha resulta interminable. Por lo menos así lo cree Corbet, quien ha sabido cruzar –como en su película anterior, The Childhood of a Leader (2016), en la que ficcionaliza la infancia de un futuro líder fascista– los actos de violencia social con la moderna fascinación por la celebridad. Con una estética que mezcla los seriales de true crime con el humor del mockumentary, Vox Lux recorre las dos vidas de Celeste: su pubertad marcada por una indecible matanza y la posterior emergencia de su carrera como cantante, y su vida adulta signada por las adicciones y los escándalos, al igual que por un impulso inagotable de renacimiento. En el primer acto, la excelente Raffey Cassidy interpreta a la Celeste adolescente, extrañada en un mundo sin coordenadas, prisionera de la culpa del sobreviviente, y en el segundo acto es Portman quien despliega esa provocación que combina la fascinación con el propio ego y los residuos de un mundo quebrado, hecho de lágrimas, sangre y culpa.
"Lo que nos pasamos discutiendo [con el director] fue cómo la película ocupaba un espacio en las guerras del nuevo siglo. Su primera película, The Childhood of a Leader, recorría el período entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Y ahora quería desentrañar qué conflictos definían el siglo XXI como aquellos habían definido el XX. La guerra en nuestro suelo son los asesinatos en masa, y la guerra hacia afuera es el terror. Cómo establecer un puente cultural entre ambos fenómenos usando este personaje resulta el mayor interrogante que la película plantea. Eso me fascinó. No es frecuente pensar el cine desde esa perspectiva". La reflexión de Portman respecto del lugar de su personaje más allá de cualquier análisis psicológico de la celebridad se pone en sintonía con la estrategia de Corby de estimular la mirada del espectador desde una perspectiva distanciada. El uso de la voz en off de William Defoe como hilo conductor de los sucesos, los colores fríos de la puesta en escena y el uso de los dos momentos de la vida de Celeste como puntos de observación de su propia historia permiten salir de esa cómoda experiencia del camino a la fama en primera persona, con sus espinas y sus rosas, para elegir una mirada original y nada condescendiente.
Nudo de todo el universo desplegado a su alrededor, de esa masacre que persiste en sus sueños, de los abandonos que definieron su crecimiento, de sus caprichos y concedidas arbitrariedades, Celeste se eleva como un hito que supera sus triunfos y caídas, como una fábula con nombre propio que tiene tanto de verdad como de fantasía. Y Natalie Portman le entrega todo a su personaje, arriba del escenario, en esos bailes festivos que se escenifican como un febril exorcismo, y también en los pasillos más oscuros de su pasado, donde todavía habitan sus silenciosos demonios.
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