Murió Damiano Berlingieri, el entrañable proyectorista que vivió su propio Cinema Paradiso
Uno de los personajes más queridos de la industria del cine local, cuya vida se parece mucho a la de uno de los personajes centrales de la película de Giuseppe Tornatore, falleció a los 83 años
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“¡Tornatore, usted hizo mi vida!”, dijo en un italiano potente y musical, en el que todavía resonaba el acento de sus ancestros. Con un temblor imposible de disimular y un énfasis que solo pueden lograr los que nacieron con ese idioma, Damiano Berlingieri sintió emocionado, mientras sostenía el teléfono, que uno de los grandes sueños de su vida se estaba haciendo realidad. Del otro lado de la línea, desde Italia, lo escuchaba el director de Cinema Paradiso. “Y mi vida también, Damiano. Igual que la suya”, le respondió.
Había mucho más que confraternidad entre paisanos del sur de Italia (Berlingieri era calabrés y Giuseppe Tornatore nació en Sicilia) en la conversación. El más famoso de los dos debe haberse asombrado y hasta conmovido frente al relato de su interlocutor, un anónimo proyectorista que le contaba desde Buenos Aires que había pasado por la misma experiencia de vida del protagonista de su película más famosa.
A su manera, sin proponérselo, Damiano Berlingieri también supo ser famoso en su patria adoptiva. El último fin de semana, a los 83 años, se apagó la vida del más conocido y más querido de los proyectoristas de cine en nuestro país. Todo el mundo cinéfilo lo apreciaba y para el periodismo especializado era un personaje familiar y entrañable. Su templo estaba en un pequeño subsuelo ubicado a metros de la esquina de Ayacucho y Tucumán. Allí funcionaba el microcine Vigo, el más antiguo de Buenos Aires (hoy cerrado), en donde Berlingieri proyectaba películas a toda hora para cronistas y críticos.
“Despedimos a un trabajador incansable del mundo cinéfilo argentino, que acompañó al mejor cine durante la época del fílmico en 35mm”, dice el aviso fúnebre publicado en LA NACION con la firma de los herederos de don Vicente Vigo y los compañeros de trabajo de Berlingieri. Cada función era un nuevo viaje a un lugar y a un oficio que no existen más. Damiano enriquecía las funciones con anécdotas imperdibles, detalles de su actividad y recuerdos de una vida de película, que por suerte se animó a contar en un pequeño libro de memorias que todo cinéfilo de nuestro medio atesora, El otro paraíso.
Como Totó, el pequeño protagonista de Cinema Paradiso, Damiano cambió su destino gracias al cine. En su pueblo natal de Terranova di Sibari, un pequeño enclave mediterráneo de la provincia calabresa de Cosenza, logró por fin, cuando tenía ocho años, que el carpintero del pueblo, el señor Biscardi, aceptara su ayuda. El hombre transformaba por las noches su negocio en uno de los dos cines del pueblo y al pequeño Damiano esa vida lo deslumbraba desde que llegó por primera vez y vio Quo Vadis desde el mismo lugar en el que pasaría toda su vida.
Aprendió tan rápido el oficio que se encargó de las proyecciones cuando llegó a la adolescencia. “Las películas llegaban en rollos de 20 minutos y había pegarlos con acetona. No me importaba comer, no me importaba nada. Yo revisaba pegadura por pegadura. Todo tenía que estar perfecto. Al volver a casa, mi mamá me decía, ‘¡Vos y tus películas!’. Ellos no lo entendían, pero yo sí”, recordaría muchos años después. En las pausas entre película y película vendía caramelos y refrescos.
Damiano tenía 19 años cuando decidió seguir los pasos de un hermano que se había instalado en Buenos Aires. Contaba que a diferencia de sus paisanos tenía un oficio aprendido y estaba dispuesto a vivir de él en su nueva tierra. Así lo contó: “El gerente de una compañía de cine vivía al lado de la casa de mi tía, en Gerli, y me trajo a la calle Ayacucho, donde siempre estuvieron las distribuidoras. Yo le revisaba las películas que llegaban, pero quería estar en la cabina”. En la Argentina conoció a Edda Calabrese, italiana como él. “Cuando miro sus ojos veo la mejor de todas las películas”, dice de la mujer con la que tuvo dos hijos y que siempre lo esperaba despierto cuando volvía de la última función de trasnoche para escuchar de madrugada el argumento de la película que Damiano acababa de proyectar.
La primera oportunidad le llegó en un cine de la zona sur, el Select de Remedios de Escalada. Después pasó al San Martín de Avellaneda. En ese momento era la sala más grande de todo el continente, con 3000 butacas. “Tuve que pasar La Momia. Desde la cabina yo veía cabezas y cabezas y me sentía feliz, porque estaba entreteniendo a toda esa gente”, dijo. Desde ese momento no paró. Proyectaba y proyectaba películas en salas enormes o pequeños microcines.
En esas selectas funciones especiales, a las que asistían periodistas, directores, productores, actores y todo tipo de personalidades de la industria, Damiano acaparaba las conversaciones. Podía hablar de las más de mil películas que había visto y conocía al dedillo o explicar detalles desconocidos y pintorescos de su tarea. Junto a sus conocimientos también desplegaba su admiración hacia Raf Vallone, Silvana Mangano y Amedeo Nazzari, sus intérpretes preferidos.
A otro de sus ídolos de la pantalla, Marcello Mastroianni, pudo conocerlo en persona cuando vino a la Argentina en 1993 para filmar De eso no se habla, de María Luisa Bemberg. Hizo un par de breves apariciones en El poder de la censura, de Emilio Vieyra, y Despabílate amor, de Eliseo Subiela. También participó del documental Cine, dioses y billetes, una evocación de las salas de barrio ya desaparecidas. Pero su vida no estaba en la producción o la filmación de una película, sino en el simple arte de hacer que todo el mundo pudiese verla. Ni siquiera soñó con tener un cine propio. “No puedo dedicarle tiempo a una película. Tengo que atender todo el tiempo al proyector”, era su excusa predilecta.
Cuando pudo regresar a Italia y volvió al lugar en el que estaba el cine Turio de su infancia, Damiano recordó que gracias a ese deseo hecho realidad pudo escapar, no sin esfuerzo, al destino familiar. Sin el imán de la pantalla y del proyector hubiese sido agricultor. El cine lo tocó con su magia y él hizo magia cada vez que ponía en marcha la maquinaria de su oficio.
Después del cierre de Vigo, Damiano seguía dispuesto a compartir todo el tiempo sus recuerdos. Llamaba por teléfono a amigos y periodistas para conversar de cine y de otros tiempos recordados con nostalgia. “Cecil B. de Mille decía que el proyectorista era el segundo director. Yo lo siento así”, dijo una vez. Su pequeño paraíso era una cabina de proyección, el diminuto espacio de una vida de película que logró emocionar hasta a Giuseppe Tornatore.
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