Fue el padre de la commedia all’italiana y recreó con maestría a personajes errantes; este mes se cumple otro aniversario de su muerte, que fue tan increíble y épica como si se tratara de una última escena
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Nadie lo vio venir, ninguna persona pudo anticiparse a semejante final, pero cuando el director italiano Mario Monicelli realizó en 2008, su último trabajo, Vicino al Colosseo... c’è Monti, estaba escribiendo su carta de despedida. Un documental de poco menos de 20 minutos, donde el padre de la Commedia all’italiana, tal como se lo conoció en el mundo, dejaba un registro de lo que vivía a diario a sus 93 años, cuando aún veía. En tal corto, hacía su habitual recorrido de cada día por el barrio que había elegido para pasar el final de su vida, Monti, en pleno centro de Roma, a metros del Coliseo y donde el verano se vuelve una incesante peregrinación de turistas. Atrás habían quedado sus inolvidables películas, sus amantes y su mirada sobre la Italia de posguerra. En su presente brillaba lo cotidiano, lo vano, sus vecinos ancianos que se pasaban sus horas jugando a las cartas, atendiendo sus negocios o revalidando con orgullo la edad que indicaba el documento. Y fiel a su historia, Monicelli lo presentó ese mismo año en el Festival de Cine de Venecia, ante la admiración de los que entendían su legado. Esa tarde, para sus adentros, el cineasta habrá dicho: “Esto fue todo, no tengo más para darles”.
Monicelli murió dos años después, el 29 de noviembre de 2010, a sus 95 años, al tirarse por la ventana del quinto piso del Hospital San Giovanni en Roma, donde estaba recibiendo un tratamiento por un cáncer de próstata en fase terminal. Estaba casi ciego y aprovechó que estaba solo en la habitación para ponerle punto final a su vida. No dejó cartas, lo cual hizo que al principio muchas personas dudaran del trágico episodio. Pero tal como su profesión lo dictó siempre, es el director de cine quien decide cuándo y cómo se termina la película. Y la suya terminó así: épica y eterna. Más cerca del drama que de la comedia que supo recrear con éxito fulgurante.
La era del posneorrealismo italiano (1948-1952) o del neorrealismo rosa como también se lo denominó y que se nutre de los vestigios del neorrealismo de posguerra y fija los cimientos de la comedia a la italiana (1952-1980), estuvo forjado por uno de sus máximos íconos, el cineasta italiano Mario Monicelli, nacido el 16 de mayo de 1915 en Toscana; hijo del periodista Tomaso Monicelli, quien sufrió en primera persona el ascenso del fascismo de Benito Mussolini en la península. Recuerda en una de sus entrevistas: “Mi padre había dirigido un periódico en los años 1920. Era antifascista, se puso contra Mussolini y lo echaron. Estuvo muchos años sin poder escribir, viendo a sus amigos adaptados al fascismo. Pensó que cuando acabara el régimen podría volver, pero se habían olvidado de él. Esa amargura pudo más. Yo era un soldado, estaba recién regresado de la guerra y entendí perfectamente que se suicidara”.
Pero antes de pertenecer al ejército con el cual participó de la Segunda Guerra Mundial (“me destinaron a Yugoslavia, pero nunca luché”), Monicelli ya había transitado los sets de cine rodando en 1934 un corto y luego el mediometraje “I ragazzi della via Pal”, con el cual ganó un premio en el Festival de Venecia. De ahí en más, hizo su primer largometraje, Lluvia de verano y, guerra mediante, escribió más de 40 guiones hasta volver a ponerse detrás de una cámara recién en 1949 cuando junto con su amigo y colega Stefano Vanzina dirigieron Totó busca piso. El tridente Monicelli-Vanzina-Totó se repetiría en varias ocasiones, dejando películas como Totó y las mujeres y Totó y Carolina. Profundo admirador de Charles Chaplin y Buster Keaton, Monicelli había encontrado en Totó la versión italiana del slapstick comedy: “Era era muy particular. Un gran mimo, movía todo el cuerpo además de la cara. Los grandes actores recitan con el cuerpo, trabajan la entonación y el cuerpo”.
En escenarios reales
Existe algo contradictorio en la historia del cine italiano. Su época más resonante, la que quedó grabada a fuego en los manuales del cine universal, es el neorrealismo de posguerra, donde se muestra la miseria imperante de una Italia devastada por el fascismo. Y ante la falta de dinero para invertir en actores y la inexistencia de estudios para recrear mundos oníricos, como sí hacía Hollywood y como haría la misma Italia mucho tiempo después con Cinecittá, se salió a las calles a filmar en escenarios naturales con un mix desproporcionado entre actores y extras. Ícono de este período es Ladrones de bicicletas (1948) de quien nadie recuerda al protagonista, o mismo Paisá (1946), con un elenco casi desconocido. No obstante, el período donde todas las estrellas del firmamento italiano, como Vittorio Gassman, Marcello Mastroianni, Totó, Alberto Sordi, Sophia Loren, Monica Vitti, Gina Lollobrigida y Claudia Cardinali tomaron niveles de mito fue durante la comedia italiana, supuestamente de menor calidad, donde Mario Monicelli, uno de sus pilares, alcanzó menor hándicap que los renombrados Vittorio De Sica, Ettore Scola, Michelangelo Antonioni, Pier Paolo Pasolini y Federico Fellini, cuando sus films son, dentro del mismo género u otro, de igual calibre o superiores en ciertos casos.
Con un promedio de una película por año, entre 1949 y 1957, Monicelli fija las bases de lo que será su carrera como director. Y a partir de allí, comienza a tener un leve reconocimiento. Sin embargo su golpe de efecto llegaría en 1958 con Rufufú (Los desconocidos de siempre), sátira de la película Rififí (1955) de Jules Dassin, con el que se consagra como uno de los directores más importantes de Italia. En esa cinta, protagonizada por Vittorio Gassman, Marcello Mastroianni, Totó y Claudia Cardinale, regala una radiografía precisa de la época que vivió la generación posguerra.
Consultado por LA NACION, el docente de cine y filosofía Luis Franc lo resume a la perfección: “En Los desconocidos de siempre, Monicelli muestra como ninguno ese vagabundeo italiano, producto de las ruinas que dejó la guerra. La película habla de un mundo arrasado, con personajes que viran hacia la nada y con proyectos absurdos que desembocan en un callejón sin salida. La vida aniquiló tanto a la sociedad italiana que quedó sólo la degradación, el sinsentido de todo, incluso siendo risible y sin que quede nada atragantado. Lo mismo sucede con su otra gran película La armada Brancaleone, que si bien transcurre en otro siglo, mantiene esa idea de personajes erráticos sin saber adónde ir, pero yendo”.
Volviendo a la dicotómica relación que mantuvo Monicelli con el éxito y la fama, estuvo nominado en seis oportunidades a los premios Oscar y nunca ganó la ansiada estatuilla. La gran guerra fue un ejemplo de ello. Considerado como su mejor trabajo a nivel dirección y guion, el film protagonizado por Alberto Sordi y Vittorio Gassman perdió frente a Orfeo negro, del francés Marcel Camus. Y aunque obtuvo el León de Oro y sus críticas lo enaltecieron hasta el nivel de clásico, no logró constituirse como un ícono de su filmografía como sí sus posteriores Los compañeros (1963), La armada Brancaleone (1966), Amigos míos (1970), Los nuevos monstruos (1977) y Un burgués pequeño, pequeño (1978).
La influencia local
Uno de los directores argentinos que siempre lo menciona en sus entrevistas es el ganador del Oscar Juan José Campanella. A la hora de contar sus influencias, entre sus preferidos resalta a Mario Monicelli y su “comedia a la italiana” como fuente máxima de inspiración. El propio director reconoce que en muchos de sus trabajos, como El mismo amor, la misma lluvia y El hijo de la novia, e incluso en la obra Parque Lezama hay pequeños guiños a esas películas que brillaron entre los 50 y 60 y que forjaron su mirada cinéfila en la adolescencia. Y un punto de encuentro significativo entre su filmografía y la del italiano es la oscuridad, resignación y sed de justicia por mano propia que viste tanto al personaje de Alberto Sordi en Un burgués pequeño, pequeño como al de Pablo Rago en El secreto de sus ojos. En sendos cuadros de diálogos y reflexiones, pueden verse esa perversa y simbiótica unión de géneros, con la que ambos construyeron sus filmografías.
Es que el arte de Mario Monicelli es un río que une dos afluentes tan distantes como cercanos: el amor y la muerte. Y en él, la corriente constantemente cambia de curso. Ese continuo ir y venir fue el tono que le imprimió a sus cintas, donde la comedia se volvía drama y el drama era el germen de la risa. Acuarelas de pobreza, violencia, machismo, opresión y desilusión que bailaban al son de la farsa y el cinismo, por momentos, en la bajeza más absoluta. La comedia a la italiana, solía decir, surgió al contar argumentos muy dramáticos con humor. Era un bisturí que iba al fondo de las cosas.
En retrospectiva, su carrera imantó varios tópicos. Para muchos la cuestión política fue estructural, con el icónico personaje de Sinigaglia, interpretado por Marcello Mastroianni en Los compañeros, donde un profesor solitario, “sin una lira” (como se decía por aquellos años en Italia) y sin un norte, se vuelve un líder sindical que deja en la inmortalidad la frase “Gana la batalla quien dura una hora más”.”No teníamos pretensiones, aunque es cierto que sin quererlo, hacíamos política”, evocó Monicelli en una de sus últimas entrevistas.