Moonage Daydream: conmovedora aproximación al apogeo de un artista con halo de deidad
El imperdible film documental de Brett Morgen se estrenó en la Argentina este viernes, y tendrá algunas funciones en salas selectas durante los próximos días
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Moonage Daydream (EE.UU. / 2022). Guion, edición y dirección: Brett Morgen. Producción musical: Tony Visconti. Sonido: Paul Massey. Duración: 135 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
Cerca del inicio de Moonage Daydream, una chica de unos catorce o quince años llora desconsoladamente en la calle. Es una “Bowie Girl”, repleta de prendedores con la cara del cantante. El año probablemente sea 1973. “No pude verlo, me dijeron que iba a salir por aquí y nunca apareció”, dice entre lágrimas. “¿Cómo es él?”, pregunta un entrevistador. “He’s smashing!”, responde con repentina firmeza (la traducción “es impactante” no le hace justicia). Otra “Bowie girl” con el peinado de Ziggy Stardust llega resplandeciente de felicidad: “Le besé la mano. ¡Pude besarle la mano!”, grita.
Unos momentos antes, este film del documentalista Brett Morgen (Cobain: Montage of Heck) había comenzado con una cita de David Bowie parafraseando a Nietzsche acerca de la muerte de Dios y la elevación de los hombres al lugar de deidades. Si se puede identificar un arco narrativo en esta película caleidoscópica, es la conversión de Bowie en un dios del glam rock en su país, el reencuentro con su humanidad y el reseteo de su creatividad en una ciudad desconocida, y su posterior transformación en otro tipo de dios en la aldea global. Y todo eso sucede un período que no abarca mucho más de una década.
Bowie puso al ídolo del rock entre comillas. Rompió con la cansada noción de autenticidad, de que el artista sube al escenario para desnudar su alma, y colocó en ese lugar la exhibición de la representación. Se volvió una estrella de rock haciendo de una estrella de rock: el marciano Ziggy Stardust (un personaje inspirado por la novela Forastero en tierra extraña, de Robert Heinlein) que llegaba a la Tierra para anunciar su destrucción y se convertía en un mesías al tocar sus canciones “de oscuridad y desgracia”. Bowie fue el primer “rock god” plenamente consciente de que ese lugar era una máscara, una fantasía, que su persona era una construcción.
No solo deconstruyó su rol sino también su género: si bien el aspecto que tenía en 1972 está ya normalizado justamente por su propia influencia, en ese momento un varón con el pelo naranja, maquillaje, un kimono que parecía una minifalda y plataformas de 15 centímetros no era un varón y mucho menos una mujer. Este alien andrógino le dijo a una generación: “No hace falta que seas quien te dicen que sos: podés inventarte a vos mismo”. Así se volvió el músico más popular en Gran Bretaña desde los Beatles. Esa noción totalmente contemporánea de la identidad y el género (sumada a un extraordinario último disco) es quizás la razón por la que, tras la exposición provocada por su muerte y que una nueva generación tomara nota de su obra, Bowie alcanzó una repercusión que no tenía desde hacía tres décadas.
La película se concentra en el período glam, pero no como una investigación granular de la música, las influencias o personalidad del cantante sino, más bien, como un asalto sensorial bajo la forma del caos y la superposición que apuesta a mostrar antes que a explicar. En un collage de imágenes de archivo que combina documentales previos (como Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, de D.A. Pennebaker, o Cracked Actor, de Alan Yentob), metraje hasta ahora desconocido (en particular unas filmaciones en Bangkok que parecen outtakes de Blade Runner), fragmentos de películas y otros artefactos culturales, Morgen construye una experiencia particular e inédita del arte de Bowie.
Ciertamente no se trata de un documental convencional, tampoco es un concierto filmado; es más bien un ensayo audiovisual con rasgos de ambos que funciona tal como el pensamiento a la deriva, encontrando conexiones entre las cosas: un tema de Ziggy Stardust lleva a Aleister Crowley, a Un perro andaluz, a El gabinete del Dr. Caligari, a William Burroughs y a otro tema de Ziggy. Ningún “experto” nos explica la influencia del expresionismo alemán o el surrealismo en la estética de Bowie, sino que el fluir de las imágenes exhibe el caldero cultural donde se forjó.
A pesar de que la forma es fragmentaria y recombinatoria, se puede seguir una narración cronológica con tres grandes momentos: el ascenso y ascenso de Ziggy; luego la reclusión de Bowie, la mayor estrella del rock inglés, en un departamento de tres ambientes en el barrio turco de Berlín y, finalmente, los megatours internacionales de los 80 que lo volvieron una figura global. Como sucede en todo documental, incluso uno muy atípico como es éste, el recorte es inevitable. No tiene sentido enumerar todo lo que falta porque aquí no existe la pretensión de una mirada totalizadora: éste es el Bowie que le interesa a Brett Morgen, que claramente es el que existió entre Space Oddity (1969) y Let’s dance (1983).
Ni siquiera es un grandes éxitos, ya que no está la icónica interpretación de “Starman” en Top of the Pops que disparó su fama, no se menciona su período soul (ni se nombra o muestra ningún disco), ni existe ningún otro músico en su historia salvo Brian Eno. Tampoco están los videos que se viralizaron recientemente, como cuando en 1983 cuestionó en el aire de MTV que MTV no difundiera artistas negros, o como cuando en 1999 le explicaba a un entrevistador condescendiente e incrédulo exactamente como funcionarían las redes sociales dos décadas más tarde. Igual, todo esto puede encontrarse ahora mismo en Youtube.
Esta es la primera película acerca de Bowie que cuenta con la aprobación de sus herederos y con acceso a su archivo personal. Sin embargo, la cantidad de material desconocido, en particular para un fan vitalicio, no será especialmente llamativa. Sí, en cambio, sorprende la remasterización sonora de algunas presentaciones clásicas, que suenan mejor que nunca. La única voz que se escucha en todo el film es la de Bowie durante diferentes entrevistas, en on y en off. Su extraordinario tono a veces es un artefacto sonoro más. Otras veces, las entrevistas revelan a un analista muy lúcido de nuestra cultura. Y otras más, presentan a un personaje que acaso no conocíamos: un buscador permanentemente insatisfecho cuyo mayor interés es ser un mejor artista, un solitario inagotablemente curioso que persigue una continua dislocación para producir una obra interesante.
La película sugiere que mientras Bowie se mantuvo en ese lugar, saltando de Londres a Berlín, del glam al minimalismo, del rock al cine y al teatro, fue el músico más relevante de los años setenta. Cuando dejó de sentir la insatisfacción de una falta y encontró la comodidad de ser una megaestrella no grabó otro disco importante, al menos hasta que la enfermedad volvió a descolocarlo. Se podrá argumentar que quedan grandes momentos que la película ignora, pero eso deja la puerta abierta para otras. Esta no es la biografía definitiva de un dios del rock, sino la experiencia de encontrarse cara a cara con uno en la cima de sus poderes.
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