Mariano Llinás: "A mí me hubiese gustado seguir filmando La flor siempre": la historia de una película de 14 horas, la más extensa de la historia argentina
Parecía escrito. Un aniversario tan redondo como los 20 años del Bafici tenía que incluir en su programación alguno de esos hitos que dejan marcado a fuego un sello histórico. Y no hay nada más justo que calificar de esa manera el estreno de la versión completa de la película más extensa de la historia del cine argentino. Los 840 minutos de La flor, la película que Mariano Llinás viene haciendo desde 2009 junto a sus compañeros de la productora El Pampero y el talentoso colectivo femenino de artistas Piel de Lava por fin se develan en la competencia oficial internacional del Bafici de este año. El equipo de El Pampero (que además de Llinás componen Laura Citarella, Agustín Mendilaharzu y Alejo Moguillansky) estuvo de principio a fin en el proyecto, mientras las cuatro integrantes de Piel de Lava (Laura Paredes, Valeria Correa, Elisa Carricajo y Pilar Gamboa) participan de todos los episodios, intercambiando papeles protagónicos o de reparto en cada uno de ellos.
Esta obra monumental, suerte de buque insignia de un ciclo único de "películas titánicas sobre la ficción", según la definición de Llinás, venía alimentando durante años una expectativa pocas veces vista dentro de la comunidad cinematográfica independiente de nuestro país. "La última toma con las placas se hicieron directamente sin mí la semana pasada. Y la mezcla final de sonido creo que todavía no está terminada. Me la deben estar corrigiendo ahora. Con los tiempos del Bafici no pude escucharla mucho. Ni siquiera sé si está terminada la película, pero creo que está para mostrarse", le dice Llinás a LA NACION en uno de los muchos ruidosos espacios de encuentro que funcionan alrededor del complejo multipantalla de Recoleta que sirve de cabecera para las proyecciones del Bafici 2018. Llinás tiene una manera caudalosa y estimulante de conversar, correspondencia perfecta de su estilo como realizador.
–Convertirse en espectador de La flor es una experiencia atípica. ¿Se podría subir el público en cualquier momento a este viaje de 14 horas?
–Si algo no voy a ser nunca en relación con mis películas es ser como un policía o un guarda de tren. El viento sopla donde quiere, como decía Bresson. Y el público puede hacer lo que quiera. La flor fue pensada de una manera, pero también hay algo de vértigo si queremos verla de una manera diferente. La respuesta es sí. La película tiene una voluntad narrativa tan grande que parece diseñada para que uno pueda entrar en cualquier momento y dejarse llevar por la película. Pero, por supuesto, el final no tiene el mismo efecto si uno no estuvo 14 horas allí.
–Lo único que se me ocurre parecido a La flor es la gira interminable de Bob Dylan.
–Primero, esta es una película que se hizo extremadamente en equipo entre El Pampero Cine, del que formo parte, y las chicas de Piel de Lava. Esta alianza es constitutiva, son dos grupos que deciden trabajar juntos. Y para quienes hacemos El Pampero, el cine es salir a filmar en los lugares más lejanos posibles. Cuanto más tiempo de ruta y cuanto mayor sea el movimiento, mejor. Haber terminado La flor es un acontecimiento absoluto en la vida de todos nosotros. Y en algún punto es el final de una etapa de la vida,algo que se termina, aunque a mí me hubiese gustado seguir filmando La flor siempre. Recuerdo cada momento de la filmación. Los más ríspidos e inciertos y los momentos de absoluta alegría. Fueron diez años de la vida de todos nosotros. En ese tiempo muchos de nosotros tuvimos nuestros hijos.
–La sensación del paso del tiempo es lo más fuerte entonces.
–Está buenísimo que pase eso. Esa sensación está en la película y va a sere enorme después de la experiencia de verla. Y eso no tiene que ver solamente con el chiste del envejecimiento que tiene la película. Yo aparezco al principio haciendo una especie de bosquejo de la obra y en algún otro momento vuelvo a aparecer un poco más viejo y sucio, como si con la película me hubiese pasado un tren por encima. Y ese tren existió. Fueron diez años de aventura total. En todo ese tiempo, si bien a mí y al resto de la gente que hizo La flor nos pasaron un montón de cosas y nos tocó participar de otros proyectos, no hubo un segundo en todos estos años en que no sientiese que La flor era prioridad uno. Cada vez que a alguien le surgía alguna cosa nueva tenía que comentarlo con los demás, porque en el medio siempre estaba La flor. Ahora ya no está y esa es una sensación extraña para todos.
–¿Cómo es posible para un director tomar decisiones con tanta gente alrededor participando de manera decisiva en la película? ¿No sería un riesgo para el proyecto exponerse a una suerte de estado deliberativo potencial o permanente?
–No hay estado deliberativo. Hemos aprendido varios de nosotros a trabajar juntos durante mucho tiempo. Agustín (Mendilaharzu) y yo nos conocemos tanto que directamente ya ni hablamos. Ya sé lo que tiene que hacer y lo que va a hacer. Y lo mismo pasa con el resto del equipo, porque yo también trabajé en las películasa de ellos. De a poco se va entendiendo la idea de que no importa tanto quién es el que toma las decisiones, sino quién hace el trabajo. Como cada uno disfruta lo que hace y está orgulloso de hacerlo, tomar decisiones es algo que solo ocurre al final y que lleva l adirector, que es quien tiene en su cabeza toda la música de la película a decir: me parece que esto es lo que va y esto otro lo que no va. Yo me reconozco como un director decidido, conozco bien el oficio. Soy todo lo contrario de un director pusilánime. Sé cuándo ejecutar la maniobra. Pero en El Pampero hay un lugar de extrema confianza entre todos
–Uno de esos proyectos que te encontró en medio del camino de realización de La flor fue el guión de El cielo del centauro, la última película de Hugo Santiago, que murió hace poco.
–En Hugo Santiago confluyen varias tradiciones. A su devoción por Borges le sumaba otra igual de importante como la de Robert Bresson. No están unidas de antemano. Y no sé si ambos, Bresson y Borges, supieron el uno del otro. Bresson partía de la idea de un formalismo bastante francés, cosa que Borges no celebraba tanto. Era católico, algo de lo que Borges tomaba distancia. Hugo nunca se quedó solamente anclado en la tradición borgiana. Vivía en París, tenía un recuerdo muy intenso de Buenos Aires y se consideraba como un narrador fantástico del Río de la Plata. Cuando ves la figura de Hugo Santiago, era cualquier cosa menos una de esas viudas de Borges que uno ve por ahí. Permanentemente fugaba desde Borges hacia la poesía del siglo XX, los poetas malditos, Maurice Blanchot. Hasta se permitió filmar un documental con María Bethania. Más que un cineasta fue un pensador, un intelectual en el sentido más profundo del término. Y en el fondo era como Borges, otro que se animaba a mezclar tradiciones: el policial con lo gauchesco, cierta tradición inglesa con el gusto por lo árabe y las tradiciones nórdicas.
–Vos también reconociste varias veces la influencia de Borges.
–Esa influencia es inmensa, pero Yo me formé en otra tradición que no está muy de moda hoy día, y que viene de mi padre. Mi escala de valores éticos y estéticos tienen que ver con el surrealismo, con determinada escritura maldita de la primera mitad del siglo XX y la segunda del siglo XIX. Me crié con Alfred Jarry y Rimbaud como máximos ídolos cuando a otra gente le podría pasar eso con Gardel o algún jugador de fútbol. Cuando enuentro a Borges lo hago de un lugar, si se quiere, más sucio. El pensamiento del Río de la Plata, como solía pensar Borges, es más que un crisol de razas, es más bien un crisol de tradiciones culturales que en algunos momentos se disputan determinados territorios, pero terminan viviendo juntas.
–Y el ejemplo es el trabajo compartido entre Hugo Santiago y vos al escribir juntos el guión de una película.
–Volvamos a La flor. El segundo episodio es una especie de largo ensayo sobre la Guerra Fría y las películas de espías. Rápídamente Hugo y yo coincidimos. ¡Claro, es John Le Carré! Y de pronto nosotros, que éramos muy amigos, nos dimos cuenta que también Por eso creo que la película se convierte en una especie de tejido muy complejo respecto de una sola influencia. Como decía Borges, y citémoslo de una vez, en Elogio de la sombra dice : "Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte, convergen los caminos que me han traído a mi secreto centro". Si algún mérito tiene La flor es que funciona como una especie de lugar abierto a todas las tradiciones y a todos los imaginarios. Es una película hospitalaria, que tiene bien ganadas sus 14 horas.
–Al ver La flor es difícil determinar de qué habla. Parece un tren en movimiento en el que el sentido está dado por el viaje mismo, no por el destino.
–Te podría decir que La flor trata de todo. Y es curioso que uses la metáfora del tren. Hay un personaje que en un momento de la película se sube a un tren y no se baja más. ¿Se trata, acaso, de una metáfora de la película? No. Una obra de Coco Madariaga, poeta entrerriano que era amigo de mi viejo, tiene un título hermos: Un tren casi fluvial. Es fabuloso. Espero que La flor honre esa frase. No promete certezas, no promete fábulas ni finales que digan nada. Simplemente algo que parece perdido: el placer de la materia narrativa, la musicalidad, las imágenes. Algo de todo ese juego que en el cine parece haberse desvanecido. Me da la impresión a veces, viendo determinadas formas de impaciencia en las películas, que los espectadores y los críticos han perdido la emoción ante las grandes aventuras. Parece que no los conmoviera la aventura de haber hecho una gran película. Son espectadores cómodos, que prefieren la experiencia de una película como un hotel all inclusive en vea de disfrutar el gusto de la sorpresa. Pienso en Zama, en El cielo del centauro. Hace poco le comenté a Lucrecia Martel que me llamó la atención que nadie hubiese celebrado, ni siquiera quienes disfrutaron la película, el simple hecho de que en ver en medio de la costa del Paraná a esos tipos disfrazados como en el siglo XVIII.
–Como lo que hacía Herzog en Fitzcarraldo o Aguirre, la ira de Dios.
–¿Qué te importa el argumento en esos casos? En la aventura de llevar esos alemanes al trópico vestidos de armadura está la materia real del cine, que es uno de los últimos lugares de resistencia de la aventura. Hoy la aventura es algo de lo que se habla mucho pero que se practica poco. ¿Qué es la aventura? Etimológicamente, es entregarse a lo desconocido. A una cosa que nadie sabe cómo va a terminar. Y hay algo de ese remolino que veo en retroceso en las experiencias artísticas, cinematográficas y narrativas. La flor es un intento de defender esa actitud. Esta película batalla a favor de la idea de la aventura como algo posible.
–¿Tiene un final La flor?
–Pregunta difícil. Hay un cartel que dice "fin" y después vienen 40 minutos de créditos. Hay un momento, en efecto, en el que la película se termina, filmado como un verdadero final. Y ahí siento que muchos van a llorar, como se llora en los grandes finales. Eso sí, en algo somos desde El Pampero ciertamente inflexibles: vamos a hacer lo imposible para que La flor se vea en una pantalla grande. Considerar que la gran pantalla de cine y la pequeña pantalla del celular o de la computadora son la misma cosa me parece una aberración. Godard decía que la historia del cine es la más grande porque se proyecta. Y eso es para mí casi un dogma de fe. Si pasan El gatopardo por TV no estoy viendo cine, sino un hermoso programa de televisión. Y si el cine no hubiese tenido esa dimensión no habría cambiado el mundo. Seguiremos tratando de que nuestras películas se vean en grandes pantallas blancas y no en pequeñas pantallas que nos obligan a agachar la cabeza para verlas.
–Hacer La flor fue toda una aventura. Una experiencia gozosa, casi hedonista.
–La palabra hedonista es rara, porque nos llevaría a pensar en la falta de esfuerzo. Y aquí ocurrió todo lo cnotrario. Hemos superado el límite de nuestras posibilidades. Hay partes de La flor filmadas en Siberia, en Mongolia, en Tegucigalpa. Así como en Historias extraordinarias la gente se impresionaba por algunos planos filmados en Africa, ahora fuimos mucho más lejos. Se trató de un esfuerzo pletórico, una sensación de extrema vitalidad. Hay algo en La flor de esa voluntad de expandir los límites de la experiencia cotidiana, con perdón de una frase que podría sonar demasiado a la generación beat. En nuestros rodajes jamás hay peso o sensación de desgarramiento. En el fondo, se parecen más a una canción de Vinicius de Moraes que a una película de Herzog. En la búsqueda del clima, en la intención de ir encontrando la imagen a medida que nos movemos, en la sensación del gusto por lo difícil, por encarar algo que no sabemos si nos saldrá bien o no. Hasta que fuimos perdendo ese miedo atávico original a medida que la película se fue transformando en una rutina. Las cosas extraordinarias empezaron a salir.
–Dijiste al principio que se cierra una etapa. ¿Y una manera de filmar también? ¿Te espera una nueva película de, digamos, 23 horas?
–Espero no hacer una película de 23 horas, pero intuyo que se va cerrando este ciclo de hacer películas titánicas sobre la ficción, por definirlo de algún modo. Al menos de mi parte como director. Faltan Trenque Lauquen, de Laura Citarella, que ya empezó a filmarse, y una más que no voy a decir cuál es. Lo que yo no quiero es dejar de filmar así, de forma errante por las rutas, junto a mis amigos.
–¿Y en qué estás pensando?
–Me gustaría empezar a hacer películas sobre el siglo XIX. La provincia de Buenos Aires nos dio mucho para hacer cine del siglo XX y creo que se merece películas sobre el XIX. Quienes vean con atención la parte del medio de La flor van a encontrar que el tramo de los espías es una adaptación del Martín Fierro. Me gustan mucho Hudson, Ascasubi, Lucio V. Mansilla. El ombú, Paulino Lucero, Una excursión a los indios ranquerles, Amalia. Tengo ganas de filmar a cielo abierto. Filmar caballos, a la soldadesca, ir hacia el western.
–Se te ve satisfecho. Como si también la película terminada ratificara un modelo de hacer cine que defendés contra viento y marea. Y que no necesita de ayudas o subsidios de organismos oficiales.
–Un cine sin industria, sería la definición. Películas sin un patrón, sin un productor. Tengo buen humor, pero también soy un peleador, no puedo evitarlo. Siempre lo fui. Y no siento que haya habido grandes cambios, simplemente ahora estoy más contento. Y las cosas que me enojan son las mismas de siempre: los productores, los críticos y los funcionarios.
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