Naomi Watts, la reina del drama y las tragedias, vuelve a desafiar a la adversidad
La actriz australiana protagoniza Penguin Bloom, película recientemente agregada al catálogo de Netflix en la que compone una surfista que luego de un accidente que la deja en silla de ruedas, consigue aferrarse a la vida a través de una inesperada relación
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Naomi Watts no para de sufrir. Su comodidad en los dramones de toda índole la ha convertido en la actriz perfecta para desafiar los más inesperados obstáculos que la ficción le presenta. Ya sea durante el tsunami babilónico de Lo imposible, en el duelo desgarrador en 21 gramos o frente al asedio de un gorila enamorado en King Kong, su epopeya se construye película a película sobre un torrente de lágrimas o un alarido de estupor ante el peligro.
Frente a tantas maldiciones, desgracias y tragedias bíblicas, su rostro siempre ha modelado la perfecta respuesta, una mezcla inesperada entre vulnerabilidad y firmeza que le permite sobreponerse a los golpes más duros, a los peligros más monstruosos, a las pérdidas irremediables. Algo de aquella fortaleza construida en tantas historias reaparece en su reciente película Penguin Bloom, estrenada en Netflix este lunes e inspirada en la historia real de Sam Bloom, una surfista australiana que luego de un accidente que la deja en silla de ruedas consigue aferrarse a la vida a través de su inusual amistad con una urraca silvestre.
Penguim Bloom no deja de ser una historia tradicional de superación, basada en el best seller Sam Boom: Heartache & Birdsong que cuenta en primera persona la historia de Bloom, quien sufrió un accidente durante sus vacaciones en Tailandia y regresó a su hogar para adaptarse a una nueva vida. Tras lo irreal del accidente y la parálisis, el encuentro con un ave salvaje funciona como catalizador de su duro proceso de adaptación, teñido de un cotidiano aprendizaje no exento de broncas y frustraciones.
El trabajo de Watts, quien mantuvo extensas conversaciones con la verdadera Sam, leyó sus diarios personales, y modeló su experiencia en sintonía con esa fortaleza interior, se afirma en su gestualidad, en el poder de su mirada, en la tensión de su cuerpo regido por las nuevas limitaciones. Esa capacidad de dotar a sus personajes, a menudo acorralados por la desgracia, de humanidad y desconcierto, de anhelos y ensoñaciones, es lo que ha distinguido a sus damiselas en peligro, a sus madres trágicas, a cada una de esas prisioneras de la mala fortuna que salen a flote entre los restos de un interminable naufragio.
Los mundos enrarecidos
Uno de los primeros territorios adversos que enfrentó Naomi Watts desde su aparición como musa inspiradora de la obra maestra de David Lynch fueron los contornos de una pesadilla, el aroma de un terror absurdo y desgarrador que allí ya se respiraba. El camino de los sueños (2001) fue su consagración en esa inolvidable escena en la que su Betty traspasa la línea entre la realidad y la ficción, y en la que Lynch presenta esa exquisita fábula de fama y desolación con los perfectos colores de un sueño roto. Pero también fue su entrada a los corredores de la tragedia, perfumados de flores como los jardines de una casita californiana en la que esperaba ser amada como nunca antes.
Esa fama fulgurante e incursión oblicua en el horror la llevó directo al corazón de una saga como fue La llamada (2002), versión hollywodense de las maldiciones niponas, construida por Gore Verbinski con un sentido del melodrama mucho más allá del efectismo del género. Watts nos acostumbró desde ese tiempo a su rostro desorbitado por lo incomprensible, a registrar en cada textura de su expresión esa incursión abrupta en lo desconocido, ya sea como espejo oscuro de los deseos o como regreso de lo ancestral en la forma mundana de un videocasete.
No es extraño que Michael Haneke la haya elegido como la señora de esa casa invadida por una pareja de jóvenes sádicos que ensayan su rebeldía en las formas más espeluznantes de la tortura. Si bien la nueva Funny Games (2007) no consiguió el efecto demoledor de su original austríaca, sí logró airear la obra de Haneke fuera de las puertas de Europa y demostró que Watts podía dar materia a un horror más realista, sentado en el living de una casa linda y confortable.
Hacía dos años había hecho su monumental excursión a la famosa Isla Calavera, ahora imaginada por Peter Jackson, erigida en la nueva Fay Wray subida a la mano inmensa de King Kong, estrella de su propio horror televisado. Y como si ese fantástico no alcanzara, como si esa travesía disfrazada de odisea no fuera suficiente para sus ambiciones de desventura, David Lynch volvería a seducirla con su universo encantado, su audacia convertida en la más extravagante televisión.
Watts no solo brindó su voz a la Suzie Rabbit de Imperio (2006) sino que penetró en el extraño mundo de Laura Palmer y el agente Cooper en la tercera temporada de Twin Peaks (2017). La inefable habitación roja, los cruces de dimensiones, la pesquisa sobre Bob dieron cuerpo a esa nueva y celebrada fantasía de su mentor que ahora volvía a encontrarla en su mejor humor.
Los enredos políticos
Pero las tragedias de Watts no solo tuvieron el rostro de lo atávico y los vericuetos surreales de las pesadillas, sino que también asumieron el opaco carácter de conspiraciones e intrigas políticas, de enemigos poderosos e inalcanzables, de entramados corporativos que aguardan en su escondite como en el corazón de una telaraña.
En Promesas del este (2007), el peligro aguardaba en el restaurant de un expatriado ruso, cabeza de una facción de la mafia londinense, acérrimo custodio de la integridad de su progenie. David Cronenberg imaginó en el rostro luminoso de Watts el último rastro de humanidad entre venganzas sangrientas y masacres orquestadas, el único trazo de nostalgia por esa Rusia perdida, el asomo de un amor detrás de la violencia, del rescate de la vida entre tanta muerte.
A ese poder implacable teñido del sabor del borsch se sumó el asedio de la banca corporativa en una de las grandes películas de su carrera, Agente internacional (2009) del alemán Tom Tykwer. Director celebrado por su Corre Lola corre, y luego compañero de aventuras de las Wachowski en la excentricidad de Cloud Atlas, Tykwer consiguió conferir al thriller político un ritmo trepidante, sin escapar al diseño de una amenaza intangible, definida por las trampas y las mentiras, los vericuetos de un poder que adquiere su efectividad en su carácter elusivo. Watts encarnó a una fiscal de Nueva York, aliada inevitable del agente de la Interpol que interpreta Clive Owen en el arriesgado camino contra los silenciados negocios de la banca internacional. Sin los catárticos manierismos del sufrimiento, el peligro adquiere en el cuerpo de Watts su presencia más desnuda, su recorrido lacerante y subterráneo, su impacto más filoso y definitivo.
Con esa misma lógica, pero en un tono más solemne, teñido de la denuncia de la era Obama sobre las operatorias bélicas de la administración Bush, Poder que mata (2010) desmonta la persecución de una agente de la CIA que resultó pieza clave en el armado de las invasiones a Irak. Watts también brindó a Valerie Plame, cuya identidad quedó al descubierto en la prensa como estrategia para silenciar a su marido en sus persistentes denuncias de las mentiras oficiales, un cuerpo en tensión permanente, entre su condición de espía, camuflada incluso ante la mirada de sus amigos, y la conciencia de su exposición, en la plaza con sus hijos, en el intento de salvar a sus informantes protegidos, en el anhelo de esquivar esa cacería implacable de un orden que no deja ninguna resistencia en pie.
Quizás hayan sido sus entradas a esta dimensión política del drama de sus personajes, esta incursión en laberintos de poder y engaño que la tuvieron como pieza amenazada y descartable, las que enriquecieron su personaje trágico, ya no confinado a un entorno de embriagante imaginación sino a la mundanidad de intereses evidentes. Dinero, poder, corrupción y secretos de estado también rodean el universo de J. Edgar Hoover, el inefable director del FBI al que Clint Eastwood le dedicó una de las más audaces biografías. Estrenada en 2011, J. Edgar muestra al personaje confinado a su pesadilla interior, el revés de su poder concebido como reacción a sus debilidades, el temor de ver afuera lo que resulta inaceptable en el interior. Watts interpreta a su leal secretaria, colaboradora en los días de gloria e inesperada protectora de esa decadencia. ¿Dónde se aloja a tragedia para ella en aquellos días del final? La pérdida del poder, el cambio de época, el rostro de los sucesores deja testimonio en las elusivas expresiones de Watts detrás del escritorio, destruyendo documentos y consagrando su lealtad bajo esa mirada implacable a la que la cámara de Eastwood nunca renuncia.
Madre hay una sola
La última saga de tragedias de Watts ha tenido el rostro de la maternidad asediada, del miedo a perder lo más querido, del abismo de un dolor inexpresable. Sus madres han transitado un duelo desgarrador como el que le preparó Alejandro González Iñárritu en 21 gramos (2003), han desafiado a la naturaleza como en Lo imposible (2012) de J. A. Bayona, trasgredido convenciones y sacudido amistades en Madres perfectas (2013), intentado vencer la desgracia con la inmortalidad en Diana (2013).
Pero pese a los fallidos intentos de un erotismo provocador de Anne Fontaine o a la pobre versión de Lady Di que ofreció Oliver Hirschbiegel, lo que queda es el compromiso de Watts con ese torbellino interior que sacude siempre a sus personajes. Algo que también puede verse en recientes películas como El castillo de cristal (2017) o Luce (2019), en las que también sus madres enhebran los retazos de su propio destino.
La lucha contra esa persistente adversidad que se convirtió en materia de ficción para su carrera también estuvo en el origen de su camino como actriz, batallando en papeles menores, rondando la clase B hasta que Lynch revivió el cancelado proyecto de una serie en la película que la consagraría en la alfombra de Cannes. Todos los peldaños de su camino al éxito fueron arduos de escalar, desde su desembarco en Hollywood en los 90, animada por su amiga y coterránea australiana Nicole Kidman, hasta los contratiempos que supuso sostener su ánimo frente a rechazos y desilusiones.
Watts forjó en el rostro tangible de sus personajes cada una de sus emociones: anhelo, espera, esfuerzo, pena, desencanto. Aún en sus fracasos siempre hubo un resurgimiento, una salida de entre las cenizas de un sueño roto para emprender nuevamente el ascenso. Penguin Bloom le ofrece el espejo de ese personaje que también debe emprender un renacimiento, sacudir sus frustraciones y mirar hacia adelante, donde el aire vibra con un vuelo inesperado. El del ave que nunca se cansa, que pasa y sigue su rumbo, con la promesa de una soleada mañana.
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