Muerte en Venecia, el film de Luchino Visconti que marcó un descenso a los infiernos para su angelical protagonista
La película, que fue estrenada hace 50 años en los cines argentinos, oculta un oscuro secreto en la relación que unió al director italiano con el joven actor Bjorn Andrésen
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La adaptación que en 1971 concretó Luchino Visconti sobre una novela de tan sólo 122 páginas de Thomas Mann es una de las más extraordinarias obras de un director definitivamente excepcional. Así, hace exactamente medio siglo, Visconti conseguía con Muerte en Venecia una de las mejores traslaciones de un libro a la pantalla grande y resumía en su poco más de dos horas de metraje los aspectos esenciales de la obra de Mann: una honda meditación sobre la belleza en su acepción platónica, la decadencia de la carne, el vacío de la existencia en la lucha entre el deseo y lo prohibido, y también una mirada al fin de esa aristocracia europea a la que el propio realizador pertenecía.
El film celebra su cincuentenario desde su estreno, el 1° de marzo de 1971 en Londres; el 23 de mayo de ese mismo año tuvo su presentación en Cannes, donde obtuvo el premio especial por los 25 años del festival; y llegó a la Argentina un 28 de julio, al cine América, sumando más de 74.000 espectadores hasta su octava semana, cuando abandonó su sala de estreno y pasó al cine Biarritz de la calle Suipacha. Además de ser premiado en Cannes, obtuvo una nominación al Oscar por el vestuario de Pietro Tosi: el memorable vestido de lino blanco de Silvana Mangano es una de sus creaciones, como lo son los trajes de Dick Bogarde confeccionados por el sastre Umberto Tirelli.
Muerte en Venecia, además de representar la corrupción moral en un entorno dominado por el mal como una constante poética del director, también será el segundo eslabón de la denominada “Trilogía alemana” junto con La caída de los dioses (1969) y Ludwig (1973), así como otra de las obras sobre las que se señalará su “decadentismo”, definición que pareciera acompañar cualquier aproximación a su cine.
“He sido frecuentemente acusado de decadente. Tengo de la decadencia una opinión muy favorable, como la tenía también, por ejemplo, Thomas Mann. Estoy embebido de dicha decadencia. Mann es un decadente de la cultura germana, y yo de la cultura italiana. Lo que siempre me ha interesado es el examen de una sociedad enferma”, declaraba el realizador sobre su película, que enmarcaba la historia de un compositor que, luego del fracaso de su último estreno, se dirige a Venecia para reposar su malograda salud encontrándose con el deslumbramiento de la belleza encarnada en un joven llamado Tadzio, mientras en la ciudad una epidemia se disemina en silencio, oculta, para no espantar a los turistas
¿Cual sería la mirada del propio autor sobre su texto? La rescata Roman Karst en su libro Thomas Mann, historia de una disonancia: “Es una historia acerca de la muerte en cuanto fuerza tentadora y antimoral, una historia sobre el deleite de la decadencia. Pero el problema fundamental que yo tenía en mente era el de la dignidad del artista, siendo mi intención escribir, en cierto modo, la tragedia de la genialidad”, señalaba Mann. La decadencia expresa así la síntesis del relato, donde la fascinación por la belleza se hace presente. Junto a Muerte en Venecia, los otros dos libros que siempre acompañaban al director –en ediciones en papel biblia y bellamente encuadernados en cuero– eran En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, y Los monederos falsos, de André Gide.
Pero entre las 76 páginas del libro y las 66 del guion escrito por Visconti y Nicola Badalucco subyacen profundas diferencias con el original; fundamental entre ellas, la profesión de Gustav von Aschenbach que de escritor pasa a compositor, junto con varios elementos que la novela observa y el film omite, como el paseo de von Aschenbach por Munich; la llegada a una isla cercana a Istria, y aspectos fundamentales de su vida pasada. Por el contrario, el vínculo con Tadzio será respetado minuciosamente y serán agregadas diversas escenas que construyen un perfil de von Aschenbach muy diferente al que presenta la novela sustentándose en fotos familiares y en sus recuerdos.
En busca de la belleza perfecta
Así como Lucía Bosé fue descubrimiento y musa de Visconti, el hijo que la famosa estrella tuvo con el torero Luis Miguel Dominguín convertirá en padrino al conde italiano. Será una figura presente con su ahijado, al que acompañará en paseos por el parque y regalará libros, a excepción de una vez en la que le obsequió una cámara de fotos, tal como recordaba Miguel Bosé ya convertido en un ícono de la escena española. Pero la relación con el pequeño Miguel incluye la búsqueda de un rostro para Tadzio, porque Visconti encontró en aquél adolescente de 14 años al efebo perfecto para el ideal pagano de la belleza absoluta que necesitaba. Cuenta la leyenda que el torero se opuso rotundamente a que su hijo se viera envuelto en una historia con ribetes homosexuales. Dos años después Miguel Bosé entrará en el mundo de la música y pocos años más tarde el tema “Mi libertad” lo consagraba tanto en España como en América Latina.
La negativa a su participación en Muerte en Venecia obliga a Visconti a un largo peregrinaje en busca del rostro ideal. Tamaña búsqueda se extiende por la antigua Europa del Este e incluye un documental del propio realizador Alla ricerca di Tadzio, cuyas imágenes devuelven su paseo por una nevada Budapest. “Tadzio es descripto por Thomas Mann como un joven rubio y de ojos claros. Pero en Budapest Visconti encontró jóvenes de cabellos castaños y ojos oscuros”, relata la voz en off de su propio trabajo, suerte de backstage de esa búsqueda insaciable.
A Tadzio lo encontrará en un frío febrero en Suecia, luego de seis o siete muchachos que se presentaron para una prueba. Pero Visconti quería estar seguro y el casting continuó con decenas de aspirantes. “Que bello. Dile que se quite el pullover”, dirá Visconti a la intérprete cuando el joven Björn Johan Andrésen aparece en la sala. Sin embargo, el realizador de Rocco y sus hermanos continuará en Helsinki con la búsqueda aunque volverá sobre sus pasos para que Andrésen encarne el ideal de belleza apolínea. Con todo, Visconti visita Varsovia y las imágenes devuelven las impresiones de un nevado y reconstruido centro histórico y suma sus reflexiones sobre los cambios de la juventud polaca luego de la Segunda Guerra Mundial. El documental finaliza con una aciaga premoción: “… y allí estará también Tadzio. ¿Por qué seguir llamándolo Bjorn Andrésen? Se llama Tadzio ahora. Tadzio, y basta”.
El drama de la película superó los límites de la representación y se instaló como una llaga en su juvenil protagonista. Andrésen, contra lo que se cree, no tuvo gracias a Visconti su primer acercamiento al cine porque previamente había desempeñado un papel de reparto en la película Historia de amor sueco, de Roy Andersson, un relato sobre un romance de verano que le hizo ganar a su director varios premios en el Festival de Berlín y a la productora varias ventas internacionales dos años más tarde, cuando todos repararon que su elenco tenía al bello joven del cual todo el mundo hablaba. Pero hasta ese momento nadie se había detenido en su rostro como lo hizo Visconti en aquél febrero.
“El chico más hermoso del mundo”, lo definió en la rueda de prensa en el Festival de Cannes donde Andrésen comenzaba su lento descenso a los infiernos. Pero pasaría medio siglo hasta que se conociera qué había sucedido con “el chico de Muerte en Venecia”, tal como el público definió el impacto de un rostro que hizo olvidar un nombre. El documental The Most Beautiful Boy in the World de Kristinaa Lindström y Kristian Petri –estrenado en la pasada edición streaming del Festival de Sundance- rescata el derrotero de un casi irreconocible Andrésen y además permite conocer detalles ocultos del vínculo del entonces quinceañero con el maestro del cine italiano.
“Me miraban con descaro, como si fuera un plato apetecible. No podía reaccionar, habría sido un suicidio social. Fue el primero de muchos encuentros de este tipo. La gente no comprende el efecto que esto puede tener en un chico”, relata cuando rememora la fiesta gay que siguió a la presentación de la película en Cannes y de la cual sólo recordaba las paredes de terciopelo rojas. Siguió un contrato en Japón, donde tenía tantas apariciones que difícilmente podría descansar: “Me dieron dos o tres pastillas rojas que estaban destinadas a hacerme sentir mejor”, dice Andrésen en el documental, que en un par de días llegará a los cines británicos, sobre cómo conoció las drogas y luego probó sin suerte, ser reconocido en el mundo de la música. Su vida nunca fue como antes y el film lo muestra sobreviviendo en un sucio y diminuto departamento.
La máscara de Mahler
Muerte en Venecia se rodó durante largos seis meses, entre las 9.30 y las 18, con un promedio de repetición de cinco tomas por cada escena (en algunos casos fueron incluso nueve), hasta conseguir el efecto deseado por el realizador. Si bien reparte escenas por la ciudad de Venecia su gran escenario es el Hotel des Bains, donde también transcurre la novela, y que –aprovechando que se encontraba cerrado porque era invierno- fue restaurado para recrearlo exactamente como hubiese sido en aquél 1911 que enmarca la acción, convirtiéndose en el principal set de filmación de una producción que Visconti desarrolló por su cuenta gracias a las ganancias obtenidas con La caída de los Dioses. “Tuve la idea de hacer el film con música de Mahler porque supuse que eso era lo que Mann hubiese querido”, declaró el director. “No sólo di a mi héroe, convertido en víctima de un desorden orgiástico, el nombre del gran músico, sino que también le puse en cierto modo la máscara de Mahler al describir su aspecto exterior”, confesaba mucho antes Thomas Mann a su amigo el pintor Wolfgang Born.
La escena final de la película consigue esa amalgama indisoluble entre realizador y escritor de la mano del maravilloso “Adagietto” de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler, que por otra parte acompaña el gran trabajo de Dick Bogarde desde el comienzo del film señalando el sino excelso y trágico de ese arribo a Venecia. El desenlace, una de las mejores escenas de toda la historia del cine, ocurre en la playa de Lido cuando Gustav von Aschenbach, enfermo y débil, llega a la arena y desde una reposera mira al impecable Tadzio jugando en la orilla para luego adentrarse en el mar. El deterioro del músico es tan visible como las gotas de sudor manchado que surcan su maquillado rostro en la búsqueda imposible de una juventud evaporada. Una muerte en la contemplación de la belleza en un mundo de las apariencias que también sucumbe y se corroe. Sensaciones que trascendieron la pantalla en un jovencito de tan sólo 15 años que, medio siglo después, con la piel ajada y los ojos tristes, recuerda y revela que la película se convirtió en el espejo de su propia existencia cuando la búsqueda de la belleza imposible concretó una perfección plástica en imágenes que significó la gloria del cine y el ocaso de una vida.
Muerte en Venecia, de Luchino Visconti, está disponible en xiclos.com
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