Murió el guionista Jean-Claude Carrière, aliado artístico de Luis Buñuel y gran maestro del cine del siglo XX
El guionista y dramaturgo francés Jean-Claude Carrière, conocido por sus colaboraciones con Luis Buñuel durante casi dos décadas, murió este lunes, a los 89 años.
Carrière falleció mientras dormía en su casa en París, un palacete escondido en un rincón insospechado de Pigalle, barrio de viñedos y luego de cabarets, que en un tiempo lejano albergó un prostíbulo y hasta el taller de Toulouse-Lautrec. Allí vivía rodeado de recuerdos, de fotografías —la escalera estaba presidida por una imagen del almuerzo en homenaje a Buñuel realizado en 1972 con Alfred Hitchcock, Billy Wilder y George Cukor, entre los asistentes- y de las obras de arte que coleccionaba. También de cientos de papeles que guardaba metódicamente en cajas de cartón, en los que anotaba una idea interesante, una frase memorable, los trazos de un posible personaje. Carrière no tenía miedo a la página en blanco: cuando este asomaba, abría uno de esos archivos, extraía una página al azar y dejaba que la suerte lo guiara. Un método heredado de los surrealistas, que tanto lo influyeron, del que se sirvió para sortear el frío dominio de la sensatez.
Con Buñuel las cosas no eran muy distintas. Para escribir los seis guiones que firmaron juntos, que darían lugar a películas como Belle de jour (1967), La vía láctea (1969), El discreto encanto de la burguesía (1972), El fantasma de la libertad (1974) y Ese oscuro objeto del deseo (1977), se sentaban cara a cara durante dos meses, lanzaban ideas al vuelo y se concedían tres segundos para decidir si eran buenas o malas, sin justificarse y con el instinto como único patrón. Su encuentro tuvo lugar en el Festival de Cannes de 1963, cuando Buñuel buscaba a un guionista para coescribir Diario de una camarera, con la que regresaría a Francia tres décadas después de La edad de oro. La complicidad entre ambos, pese a sus 30 años de diferencia, fue inmediata. Hasta el final de su vida, Carrière lo siguió considerando un maestro. “Durante muchos años, ante cualquier dificultad, me he seguido preguntando qué haría Buñuel. Un maestro de verdad lo sigue siendo después de morir”, aseguraba en una entrevista con EL PAÍS en 2015.
Juntos lograron transformar los códigos imperantes en la escritura dramática, todavía esclavos del teatro decimonónico. Carrière creía, por ejemplo, que los personajes tenían subconsciente. Un autor nunca debía tratar de controlarlos, sino permitirles que tomaran caminos incongruentes. Solía citar a Pirandello, que una vez respondió así a la actriz que le recriminaba las incoherencias de su personaje: “¿Y a mí qué me cuenta? Yo solo soy el autor...”. Una cita que le gustaba por su modestia implícita: Carrière, poco dado a hablar de sí mismo, rechazó varios honores, como el de entrar en la Academia Francesa, y tenía el Oscar honorífico que le entregaron en 2014 escondido en un armario de su comedor. “Tampoco es cuestión de exhibirlo”, se justificaba. En esa ocasión aprovechó, pese a todo, para reivindicar su oficio, que consideraba “menospreciado” en el séptimo arte. “Los guionistas son sombras en la historia del cine. A menudo, el guionista ha sido percibido como un desgraciado que aspira a corta las alas del director”, afirmaba. Guionista estelar, Carrière encarnó una excepción en el cine francés, tan marcado por el modelo impuesto por la nouvelle vague, donde el director siempre era el autor de la película.
Nacido en 1931 en Colombières-sur-Orb, a medio camino entre Montpellier y Toulouse, creció en un hogar humilde en el que se hablaba dialéctico occitano, en una casa de austeros viticultores que vivían “sin libros y sin imágenes”. La enfermedad cardiaca de su padre les hizo abandonar el campo y trasladarse a Montreuil, suburbio parisiense donde su familia administró un modesto café frecuentado por artistas y gitanos, que inspiraría su primera novela, Lézard (1957). Allí conoció al músico Joseph Reinhardt, hermano de Django, “el primer encuentro increíble de mi vida”.
El segundo sería Pierre Étaix, maestro del cine cómico francés y estrecho colaborador de Jacques Tati, quien le propuso adaptar las películas Las vacaciones del señor Hulot y Mi tío en formato de novela. Con Étaix, por su parte, ganó un Oscar al mejor cortometraje por Heureux anniversaire en 1962. Sería el comienzo de una larga carrera en la que acompañó a directores como Louis Malle (Locuras de una primavera), Jacques Deray (La piscina), Milos Forman (Valmont), Marco Ferreri (Liza), Jean-Luc Godard (Salve quien pueda, la vida), Andrzej Wajda (Danton), Volker Schlöndorff (El tambor), Nagisa Oshima (Max, mon amour), Patrice Chéreau (La carne de la orquídea) y Carlos Saura (Antonieta).
Ya en sus últimos años colaboró con Fernando Trueba (El artista y la modelo), Michael Haneke (La cinta blanca), Jonathan Glazer (Reencarnación), Julian Schnabel (Van Gogh: en la puerta de la eternidad), Philippe Garrel (Amantes por un día) y su hijo Louis (Amante fiel). Además, firmó las adaptaciones de La insoportable levedad del ser, a partir de la novela de Milan Kundera, que muchos consideraban imposible de llevar al cine, y Cyrano de Bergerac, en la versión de Jean-Paul Rappeneau que protagonizó Gérard Depardieu en 1990.
A esa lista de créditos en el cine, que abarcaba casi 150 títulos, cabe sumar su larga trayectoria en el teatro, en el que firmó textos como L’aide-mémoire, una obra escrita para Delphine Seyrig, o La controversia de Valladolid, con el debate de la herencia colonial como telón de fondo. Carrière hizo historia en el Festival de Aviñón de 1985 con Mahabharata, una obra épica de nueve horas basada en la mitología hindú, que consideraba su trabajo más difícil. Fue también el punto culminante de su colaboración con el director teatral Peter Brook, la más larga de su carrera, que duró 34 años. Recordaba que, tras el estreno en la ciudad provenzal, la gente le paraba por la calle. “Pero no me decían ‘bravo’, sino ‘gracias’, lo que siempre me parece sintomático de un éxito verdadero”, decía Carrière.
Sería el máximo exponente de su gusto por las culturas orientales, que se remontaba a los tiempos en que era un niño pegado a los atlas de geografía y los cómics de Las aventuras de Tintín, cuyos padres campesinos fueron lo suficientemente generosos como para dejarle colocar un buda en el belén navideño. Seguía trabajando con esa estatuilla presidiendo su despacho y, cada vez que volvía a la casa familiar en ese pueblo de 500 habitantes perdido en la montaña, lo saludaba colocando su frente contra la del líder espiritual. Casado con la escritora iraní Nahal Tajadod, Carrière fue también un gran adepto al yoga, que siguió practicando durante los últimos años, con la salud ya debilitada por una operación del corazón en 2015 que dejó entre la vida y la muerte a este guionista magistral, que contó con el talento de convertir los gusanos en mariposas.
Su último deseo consistió en que lo enterrasen en el cementerio de su localidad natal, a 250 metros de la casa donde nació, como el hijo pródigo que, tras descubrir el mundo y dejar en él su huella, termina por volver al hogar. “He estado en sitios mágicos con gente mágica. Seguramente no hay una vida después de la muerte, pero seguro que hay una vida antes de la muerte, y hay que construirla tan rica como podamos”, dejó dicho en el Festival de San Sebastián de 2011.
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