Murió Peter Bogdanovich, un director excepcional que se convirtió en el gran custodio de la memoria clásica de Hollywood
El realizador de films como Detrás del telón y Luna de papel falleció este jueves, a los 82 años; en 2016, fue figura estelar del Bafici, donde habló de su filmografía y desplegó sabiduría y anécdotas
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“Soy la única persona con vida que sabe cómo eran realmente”, dijo una vez Peter Bogdanovich, el extraordinario director, productor, guionista y actor que acaba de morir a los 82 años. Hablaba de los grandes directores y actores clásicos del cine de Hollywood, de Alfred Hitchcock a Orson Welles, de John Ford a Howard Hawks, de James Stewart a John Wayne, cuya memoria no sólo honró todas las veces que pudo. También se dedicó a cuidarla de todas las maneras posibles, como si asumiera con naturalidad que le correspondía solo a él convertirse en el custodio de la mejor historia del cine estadounidense.
Esa obra de rescate, recuperación y difusión del cine clásico destinado sobre todo a las nuevas generaciones es uno de los grandes legados de Bogdanovich. El otro, por supuesto, es su filmografía, que abrevó siempre de esos clásicos mientras trataba al mismo tiempo de explorar una renovación en las formas narrativas y dramáticas. En un momento de quiebre en la historia de Hollywood, iniciado a fines de los años 60 y consolidado en la década siguiente, Bogdanovich fue uno de los grandes artífices de una transición que se propuso asimilar buena parte del pasado e integrarlo a una nueva e inédita síntesis.
Con dos herramientas clave, humor y melancolía (título además del excelente ensayo sobre la vida y la obra de Bogdanovich escrito en 2019 por Juan Villegas y Hernán Schell), Bogdanovich quiso desde muy joven forjar el destino de grandeza que siempre imaginó para sí. Había nacido el 30 de julio de 1939 en Kingston (Nueva York) y su primer contacto con el mundo del espectáculo fueron las clases de actuación que tomó con Stella Adler. Esa característica siempre quedará por debajo de su reconocimiento como director y como historiador del cine, pero paradójicamente resulta la más cercana. Las nuevas generaciones quizás solo reconozcan a Bogdanovich por sus apariciones en la serie Los Soprano como “el tipo de anteojos que es el psiquiatra de la doctora Melfi”.
Después de trabajar en Broadway y de escribir monografías y libros sobre directores clásicos (los dedicados a Fritz Lang y a John Ford son memorables), Bogdanovich empezó a hacer cine como asistente de Roger Corman. Su primera película, Míralos morir (1968), con Boris Karloff, anticipa buena parte de lo que llegará después. Bogdanovich nos sugiere allí que hay todo un mundo de mitos, recuerdos y sueños por descubrir y que para aprovecharlos al máximo lo único que deberíamos hacer es entrar a una sala de cine.
Formó parte de aquella generación impar de directores cinéfilos que desde comienzos de la década de 1970 vivió el quiebre definitivo de las viejas certezas de Hollywood y buscó superarlo con una mirada nueva, audaz y transformadora. Pero a diferencia de sus contemporáneos Francis Ford Coppola, William Friedkin (con los que llegó a fundar una compañía productora) o Martin Scorsese, Bogdanovich escapó a las búsquedas estéticas, las transformaciones y el virtuosismo de sus colegas para sostener un vínculo mucho más profundo y sentimental con la obra de los viejos maestros que siempre admiró.
En ese sentido, el cine de Bogdanovich, que alcanzó su cumbre muy temprano gracias a La última película (1971), fue siempre noble, transparente y clásico en el mejor sentido del término. Honró allí el mundo de las pequeñas poblaciones de Estados Unidos de los años 50, aunque con audacias temáticas que sus referentes nunca se animaron a hacer. Sus obras siguientes, también consagratorias, se convertirían en grandes tributos a la obra de Howard Hawks (¿Qué pasa doctor?, un ejemplo admirable de screwball comedy) y de John Ford (Luna de papel).
Bogdanovich fue un artista que siempre conservó un muy elevado concepto de sí mismo y como tal llegó a imaginar a conciencia un destino de grandeza. Billy Wilder llegó a decir que jamás conoció a una persona tan arrogante. Desde ese lugar imaginó un futuro parecido al de algunos de sus maestros, entre ellos Orson Welles. El paralelismo entre ambos encontró unas cuantas muestras. “Peter siempre había aspirado a ser Welles y a principios de su carrera los críticos lo adularon situando a los dos directores en la misma categoría”, cuenta Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes (Easy Riders, Raging Bulls), una crónica de aquellos agitados años.
Recuerda además Biskind que cuando Welles estaba sin un centavo, Bogdanovich llegó a alojarlo por un tiempo en su casa. Muchos años después, Bogdanovich sería una pieza clave en la reconstrucción definitiva de Al otro lado del viento, la película que Welles dejó inconclusa y se mantuvo en desarrollo a lo largo de cuatro décadas, hasta que Netflix la estrenó en 2018.
Pero Bogdanovich quiso ir mucho más lejos de lo que la propia realidad le permitía y enfrentó muy rápido un par de fracasos (Daisy Miller y el musical Al fin llegó el amor) pensados para el lucimiento de su esposa Cybill Shepherd, la actriz que el director había revelado en La última película. Fue la primera de las dos ocasiones en las que Bogdanovich debió declararse insolvente y dejó una marca indeleble hacia el futuro. Nunca dejaría de hacer grandes películas y algunas son obras maestras como Texasville (secuela de La última película) y Detrás del telón, pero desde entonces jamás inspiraría confianza. Muchos empezarían a verlo como un director “maldito”. El destino sería muy distinto al imaginado.
Con altibajos e intermitencias, Bogdanovich nunca dejó de hacer películas, algunas extraordinarias y otras fallidas, pero con detalles siempre dignos de atención. Los años 80 comienzan para él de la peor manera, con una tragedia personal. Se había enamorado de la chica Playboy Dorothy Stratten y le dio un papel en una de sus mejores (y más incomprendidas) comedias, Nuestros años tramposos. Pero Stratten fue asesinada por un marido celoso el 14 de agosto de 1980. Tenía apenas 20 años. Tiempo después llegó a imitar en la vida una de las obras maestras de su admirado Hitchcock (Vértigo) casándose con la hermana menor de Stratten.
No todos recibieron bien en Hollywood esa noticia, convertida de inmediato en un ruidoso escándalo mediático, y la figura de Bogdanovich siguió con su eclipse, a pesar de que su talento como director lucía intacto en algunas obras magníficas de ese tiempo (Saint Jack, Máscara, la citada Texasville). Luego reaparecería de manera mucho más esporádica, cerrando su carrera como director con la deliciosa Terapia en Broadway (2014).
Además de las citas y los homenajes a sus maestros, mezcladas con audacias y nuevas miradas y un conocimiento pleno de todas las herramientas narrativas del cine, las películas de Bogdanovich tenían marcas bien visibles. Como señalan Villegas y Schell, sus personajes son seres melancólicos que aman mucho, suelen ser infieles y viven relaciones efímeras. “No hay triunfadores en el cine de Bogdanovich, pero tampoco perdedores”, dicen, reforzando a la vez la preferencia del director por los finales abiertos.
De a poco, en medio de esos altibajos, fue asumiendo casi con naturalidad su otra gran faceta. Como dijo el crítico inglés Clive James, Bogdanovich no necesitó una carrera, porque él representa mucho mejor la idea de un destino fijado de antemano. Pero no se trata de ese destino que imaginó cuando se miraba en el espejo de Welles, sino el que fue asumiendo de a poco, naturalmente, como custodio de un pasado ilustre del cine que sólo él estaba en condiciones de reconstruir con todo detalle.
Todo empezó con dos libros inigualables, fruto de sus conversaciones y recuerdos compartidos con “legendarios” directores (Who the Devil Made It) y actores (Who the Hell’s In It) del Hollywood clásico. Convencido de que Estados Unidos se rindió al culto a un eterno presente (“Lo que vemos es solamente cultura popular, y la cultura popular equivale al hoy, nada más”) se convirtió en un cruzado del regreso a la experiencia de ver cine en el cine.
“Solíamos decir, cuando éramos jóvenes, que si no viste una película en pantalla grande en realidad no la viste. Y esa es la pura verdad. Lo grande de las películas es la experiencia de sentarse en la oscuridad, rodeado de extraños, para reír o llorar frente a cosas que ocurren en la pantalla y que, de tan grandes, nos empequeñecen”, dijo hace unos años.
Con esa impronta llegó a Buenos Aires para convertirse en la figura estelar del Bafici 2016. Allí habló de sus películas, desplegó toda su sabiduría cinematográfica (siempre fue un gran teórico y un agudo observador de los aspectos formales y esenciales de la narrativa del cine) y corroboró con su memoria prodigiosa y una multitud de anécdotas que nadie como él podía custodiar la gran memoria de Hollywood. Como tal también recibió el homenaje de algunos cineastas de las nuevas generaciones, como el que le tributó nuestro compatriota Andy Muschietti al proponerle una breve aparición en la segunda parte de It. Allí aparece, muy divertido, interpretando a un director de cine que observa esa realidad desde las alturas.
Quedan sus libros, sus documentales (hay que volver una y otra vez a su Dirigido por John Ford, que tiene más de una versión) y, naturalmente, sus películas. Pero con la muerte de Peter Bogdanovich lo que se pierde para siempre es la última voz capaz de hacer memoria oral de la mejor historia de Hollywood. Hasta el último día ocupó con lucidez y convicción ese lugar. Al fin y al cabo, tenía el destino marcado.
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