Murió Jonas Mekas, uno de los grandes poetas cinematográficos de la contracultura neoyorquina
A los 96 años –un número igual al derecho y al revés– murió uno de los cineastas clave del siglo XX. Lo antedicho es verdad y a la vez es muy incompleto, porque Jonas Mekas hizo mucho cine en este siglo XXI. Y no solo cine: en 2006 estuvo en Buenos Aires en el Bafici para presentar A Letter from Greenpoint (su película "de mudanza") y también para una performance en el Centro Cultural Recoleta. El propio Bafici, dos años antes, le había dedicado una retrospectiva.
Mekas fue escritor, polemista, programador de cine, fundador de instituciones claves para el cine, activista y polemista cultural y mucho más. Alguien insoslayable para cualquier mapa cultural de su época, o menor dicho de sus épocas, dado que su carrera abarca aproximadamente sesenta años. Era una suerte de Jean Cocteau lituano. Nació el día de Nochebuena en 1922, en Lituania, pero terminó siendo ciudadano estadounidense luego de escapar de una Europa arrasada por el nazismo. Eso también es verdad pero inexacto, porque él siempre se consideró neoyorquino, y establecía una diferencia insalvable entre ser estadounidense y ser neoyorquino.
Mekas fue uno de los más grandes poetas cinematográficos de Nueva York, como también lo fue su admirado Joseph Cornell. Mekas escribió sobre Cornell en el Village Voice (donde tuvo una columna, Movie Journal, entre 1958 y 1971). "Hablando de belleza: Joseph Cornell es el auténtico poeta de la vida cotidiana, de la humildad, del film antiarte. (...) ¡Y cuánto amor hay en los films de Cornell! Amor a la gente, a las flores, a las niñas en verano, al arbolito inclinado en el rincón oscuro en donde no llega el sol."
Algo así podría decirse de muchas de las películas de Mekas, que han sido (con duraciones asombrosamente dispares) en su mayoría diarios cinematográficos autobiográficos. Como por ejemplo su extraordinaria película del último año del siglo XX, As I Was Moving Ahead Occasionally I Saw Brief Glimpses of Beauty (sería algo así como "Mientras avanzaba ocasionalmente vislumbré breves momentos de belleza"). Ahí, como lo hizo tantas otras veces, Mekas filmaba lo que quería. Es decir, lo que quería filmar y también a sus seres y objetos queridos: su familia, sus amigos, muchos bebés, plantas y, sobre todo, gatos, verdaderos chispazos de belleza peluda.
Mekas filmaba y exponía sus imágenes como quería y en ocasiones podía fragmentar cada secuencia incluso más que el más encendido Oliver Stone en Un domingo cualquiera. Mekas hablaba con la voz cascada, les tomaba el pelo a los denominadores comunes de las películas dominantes y colocaba al cine por encima de los hombres. Esa idea, sin embargo, era circular, engañosa: aunque uno vea la totalidad de este film de cinco horas o solo un fragmento, es muy difícil no alegrarse por pertenecer a la humanidad que, de tanto en tanto, propone y se permite estas experiencias, como las películas de Mekas.
Mekas ganó un premio importante en Venecia en los sesenta con The Brig, una de sus casi cincuenta películas; las cámaras de 16 milímetros y luego de video digital fueron su compañía casi permanente; fue influencia clave para muchos cineastas a los que abrió incontables caminos; fue y es insoslayable a la hora de hablar de Nuevo Cine, de Underground, de contracultura, de los años 60. Fue compinche de Allen Ginsberg y de Andy Warhol; Martin Scorsese se cuenta entre sus muchos admiradores. Y ese breve repaso en formato telegráfico es apenas empezar a abordar a alguien para quien estar activo era parte del secreto de la vitalidad.
Fue, además, uno de los fundadores de los Anthology Film Archives, porque desde hace mucho tiempo sabía que el cine también se defiende desde su preservación y difusión, señalando todo ese cine que todavía no conocemos. Esa categoría en la que, para mucha gente, todavía está la obra de Mekas, una obra que constituye un legado gigante y cargado de elementos de belleza pequeña, intersticial y fulminante. La belleza no tanto de las cosas sino la que está entre las cosas, en su interacción, como justamente, en términos tanto de precisión como de justicia, pedía Cocteau.
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