Nahuel Pérez Biscayart: su vida como actor de mundo, sus experiencias “de brujito” con Luis Ortega y la importancia de la ternura
El premiado y talentoso protagonista de El jockey, la película de Luis Ortega, habla de la experiencia mágica que significó dar vida a Remo Manfredini, un papel que fue concebido a su medida desde el guion como el hipnótico viaje interno de una leyenda del turf
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A la hora señalada, se abren dos pantallas y comienza un reportaje que dura mucho más de la pautado.
-Desde este lado estoy en mi casa, de Villa Crespo, y apenas termine me voy a la redacción, en Vicente López. Vos, por simple curiosidad, ¿dónde estás, de donde venís?
-Vengo de Venecia.
-Decían que estabas en Canadá...
El interlocutor se ríe con ganas y pone cara de pícaro mientas se acomoda en una silla ubicada en un lugar al aire libre. “Me encanta que estés tan confundido.... Me resuelve el problema del anonimato, de no tener que decir dónde estoy. Entonces, lo dejamos ahí: podría ser Canadá. Y en poco tiempo estaré en Buenos Aires y, luego, en San Sebastián”, dice.
De algún otro lado del mundo, entonces, el que habla es Nahuel Pérez Biscayart, el multifacético actor argentino que entabló un fuerte vínculo con el cine europeo desde que protagonizó Au fond des bois, de Benoît Jacquot. Las tres ciudades que menciona apenas comienza la charla tienen que ver con el recorrido de El jockey, la nueva y muy esperada película de Luis Ortega, que se estrena el jueves 26 en la Argentina. En el film del director de Caja negra y El ángel, este brillante actor nacido y criado en el circuito alternativo porteño, que trabajó con directores como Ariel Winograd, Fabián Bielinsky y Eduardo Raspo, interpreta a Remo, una leyenda del turf cuya estrella tambalea en medio de una trama de una lógica cargada de capas hipnóticas. Junto con él están la española Úrsula Corberó, el mexicano Daniel Giménez Cacho, la actriz chilena Mariana Di Girólamo y los argentinos Daniel Fanego, Osmar Núñez, Roberto Carnaghi, Luis Ziembrowski, Adriana Aguirre y Roly Serrano. El estreno mundial de esta historia cuyo universo sonoro está matizado por temas de Piero, de Virus y del mismo Palito Ortega -padre del realizador- tuvo su estreno hace unos días, en el marco del glamoroso Festival de Venecia. Para el diario inglés The Guardian, Pérez Biscayart interpreta al protagonista “como si fuera el payaso conmovedor de una película muda, Buster Keaton con una fusta”. Este sábado 20, el film se presentará en el Festival de San Sebastián. Luego será el turno de su estreno local y, más adelante, como si fuera un chiste sobre la confusión inicial, en Canadá, en el Festival de Toronto.
Así como sucedió con la película Lulú, otra vez aquí lo dirige su amigo Luis Ortega. “A Luis lo conozco hace 20 años, por lo cual no tengo el mismo trato que con otros directores o directoras. Leí varias versiones del guion y hasta en un momento creo que se iba a llamar Cabeza de sandía, fijate vos -se ríe, por una de las tantas vueltas de este proyecto-. Con Luis tengo un entendimiento humano y creativo que va más allá del proyecto que nos pueda unir. Siempre es un buen plan tirarme a la pileta con él. Sumemos que es un guion que fue escrito pensando en mí. Cuando lo leí, ni me pregunté se debía aceptarlo o no, era evidente que tenía que hacerlo. Filmar con él es siempre una experiencia muy mágica, muy lúdica, muy volada, muy feliz, muy misteriosa, muy mística, muy desvergonzada. O sea, todas las cosas que hacen bien al ser humano”.
-La enumeración es una posible manera de describir la película.
-Cierto, debe ser porque la peli es muy sincera en ese sentido, y Luis está en un momento de mucha sinceridad. Con El jockey está empezando a acercarse a la conjugación de todos los elementos que viene trabajando. Luis está muy conectado con esa pregunta primera, primitiva, que nunca nos va a abandonar, vinculada con la identidad, la separación entre uno y otro, que la película plantea sin necesidad de ponerse solemne ni aleccionadora. Es una peli, pero también es una experiencia; lo que para mí es lo más interesante. O sea, remite a algo medio indescifrable, difícil de encasillar completamente, que te hace perder la noción del tiempo y del espacio. Eso es muy Luis y es muy de esta peli.
-Y vos sos un actor difícil de encasillar, de descifrar; como si eso fuera parte de tu ADN.
-Totalmente. En general, uno tiende a gravitar hacia las cosas por las uno se siente inspirado, partícipe de, entusiasmado. Ese ADN tiene que ver con esa pulsión que vive en mí. Tiene que ver con mi curiosidad, con la exploración, con ir hacia el otro como algo del orden de un pasaje, de ir hacia ese abismo que nos habita a todos.
-Cuando viste la película terminada, ¿cómo te percibiste?
-¡Uf, qué difícil! Yo mis películas las veo una vez y listo; no me gusta verme. Tampoco soy el público indicado para hablar de mi trabajo. Obviamente, siempre creés que hiciste algo y después te das cuenta que no es tan eso que imaginabas. Las películas mías las veo con cierta ternura, como si fueran postales de mi “yo” a lo largo de la vida. Es como ver fotos de la infancia..., hay algo ese captura. Podría intentar tener un registro más técnico sobre mi trabajo, más objetivo; pero hasta de eso dudo. Lo que tengo en claro es que siempre hice lo mejor que pude, soy un trabajador que se entusiasma mucho con lo que hace y que la está disfrutando cada vez más.
Como en los 80
-No sé si disfrutaste la escena con Úrsula Corberó bailando “Sin disfraz”, de Virus; pero de este lado de la pantalla es tremendamente placentero verlos.
-Fue muy divertida de hacer esa escena, no podés no disfrutarla. Pero aclaro que, detrás de eso gesto irreverente, hay un cuidado técnico muy preciso. La luz de Timo [se refiere al director de fotografía finlandés Timo Salminen, habitual colaborador de Aki Kaurismäki] te obliga trabajar respondiendo a algo coreográfico, casi escultórico, para que el volumen corporal de uno en el espacio iluminado de tal manera puede generar una determinada emoción. Y en medio de eso tan cuidado hay que abrir la canilla para que ese juego coreográfico se haga vital.
-Y en esto de mirar con ternura las fotos de tu pasado, ¿Virus formó parte de tu mundo sonoro?
-Bastante, aunque no me crié en los 80 ni en los 90. Iba a bailar a Réquiem y sonaba cada tanto un tema de Virus. Me hubiera encantando tener los 80 encima, pero no los tengo.
-El plan retrospectivo, recuerdo tus trabajos teatrales dirigidos por Alejandro Tantanian (Los mansos, Los sensuales, De protesta), ¿qué te genera aquello cuando lo evocás?
-Me da amor. Es que desde chico tuve muchas buenas aventuras, aunque en ese momento lo viviera con cierto stress o pensando que era lo más importante del mundo. El haber experimentado cosas te corre el visor y te das cuenta que nada es tan importante. Pero no lo digo para quitarle la significación que tuvo, sino para poder dejar que el suceso aflore y esté habitado de la manera más plena. Cuando me veo de chiquito, me amo bastante; en serio lo digo. Intento darle amor a ese pibito. Hay un entusiasmo ahí que, en un punto, está intacto. No me conecto desde el lugar nostálgico, que era el tono de Los mansos. Y posta que tuve cosas lindas. Me las súper busqué y me tocaron. Tuve suerte; tuve encuentros con gente muy linda, tuve contextos cuidados. Estuve con muchos adultos y esto estuvo buenísimo también. Me hizo entrar a otras capas.
-Haber obtenido la Beca Rolex en 2009, con la directora teatral Kate Valk como mentora, o presentar en Londres la performances Soy Jérôme Bel, ¿fue lo que te permitió pensarte en otras geografías de este viaje?
-No y sí. Mis primeras películas ya las había hecho afuera de Buenos Aires, en lugares como Zapala o San Luis. Desde chico la actuación estuvo atravesada por la idea de experiencia, por lo colectivo, por el viaje; por eso nunca hice telenovelas que se filman durante un año entero en un mismo lugar. Me sigue pasando que veo una montaña y la quiero subir para ver qué se ve puede observar del otro lado. Estar un año habitando la misma habitación, digamos, no me da. De chiquito me hacía la cama en el árbol o prendía fuego en donde no se podía, todo era una exploración de límites y fronteras. Y, entonces, vuelvo a esa beca: cuando me nominaron, no hablaba inglés. Recibí un llamado del cual entendí pocas palabras, pregunté a amigos qué era y cuando caí en la cuenta que iba a trabajar con un grupo de teatro en Nueva York me encerré durante seis meses a estudiar ocho horas de inglés por día. Quería que me transportaran ya a ese territorio extraño, con gente extraña, que hablaba un idioma extraño y transformarme, perderme, viajar, disolverme. Remo, el de El jockey, también se pega un viaje. Más interno, pero viaje al fin.
“Nunca me fui”
-Tu próximo destino es Buenos Aires. ¿Qué te da volver?
-Yo no uso los verbos “volver” ni “ir”. Nunca me fui de Buenos Aires. No soy un exiliado, no soy un refugiado. La Argentina es otro lugar de la tierra en el que descubro cosas diferentes cada vez que me encuentro ahí. Me fui no por tener algo en contra de la ciudad, fue algo más de la hormiga nómade frente a un mundo grande.
-¿Por esa cosa de hormiga es que hacés poco teatro y más películas?
- Obvio. Lo único que hago son cosas cortas. Hice algo en el Festival de Salzburgo, que fueron seis semanas, 10 funciones y ya. Cosa que es un locura en términos de inversión para algo de tan pco tiempo, pero me encanta. Es como preparar una fiesta con muuuuucho tiempo de anticipación y, luego, a limpiar los platos y listo. O hice algo en el Teatro Odeón, de París. Pero si me propusieran hacer teatro como el que hacía en Buenos Aires, durante tanto tiempo de funciones, me costaría mucho.
Aclaración: cuando Nahuel Pérez Biscayart hace referencia al teatro parisino, aquel otro “algo” fue la puesta de El zoo de cristal, de Tennessee Williams, que montó el famoso director Ivo van Hove. Allí, el actor al cual Juliette Binoche le entregó el Premio César por su trabajo en la película 120 pulsaciones por minuto, compartió el gran escenario de la prestigiosa sala junto con Isabelle Huppert.
-¿Cómo sigue tu año?
-No, nunca lo sé. Hay propuestas, hay guiones, cosas que me van llegando; pero no me gusta trabajar tanto. Las cosas que hago, en general, las hago porque hay algo que me inquieta, que me genera curiosidad. Rechacé propuestas grandes de la industria porque no me quería ir ocho meses a Vancouver a filmar bajo la nieve. Soy bastante cuidadoso con mi tiempo y me gusta hacer cosas por fuera de la actuación: ver amigos, estar con mis plantas, explorar, cocinar, leer. La mayoría de la población no tiene tiempo libre. La libertad genera ansiedad, pero es una responsabilidad linda.
-¿Cómo resolvés ese otro lado de las grandes producciones cinematográficas, vinculado con la alfombra roja, lo glam, las entrevistas seriadas para alguien como vos, muy cultor del perfil bajo.
-Por suerte, nadie me dijo que venía todo eso asociado con mi trabajo. Yo nunca estuve pendiente de todo ese otro lado. No miraba la entrega de los los premios y ni sabía que existía la crítica de cine como tal. Empecé a aprender todo ese otro mundo muy sobre la marcha y de manera muy caótica. Claramente no es el lugar que me convoca, que me entusiasma; pero es como cuando tenés que limpiar la casa: hay que hacerlo, no queda otra. Te ponés la playlist y a limpiar. Igual no hay que generalizar, porque después puede ser que en esos contextos te encuentres con gente copada o tengas una conversación con la prensa super linda, pero no soy de dar notas a cualquiera porque siento que un reportaje también es un registro de tu vida y me resulta algo lindo darle ese lugar. Además, pongamos en contexto: viajo, me dan de comer, me visten y yo solo tengo que caminar por una alfombra sintética roja y dejarme fotografiar. La vida sigue. Insisto, está todo bien y todo mal, porque eso sucede mientras hay pibes desmembrados en la Franja de Gaza y vos estás llamando al conserje del hotel para pedirle una plancha para sacarle una arruga a tu saco. Y, llegado el caso, si te hacen una pregunta boluda, intentás salvarla como puedas o te sentís como un pelotudo, cosa que no está mal. No somos seres completos. Hace falta mucha ternura, mucha autoternura. De otro modo, no podés hacer nada. La peli tiene mucho de eso, de ese riesgo, de ese amor, de esa entrega.
-Venís de trabajar en varias producciones internacionales. ¿Cómo fue el reencuentro de compartir escenas con actores argentinos? Pensaba en Daniel Fanego, Roberto Carnaghi y Osmar Núñez, con esas voces tan potentes y tan argentinas, haciendo de esos matones tan tiernos.
-De ese grupo solamente no había trabajado con Osmar. Con Fanego había hecho una de mis primeras cosas y recuerdo que me había pegado un tortazo que me dejó medio-medio. A Carnaghi lo veo con esa cara de cera, que no envejece, y se me vienen imágenes de cuando lo veía en la tele en el programa de Antonio Gasalla. Me encanta reencontrame con actores así. Todo me parece un plan, nunca tuve malas experiencias con actores. Y sumale a ellos tres el trabajar con Daniel Giménez Cacho, con Luis Ziembrowski.... Yo me sentía en el cielo filmando. Luis (Ortega) es un niño travieso maravilloso, es muy mago, es un brujito. Con él viví una situación casi sobrenatural mientras filmábamos una escena de Lulú. Era una secuencia al aire libre y, de golpe, el cielo se llenó de nubes, empezó a llover, sonaron truenos y se largó en tremendo chaparrón que duró exactamente lo que duró la toma. La realidad confabulaba con nuestra ficción de una manera muy, muy ingeniosa. En verdad, yo no puedo creer que me sigan pagando para ser libre.
-Para el lanzamiento de la película volvés a un país en un momento muy complejo para la actividad cinematográfica, para el Incaa, para el Festival del Mar del Plata del cual fuiste jurado en 2018 y para la misma actividad escénica independiente.
-¿Por donde empezamos, no? Es lo mismo que se aplica a las distintas esferas de la sociedad y la economía argentina, no lo puedo disociar. Es el desmembramiento de lo colectivo. Es una humanidad que tiene tanto miedo de vivir, que prefiere acumular. Lo que pasa con el cine o con el teatro es lo mismo que pasa con los jubilados. Es el sálvese quien pueda y una falsa idea de libertad que lo que quiere es reducir la oferta a un monopolio que defina las reglas. Es la política de la perversión.
-¿Y en lo que hace a la actividad cinematográfica?
-Va en dirección a que las dos o tres plataformas más potentes van a terminar de poseer, incluso, el domino estético, formal, ético de lo que es nuestro arte. Para mí, la cosa debe ser múltiple, diversa, para todos y para nadie. Es muy tremendo todo lo que pasa en la Argentina. Y es culpa de los gobiernos anteriores no haber podido asegurar las condiciones básicas de vida para un gran sector de la población. Cuando la social democracia deja tan en banda a la misma sociedad, la gente termina levantando la bandera del cambio aunque esté en manos de su propio verdugo. Es un fenómeno global en el que se decide que siempre hay un mal. En el caso nuestro, el Estado. Si ves las leyes culturales europeas, ellos dan plata a todo, porque no es un dinero que se pierde. El cine en Francia está casi empatado con la fabricación de automóviles en relación con la cantidad de riqueza que produce y la guita que mueve. Pero son tan brutos que creen que solo el que tiene la plata para hacer algo cultural puede hacerlo. Estamos en una regresión en todo sentido, es muy triste. Por eso, cuando hablábamos antes de mi trabajo yo decía que está todo bien. Es más, tengo la suerte de no caer en películas estandarizadas. Por eso estoy en El jockey, que puede tener elementos que son populares y otros no; pero que está buenísima. Y eso me da ternura.
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