A tiempo para el centenario de su nacimiento se publica Mi vida con Miss G., los recuerdos de Mearene Jordan, primero empleada doméstica, luego asistente personal y por último mejor amiga de la estrella de Mogambo y La noche de la iguana
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MADRID.-Durante su casi medio siglo de carrera, Ava Gardner (Grabtown, Carolina del Norte, 1922-Londres, 1990) amó, se peleó, lloró y rió, sufrió, disfrutó y, obviamente, actuó. Fue una estrella, luchó contra ataduras y normas, hizo lo que pudo contra los malos guiones que, por contrato con los estudios, tuvo que rodar, e incluso huyó a Europa para alejarse de los convencionalismos. Y siempre, a su lado, estuvo Mearene Jordan, su criada en sus inicios, más tarde su asistente, y finalmente su mejor amiga. En definitiva, su confidente, la mujer que vio y escuchó los secretos de Gardner —publicitada por Hollywood como el animal más bello del mundo—, y los guardó durante décadas. Hasta 2012, cuando a los 90 años (solo era 11 meses mayor que la actriz) publicó Mi vida con Miss G., que ahora aparece en castellano en España editado por Notorius, en conmemoración por el centenario del nacimiento de la protagonista de La noche de la iguana, Mogambo o Fiesta. Aunque el libro fue lanzado por el Museo Ava Gardner, su amiga decidió poner por escrito todo lo vivido para que el lector pudiera entender a Gardner, para ella Miss G., y descubriera que más allá de las borracheras y amoríos habitaba una actriz que soñaba con ser libre.
Mearene Jordan, Rene para los amigos, nació en un barrio humilde de San Luis, y Ava Gardner, en un pequeño pueblo a 13 kilómetros de la ciudad de Smithfield (en la que se encuentra el museo de la actriz), volcado en la agricultura. Más allá de la principal y evidente diferencia, que Jordan era afroamericana, ambas crecieron en familias numerosas, con estrecheces y con padres volcados en sacar adelante a sus vástagos. Jordan se fue de casa a los 16 años, y se mudó a Chicago para ganarse la vida en lo que fuera: niñera, en el guardarropa de clubes nocturnos, fábricas de costura.
Acabó instalándose en Los Ángeles, donde era más fácil conseguir trabajo. Una de sus hermanas, Tressie, había sido criada en la casa del matrimonio Artie Shaw-Ava Gardner, y cuando intuyó que la relación se desmoronaba, recomendó a Rene para cuidar de la actriz en su nuevo apartamento. Gardner llevaba un lustro en Hollywood y el divorcio con Shaw, en 1946, ya era el segundo que encaraba. Con solo 24 años tenía dos exmaridos y un montón de pequeños papeles en los que poco había podido demostrar. Esperaba su oportunidad mientras cobraba un magro salario del que además empezó a salir el sueldo de Jordan. La autora escribe al verla antes de la conversación en la que fue contratada: “Delgada como una caña de bambú, pero con unas curvas evidentes, el pelo recogido en un pañuelo rojo, el rostro ovalado, un hoyuelo en la barbilla, los ojos verdes centelleantes y una sonrisa cálida y maravillosa”. Jordan aceptó el trabajo y muchas noches durmió en el sofá cama del salón de aquel pequeño departamento.
La carrera de Gardner mejoró gracias al estreno de Forajidos aquel 1946, aunque tuvo que batallar, y mucho, contra el contrato leonino que la ataba a MGM. Jordan describe su talento interpretativo como muy superior al mostrado en pantalla, y a la vez subraya su candidez para los negocios, su mala elección de compañías masculinas, y su fiereza a la hora de que su asistente entrara con ella en alojamientos y restaurantes: vivían en un Estados Unidos marcado por las leyes segregacionistas, absolutamente racistas. “Ava era como mi guardaespaldas”, escribe.
La autora es testigo privilegiada del ascenso al Olimpo de Gardner, de la amistad con Gregory Peck y Charles Laughton (ambos reconocen el potencial de la actriz y la animan), de sus trabajos en Venus era mujer o El gran pecador, hasta que a inicios de los años cincuenta alcanzó el estatus de estrella. “Nunca cultivó su talento [...]. No tenía ambición y le faltaba confianza. Dejó huella porque siempre se interpretaba a sí misma. Era un talento natural”, dice en el libro su amiga. Es curioso cómo a través de las páginas de Mi vida con Miss G. Jordan levanta acta de las relaciones amorosas de su jefa. Por un lado, acaba confirmando que el gran amor de su vida fue Frank Sinatra, y que aunque solo estuvieran casados de 1951 a 1957 (empezaron a salir en 1949), Sinatra estuvo pendiente de ella hasta el final de sus días, ya como amigo. Ella a su vez había luchado por resucitar la carrera del cantante cuando a inicios de los cincuenta nadie le contrataba. Ni Sinatra ni Gardner salen beatificados en las páginas: ambos son pendencieros, borrachos, tormentosos, celosos... adjetivos que pudren una relación. Las tres veces que se quedó embarazada decidió abortar: nunca lo consultó con Sinatra, pero el cantante ya tenía tres hijos y ella no poseía instinto maternal: “Y un bebé la podía dejar sin trabajo”.
Como un bicho raro queda dibujado el magnate Howard Hughes, millonario emprendedor obsesionado con acostarse con Gardner, y como un tipo de la peor calaña aparece George C. Scott, el actor al que se enganchó emocionalmente la actriz y que se dedicaba a darle palizas constantemente. Jordan habla muy bien de Luis Miguel Dominguín y no tanto del otro torero que se cruzó en la vida de la estrella, Mario Cabré. Y se ríe de multitud de actores, compañeros de reparto de Gardner, que alardearon de haberse acostado con ella cuando esos escarceos nunca ocurrieron.
Gardner en España
A España llegó por el rodaje en la Costa Brava de Pandora y el holandés errante, mala película que, sin embargo, prologó la racha que convirtió a Gardner en diva: Magnolia, Las nieves del Kilimanjaro y Mogambo —su única candidatura al Oscar—. Finalmente, durante el rodaje de La condesa descalza (1954), se mudó a Madrid. Jordan habla de España con cariño y describe las fiestas perpetúas, el horror que ambas sentían al ir a los toros, su mala vecindad en su segunda casa con Juan Domingo Perón y su amistad con Hemingway.
Por supuesto, hay también mucho cine: reflexiones sobre los guiones, disquisiciones sobre la forma de trabajar de, por ejemplo, John Huston, George Cukor o Stanley Kramer, aceradas anécdotas vividas en los rodajes de La maja desnuda, La hora final, 55 días en Pekín o Siete días de mayo. Jordan se detiene sobre todo en La noche de la iguana, “la película más afortunada que realizó Miss G., y hasta se podría argumentar que su mejor papel en el cine”. De los 37 episodios del libro hay cinco centrados en este drama, un volcán de sentimientos delante y detrás de la cámara. Acabada aquella filmación, Gardner se trasladó a Londres, donde comenzó el declive de su carrera con tan solo 44 años.
También hubo enfados entre ambas: en una de esas broncas, Jordan se mudó de Madrid a París y trabajó como asistente de Gene Kelly. Volvió, aunque ya más como amiga y ayudante: el papel de criada quedó para una colombiana, Carmen, que acompañaría a Gardner hasta el final de sus días en Londres. Jordan estudió para esteticista, se casó y se divorció, volvió a Londres con Gardner y finalmente abrió un salón de belleza en Sacramento en 1975, ciudad en la que falleció en 2014. La estrella se quedó en la capital británica. Rene la siguió acompañando en los viajes laborales.
Tras acabar la miniserie El largo y cálido verano (1985), Gardner sufrió un infarto cerebral del que nunca se recuperó por completo, por mucho que hiciera ejercicio (siempre le gustó, especialmente nadar, y durante los rodajes procuraba no beber, comer frugalmente y dormir mucho). En verano de 1989, pasaron sus últimos meses juntas preparando la autobiografía de la actriz. Ahí le confesó —y Jordan lo transcribe en el capítulo postrero del libro, que titula La última carcajada— que se arrepentía de no haber intimado más con Winston Churchill, uno de sus héroes. Medio año después, el 25 de enero de 1990, con 67 años, una neumonía derrotó al cuerpo de Gardner.
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