Murió Carlos Saura a los 91 años, el último director clásico del cine español
El realizador de Cría cuervos, Peppermint frappé, Elisa, vida mía o Flamenco iba a recibir este sábado el Goya de honor; durante el franquismo luchó contra la censura mientras radiografiaba los males de España y conseguía un enorme reconocimiento internacional
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Carlos Saura falleció este viernes en Madrid por una insuficiencia respiratoria. Con su muerte poco después de cumplir 91 años —lo celebró el pasado 4 de enero—, desaparece el último clásico del cine español, que desde la ruptura y la libertad con la que impregnó su larguísima filmografía devino en referente del gran cine europeo de autor.
Fue, además, un artista con tanta curiosidad por diversas facetas de la vida, que a sus dramas secos, contundentes, una línea de exploración del ser humano, de las relaciones emocionales y sociales, y de las pulsiones familiares, que empezó en Los golfos (1960) y acabó con El séptimo día (2004), se sumó su pasión por los musicales que le llevaría de Bodas de sangre (1981) a El rey de todo el mundo (2021), del flamenco a la música mexicana, aunque también transitó por la jota, el tango, los fados o el folclore argentino.
Mañana sábado iba a recibir un Goya de honor, que se convierte así en un galardón póstumo. El premio lo justificó el presidente de la Academia, Fernando Méndez-Leite: “Por su extensa y personalísima aportación creativa a la historia del cine español desde fines de los años cincuenta hasta hoy mismo”.
El pasado 3 de febrero se estrenó Las paredes hablan, su último largometraje, un documental robusto sobre la evolución del arte en las paredes, desde las cuevas prehistóricas hasta el grafiti actual. Con él subrayaba la vigencia de la mirada de un creador en activo durante siete décadas: no habrá sido el cineasta más prolífico (aunque nunca dejó de trabajar), pero sí ha sido el más longevo. Su fallecimiento se ha debido a sus problemas respiratorios y al rápido declinar de su estado de salud, que desde el pasado año, tras un pequeño ictus y una posterior caída paseando a sus perros al final del verano, se había ido debilitando tras casi 90 años de vigor físico e intelectual.
Al final del confinamiento, en septiembre de 2020, Saura definía cuál era su talento: “La imaginación. He utilizado la imaginación para contar historias que me gustan y pienso que van a gustar a otros. Luego igual no les gustan, pero qué vas a hacer, no siempre aciertas. Solo el hecho de que te dejen contar tus propias historias, dar un paso adelante, es lo que he intentado toda la vida”. Saura veía mucho cine y lo explicaba con estas palabras: “Así aprendo lo que no quiero hacer. ¿Qué quiero hacer? No lo sé, lo que tengo claro es lo que no”. Se definía como “un ser afortunado, que ha dirigido unas 50 películas y que ha hecho el cine que quería. Y eso es un milagro”. Eso sí, enfrascado en su propia obra, alejado de las relaciones sociales y a veces hasta de sus propios hijos (tuvo siete con cuatro parejas), como mostraba Félix Viscarret en el documental Saura(s).
Si hubiera que resumir de manera sucinta el cine español, Saura conformaría con Luis Buñuel, Luis García Berlanga y Pedro Almodóvar el cuarteto de maestros, los motores que han impulsado la cinematografía nacional. En la casa de Saura en Collado Mediano, en la sierra madrileña, además de las innumerables fotos realizadas por él mismo, una de sus pasiones, está un retrato donde se le ve con Buñuel abrazándose entre risas. Con Berlanga compartió no solo décadas de trabajos coetáneos, sino también guionista, Rafael Azcona, que fue quien incluyó a José Luis López Vázquez en la filmografía de Saura.
El director, guionista y escritor obtuvo desde el inicio el reconocimiento de la crítica, del público y de los grandes festivales: Oso de Oro por Deprisa, deprisa y dos Oso de Plata a la mejor dirección en la Berlinale; dos veces Gran premio del jurado en Cannes, donde concursó en ocho ediciones; Concha de Oro de honor de San Sebastián; tres veces candidato al Oscar (dos por España y una por Argentina)… Por supuesto, en España alcanzó todo tipo de reconocimientos, desde el Nacional de Cinematografía a la medalla de oro de la Academia de cine y al mérito en las Bellas Artes. En marzo recibió la Biznaga de Oro del festival de Málaga de manos de Carla Simón, con lo que se reunían los dos últimos españoles vivos ganadores de la Berlinale. Y fuera ocurrió lo mismo, como el premio de honor de la Academia de cine europeo, diversos doctorados ‘honoris causa’ y galardones de variados certámenes por toda su carrera y su vida.
Esa vida se inició el 4 de enero de 1932 en Huesca. Su padre, abogado del Estado, se convirtió en secretario del ministro de Finanzas, y por eso la familia Saura se mudó a Madrid, y de ahí a Valencia y Barcelona, acompañando durante la Guerra Civil al Gobierno de la República. Carlos Saura era el tercero de los cuatro hijos del matrimonio; el primogénito, Antonio, se convertiría con el tiempo en uno de los pintores españoles fundamentales del siglo XX. Algunos de los primeros recuerdos del cineasta fueron los sinsabores de la Guerra Civil, como recordaba el año pasado al presentar el corto Rosa, rosae: “Ese cura, esos bombardeos, esos asesinatos, hacen que me identifique con el tema. Con el filme he exorcizado aquellos recuerdos. La Guerra Civil no ha sido aún convenientemente tratada en el cine. Si acaso, un poquito. Muchas mías hablan de aquellos años, cierto. Pero faltan. Mi miedo actual es que aquel enfrentamiento se vuelva a producir en España. Por los conflictos que hay entre los partidos, por la violencia que se expresa oralmente... Me da miedo. No hemos aprendido nada”.
De aquellos años recordaba el grito “¡Esa luz!”, para que las bombillas no sirvieran de guía a francotiradores o bombarderos enemigos. La expresión se oía en sus películas La prima Angélica y Dulces horas y dio título a una de sus novelas. También confesaba de aquel tiempo el dolor por la lejanía con su familia en su ir y venir (en uno de esos traslados, a Barcelona, descubrió el cine al ver películas de Walt Disney) y cómo acabada la contienda le enviaron a Huesca con su abuela y sus tías. “Nunca terminé de entender por qué de la noche a la mañana los buenos eran los malos y los malos los buenos”.
Asentados los Saura en Madrid en 1941, Carlos empezó a ir mucho al cine, a ver El prisionero de Zenda, Horizontes perdidos y en general cine de aventuras y filmes de Lana Turner y Loretta Young. Fue también la época en la que nació otra de sus pasiones, la fotografía. Con nueve años comenzó a retratar a una niña de la que se enamoró, y nunca dejó de hacer fotos. Siempre con una cámara al cuello a lo largo de su vida, en su casa de la sierra poseía una impresionante colección de cámaras, algunas de ellas restauradas por él mismo. También tenía a mano rotuladores y lápices para otra afición, la pintura. Al mezclar ambas artes, nacieron sus ‘fotosaurios’.
Sobre todas esas pulsiones, contaba: “Tengo una profesión muy extraña: hacer lo que me da la gana. Aparte de algunos años en los que las circunstancias me hicieron cumplir con tareas que me dieran para vivir, para cuidar a los hijos. Pero me gustan demasiadas cosas. Me hubiera gustado, por ejemplo, tocar un instrumento musical. No fue posible. Mi madre era pianista. Me gusta el chelo. Considero que el solfeo es el único lenguaje universal que hay”. Amante de la música, parte de su filmografía se centró en el baile; además, en sus títulos de ficción encajaba las canciones que le gustaban. “Con el tiempo, me han ido interesando cada vez más cosas. Esa disparidad de ahora que a veces me critican es lo contrario de lo que me reprochaban durante el franquismo, cuando me decían que no salía de lo mismo”.
Por la fotografía arrancó su carrera artística. Saura logró el puesto de fotógrafo oficial del festival de música y danza de Granada, y de teatro de Santander, y en noviembre de 1951, con 19 años, expuso en la Real Sociedad Fotográfica de Madrid, y participó en exposiciones colectivas del grupo Tendencias, junto a su hermano Antonio. En ese momento ya había rodado un documental en 16 milímetros sobre la pradera de San Isidro y su relación con Goya, que nunca montó.
Empezó a estudiar Ingeniería industrial, que abandonó al poco para ingresar, impulsado por su hermano, en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas de Madrid (IIEC), donde obtuvo el diploma de Dirección cinematográfica. Allí coincidió con Julio Diamante, Jesús Fernández Santos y Eugenio Martín, y como estudiante de la escuela fue a las Conversaciones de Salamanca de 1955, que pusieron patas arriba el cine español. Al año siguiente se casó con Adela Medrano y en 1957, licenciado del IIEC, viajó a Montpellier a un encuentro de cineastas iberoamericanos, y así descubrió el cine de Luis Buñuel. “La huella que en mí ha dejado la obra de Buñuel es definitiva. Es la primera vez que vi reflejado en la gran pantalla la esencia de nuestro futuro cine: el humor, pero un humor indirecto, amargo y sin chiste […]; un profundo amor hacia aquellos seres que la sociedad suele repudiar, y la lucha que Buñuel mantiene constantemente contra la hipocresía y la mentira”.
El documental Cuenca (1958) llamó la atención con su premio en el festival de San Sebastián, y su primer largometraje, Los golfos (1960), rodado cuando solo tenía 27 años, producido por Pere Portabella y coescrito por Mario Camus, logró un recorrido internacional con su cenit en Cannes, donde Saura conoce personalmente a Buñuel. Es también el arranque de su dolorosa relación con la censura franquista, que le prohibió varios guiones, retrasó el estreno de muchas de sus películas y siempre le tuvo bajo su punto de mira.
Tres largos después llegaría La caza (1966), el inicio de su colaboración con el productor Elías Querejeta y Oso de plata a la mejor dirección en el festival de Berlín. Saura confesaba: “Algunos dicen que es mi mejor película. Está bien, pero no lo creo. A veces siento la necesidad de que la violencia salga en mis películas, depende de mi momento anímico. Es verdad que La caza puede considerarse una metáfora de la Guerra Civil. Pero la que más corresponde a ese episodio es ¡Ay, Carmela!”.
Con Querejeta llegaron trabajos poderosos como Peppermint frappé (1967), El jardín de las delicias (1970) —retenida siete meses por la censura—, Ana y los lobos (1973), La prima Angélica (1974) —la censura prohibió el guion en dos ocasiones, y a la tercera, y una vez filmada, la vieron seis ministros antes de darle la aprobación definitiva-, Cría cuervos (1976) -su primer guion en solitario—, Elisa, vida mía (1977), Mamá cumple 100 años (1979) —continuación de Ana y los lobos— y Deprisa, deprisa (1981) —su apertura a los problemas de la juventud de aquella época—. Es un cine espléndido, sin igual, de un estilo seco, directo, a ratos casi abstracto y desde luego fiel reflejo y cartografía de los males que enfermaban España. Es también una época marcada por su emparejamiento con Geraldine Chaplin y la consolidación de Saura como mito del cine europeo.
En 1981 comienza su otra gran línea creativa en el cine, la musical, con Bodas de sangre: “El baile me ha dado una dimensión diferente. La primera película en ese aspecto fue Sevillanas… Elías Querejeta me dijo: ‘Te has equivocado brutalmente. Ten cuidado con lo que haces’. Un francés me previno: ‘Vaya, Saura, ¿vas a hacer ahora una españolada? Estás perdido…’. El baile, sobre todo el flamenco, tiene algo mágico. Ningún baile del mundo es tan claro y evidente, sobre todo en la mujer: levanta las manos y ahí está, en sus dedos, el propio cielo, el aleteo de las palomas. De cintura para abajo es la tierra, patapán, patapán… He estudiado eso con los gitanos por el mundo entero, de Rajastán a la India… Han ido por todas partes y han adaptado las músicas que había por ahí”. Completaría la trilogía con Antonio Gades con Carmen (1983) y El amor brujo (1986).
Así Saura entraba en su época más ecléctica, en la que a inmersiones musicales como Sevillanas (1992), Flamenco (1995) —donde comienza su colaboración con el director de fotografía Vittorio Storaro, que da unidad a los bailes— o Tango (1998) se unen El Dorado (1988) en su estreno, la película más cara del cine español—, La noche oscura (1989) —en contraposición, un filme intimista sobre san Juan de la Cruz—, ¡Ay, Carmela! (1990) —su retorno a la coescritura con Azcona, un éxito de taquilla y ganadora de 13 premios Goya, entre ellos dirección y guion—, ¡Dispara! (1993) —en ella inicia su relación con la actriz Eulalia Ramón, con la que se casó en 2006, y madre de su hija pequeña, Anna—, Taxi (1996), Pajarico —con la que rememora a su familia murciana—, Goya en Burdeos (1999) —homenaje a su admirado pintor—, Buñuel y la mesa del rey Salomón (2001) —inspirada en su amado Buñuel y el ambiente de la Residencia de Estudiantes— o El séptimo día (2004).
Además, Saura ha dirigido teatro, musicales, ópera y sus fotografías se han visto en numerosas exposiciones. Desde ese 2004 su cine ha sido eminentemente musical, con incursiones en cortometrajes a la Guerra Civil y al mundo de Goya. Sus nietos fílmicos, creadores como Carla Simón, Paco Plaza o Carlos Vermut, reivindican su trabajo como no lo hicieron generaciones precedentes. En 2009, a Diego Galán, Saura le apuntó: “Mario Camus me dijo que en el fondo no era tan malo que en este país se criticara cruelmente el trabajo de los demás, porque de esa manera no te puedes quedar dormido”.
“Me gusta la vida en cada momento; pocas veces miro hacia atrás”, decía. Y eso explica que sea uno de los pocos maestros del cine que no filmara una película crepuscular, una revisión sobre su carrera o su infancia. Nunca afrontó la muerte, porque nunca estuvo en sus planes fallecer. Saura se va con una serie de televisión y un largo en proyecto, en activo. Como él quería.
EL PAISTemas
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