Antes del teatro y el cine fue mozo, chofer de fletes y ayudante de jardín de infantes; se reconoce como “un buen tipo” pero no puede escapar a su destino profesional de ser convocado para papeles oscuros
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Desde hace ya varios años, cada vez que Luis Ziembrowski aparece en la pantalla grande se entiende o se sospecha que la crueldad se materializará en toda su dimensión. Una sensación que se retroalimenta con el devenir de sus personajes, al escuchar su voz, analizar sus gestos, explorar sus rasgos. En definitiva, se espera lo peor. Y no es una profecía autocumplida, sino la realidad. Este año, por ejemplo, el actor presentó dos películas donde lo muestran por demás intenso, como un policía irascible en Puan y como un estanciero irreverente en Cuando acecha la maldad. La estadística lo hizo reflexionar: si él se considera un buen tipo, un buen marido, un padre presente y un muy buen amigo de sus amigos, por qué lo convocan siempre para hacer de villano.
Su introspección, indefectiblemente, lo llevó hacia sus orígenes. A la figura de su padre biológico, de nombre Israel Ziembrowski, quien con el tiempo y por cuestiones geográficas y caprichosas pasó a llamarse Santiago. Un polaco que llegó a Buenos Aires sin nada, que forjó su vida a puro trabajo, con sueños de actuación pero que los primeros años de paternidad lo hicieron abandonar a su familia y perderse en el juego y el hampa. La descripción no es una desclasificación de archivos personales y mucho menos una traición a la buena voluntad del propio actor, que recibe a LA NACION en su casa de Palermo; sino el argumento, el detalle y la punta de lanza de su nuevo documental, El villano, que estrena este jueves 7 en el cine Gaumont y el sábado 9 en el Malba. Su nuevo film, codirigido junto con Gabriel Reches, cuenta el reencuentro con su padre abandónico, luego de que el propio Luis necesitara reconstruir un pasado que se le presentaba con más preguntas que certezas. Unas pocas fotos en un cajón, unos recortes de diario del día en que cayó preso y las lagunas de sus familiares lo incentivaron a subirse al auto y, acompañado por una cámara, conducir hasta Mar del Plata para verlo.
“La sensación por el estreno de El villano es de mucho vértigo, porque sé que se viene un alto grado de exposición que tiene que ver con una película a pecho abierto. Busqué a través del cine respuestas existenciales, afectivas, familiares y todo el juego de la memoria que se me presenta con relación a hechos traumáticos de mi vida”.
-¿Qué lo motivó a realizar un documental tan personal?
-La muerte de mi madre y de mi padre de crianza me trajeron, además de una tristeza insoportable, una dolorosa nube de preguntas. Y se me hizo muy presente el fantasma de mi padre biológico, que como todo fantasma aparece cuando quiere y uno lo recibe, o cuando uno lo espera, no aparece. Pero esta vez lo fui a buscar yo después de años de no vernos. Muchos me preguntaron por qué fui con una cámara y yo, sin tener una respuesta clara, contestaba: “Porque es el mundo al cual pertenezco”.
-¿La cámara lo protegía?
-Es también una de las interpretaciones. A mí la cámara me coloca en tiempo y espacio. Me envalentona. Fui a pedir explicaciones y ver si muchas de las cosas que tenía en mi memoria, también por relatos suyos, eran así. Quería una especie de interrogatorio sobre hechos que me habían quedado muy turbios e incompletos. Pero nunca tuve la intención de hacer una película con ello, sin embargo hay un antagonista, que es mi padre, que produjo mucho material escénico y después la idea de hacer algo con todo lo filmado me sobrevoló mucho tiempo.
-¿Qué sensaciones recuerda de ese reencuentro?
-Me sentí desencajado, porque lo vi mucho más viejo de lo que esperaba. Esto pasó en 2007. Yo estaba en mis cuarenta y pico todavía, con una fuerza abrumadora, y abordé a un tipo que había sido muy fuerte físicamente pero que en realidad estaba abatido por una construcción defensiva de no haber reconocido nunca lo sucedido. Él, en un momento, decidió abandonar a su familia, atravesar el lumbral de la ilegalidad y, perteneciendo al mundo delincuente, cayó preso. Y nunca se hizo cargo de eso, lo negó siempre. Pero él no era así, como tampoco lo fue en el último tramo de su vida. Antes había tenido una vida luminosa con una mujer y tres hijos pequeños, con algunos trabajos como actor en el teatro IFT. Ese cambio fue el que me despertó los mayores interrogantes.
Resignificación de la historia
-¿Cómo salió de esa experiencia?
-Conmocionado. Pero lo vivido me ayudó con mi análisis, con mi trabajo, mis reflexiones, mi pelea interna. Todo lo que viví ese tiempo con mi padre me tranquilizó, me agitó y me excitó también a tener ese material en una buhardilla que, cada vez que pasaba por al lado, me llamaba como diciendo: “Acá estoy Luis, qué vas a hacer con todo esto”.
-A la hora de trabajar el material habrá tenido muchos reparos.
-A mí este tema me planteaba un dilema hamletiano: quién fue mi viejo y qué mandato me dejó su persona, ya sea por presencia, ausencia u omisión. Esa relación tan universal como el vínculo entre un padre y su hijo, me proponía un ser y no ser. Y ahí lo vinculo con lo de los roles de villanos. ¿Habrá algo muy dentro mío, su legado –se responde-, que hace que me llamen para hacer de malo o tengo una predisposición natural a semejante impronta?
¿No lo incomoda hablar de su padre?
No, sabía que iba a llegar este momento, de estar frente a un periodista, contando algo tan íntimo como lo que pasó con mi papá. Lo que sí me sorprendió fue el interés de muchos y eso me gratifica porque sé que, además de la historia, la empatía es para con mi persona.
Duelo con la realidad
Antes de convertirse en el probado actor que es, Luis Ziembrowski fue chofer de fletes, mozo, ayudante de jardín de infantes y maestro de colonia. A sus 21 años, ingresó al Teatro San Martín y nunca más paró. Sin embargo, a sus 62 años, su presente es dicotómico. Su costado profesional se debate a duelo limpio con lo personal, y mientras presenta una película más auspiciosa que otra, lo social lo inquieta. El actor está casado con la directora Paula Hernández, es padre de dos hijos y su rol de jefe de familia pareciera entrar en arenas movedizas ante una política futura que no lo identifica. “Me preocupa qué puede llegar a pasar con el país, con la gente... Hay unas ganas de que explote todo, que me paraliza”, dice. Y aunque la charla llegará a ese punto álgido de hablar de política, el éxito de su reciente film Cuando acecha la maldad gana prioridad en la conversación.
“Llevo varias películas de terror; es un género que me convoca, lo sombrío, lo violento, la idea de actuar situaciones tan extremas. He llegado a hacer cosas muy expresionistas, que gustaron, y por eso tal vez me convoquen seguido. Esa influencia de Narciso Ibáñez Menta, esa línea bien argenta a lo Nathán Pinzón. Vi Aterrados, de Demián Rugna, y al entender su código, cuando leí el guion de Cuando acecha la maldad, compré al segundo. La historia de un hombre embichado, en un pueblo, me pareció distinta a todo lo visto.
-Se convirtió en la película argentina de terror más vista de la historia. ¿Esperaba semejante éxito?
-Yo no espero éxitos en el cine ni en la televisión. Mucho menos en el teatro. La única vez que esperé un éxito fue con Séptimo, pero porque estaban Ricardo Darín y Belén Rueda. Cuando acepto una propuesta, solo espero que se termine de realizar. En este caso, cuando me dijeron que iba al festival de Toronto, ahí me empezaron a caer algunas fichas. Ni hablar cuando ganó a mejor película en Sitges.
-También sobresalió en Puan, otro de los grandes films del cine nacional de este año.
-Sí, igualmente mi participación en Puan es mínima, pero por otro lado es el clímax de la película y eso me enorgullece. Es justa para esta época, ya que sobrevuela el tema de la educación pública, la universidad. A sus directores, María Alché y Benjamín Naishtat, ya los conocía y cuando me llamaron, sabiendo que mi amigo Marcelo Subiotto era el protagonista, no tuve más que aceptar.
-En su profesión tiene muchos protagónicos. ¿Recuerda alguno con especial cariño?
-El de una comedia oscura que se llamó El delantal de Lili, de Mariano Galperín, y que remitía a la crisis de 2001. Un cocinero que se quedaba sin trabajo y, para salvar a su familia de perderlo todo, se trasviste y trabaja de mucama en la casa de una mujer cheta (Cristina Banegas), que vive en Avenida del Libertador. Si bien no es de mis personajes más reconocidos, a nivel personal fue una bisagra, donde me probé haciendo otro rol.
-Pensé que iba a decir el de El patrón.
-También, pero fue producto de varios trabajos anteriores que me enriquecieron mucho. Otro personaje que me da orgullo es el de El eslabón podrido, de Javier Diment, donde hago de una persona que tiene un retraso mental; un hachero al que le matan a su hermana y por ello termina cargándose a todo un pueblo. Los últimos 10 minutos de película son muy gore.
“Una relación prostibularia”
-¿Se siente encasillado en el personaje de villano?
-Puede ser. Uno también debe hacerse cargo de su rostro, es lombrosiano el tema [se refiere al criminólogo italiano Cesare Lombroso, que observaba ciertas coincidencias en los rasgos físicos de los delincuentes] y la cara es el todo, la máscara del alma. Yo elegí ir por ahí porque había una referencia que cito siempre de Anne-Marie Miéville, la mujer de Godard: “El actor tiene una relación prostibularia con el medio profesional”. Somos llamados para hacer lo que ya sabemos que somos eficaces. Y no está mal que así suceda.
-Habló del INCAA y resumió en una línea la importancia de Puan, ahora que está en debate la educación pública. ¿Haría una película que no esté alineada con su ideología política?
-La ideología de uno no está en juego cuando actúa. Cuando acecha la maldad no me representa en nada y me encanta como trabajo artístico. Lo que sí podría decir es que las películas de autor, que dependen de un presupuesto muy acotado, sí tienen que ver con una ideología mía de vida, por lo tanto las grandes producciones están más lejos de mi perfil. Pero uno trabaja también para ganar plata, porque hay que mantener una familia, pagar facturas. Ahí tal vez se aceptan papeles que van contra la ideología y el estilo que uno pregona. Pero es tan válido y honesto como cuando se acepta una película que se hace a pulmón.
-¿Sueña con algún personaje que hasta el día de hoy no hizo?
-Ya no tengo la juventud para ilusionarme con grandes papeles, sin embargo, aún sueño con los grandes clásicos. Me ilusiono con ser alguna vez Vladimir o Estragon en Esperando a Godot. Me encantaría ser Ricardo III. Hamlet lo terminé haciendo con este documental, de alguna manera, porque ya no me da el cuerpo para ser de él en el teatro.
-Pero hizo el Hamlet de Joaquín Furriel en el San Martín, que fue un éxito total.
-Esa obra fue un fenómeno muy particular. Su director, Rubén Szuchmacher, nos pedía algo entre tortuoso y entretenido a la vez, velocidad a la hora de decir el texto, algo muy por fuera de nuestra idiosincrasia teatral. El día del estreno estábamos medio ciegos, no sabíamos si iba a funcionar, nos preguntábamos si lo que estábamos haciendo estaba bueno y lo que sucedió nos demostró que la tenía muy clara. Encima estaba Joaquín Furriel, que además de ser talentoso es un animal del trabajo. Trabajamos todos mucho y fue sorprendente porque venía a vernos gente que nunca iba al teatro y menos a ver Hamlet.
-Los actores se sienten más plenos en el teatro que en un set de filmación.
-Porque el teatro es un territorio muy desafiante. La cámara también, y hay cosas del cine que son atrapantes pero lo repetitivo del teatro función a función da ciertas revanchas y libertades que no tenés cuando está el director observándote a través de la cámara. Además hay una tridimensión entre el cuerpo, el espacio y el público, que es como el Big Bang de la actuación.
-¿Cómo vivió la pandemia? Fue de los pocos actores que produjo material audiovisual.
-Al principio lo pasé horrible, pero había que seguir sobre lo horrible. Ionesco decía “Tenemos que convertirnos en el señor de lo horrible para seguir”. Lo dijo un rumano pero también aplica para la Argentina de hoy. También soy medio inconsciente con el tema de la muerte. Estuve muy mal cuando me agarré Covid, pero no tenía miedo de morirme. Por esos días mi gato mordió a mi hija, tuvimos que resolver el tema de la rabia, tener al gato en observación, yo no tenía olfato ni podía estar parado. A ojos de hoy, diría “surreal”. Más allá de eso, hicimos una película que se llamó Murciélagos e hice un capítulo de radioteatro junto con Martín Slipak y Mónica Cabrera. Había que pasarlo como fuera.
-Varias veces mostró su preocupación por la situación actual argentina. ¿Le preocupa el cambio de gobierno?
-Me resulta difícil contestar sobre lo que siento. Esta novedad política que no sabemos muy bien qué es, me inquieta, me angustia, me paraliza.
-¿Irse del país, lo ve como una posibilidad?
-No. En 1991 me fui, cuando acá se produjo el proceso de transformación menemista. La gota que rebasó el vaso fueron los indultos. Me fui un tiempo a España e Italia, pero sabiendo que iba a volver. Encima tuve la desgracia de enamorarme antes de irme, entonces ese tiempo afuera se acortó. Luego, en 1998 me fui a filmar a Chile. Me entusiasmé, pero también duro poco y me volví. Ojalá ahora apareciera un productor español que me diga que siempre soñó con estas bolsas que tengo debajo de los ojos y me lleve y me pague en euros, pero no creo que suceda y desde mí ya no va a surgir. Habrá que esperar y resistir. No queda otra.
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