Luces de la ciudad: el carácter irascible de Chaplin, el actor despedido, la florista rebelde y la escena que se repitió 342 veces
Rodada a lo largo de tres años, el film se convirtió en una declaración de principios para el genial realizador en medio de la irrupción del cine sonoro en Hollywood
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En el año 1928, Charles Chaplin quedó fascinado con una historia que le contaron. Un payaso pierde la vista debido a un accidente en el circo y, cuando sale del hospital días después, un médico le recomienda que le oculte la ceguera a su hija, una niña débil y enfermiza, hasta que esta sea capaz de superar el trauma. Por ese motivo, los constantes porrazos y caídas que sufrirá el padre serán interpretados como parte de una comedia por la hija, ignorante del verdadero drama del que resulta testigo. Esa anécdota apócrifa que permaneció en la mente del genial comediante durante días fue al principio desestimada como materia prima de su próxima película porque acababa de filmar El circo (1928), donde payasos y rutinas de golpes y porrazos ya habían sido parte del repertorio. ¿Con qué continuar entonces? Chaplin le siguió dando vueltas al asunto. La condición de la ceguera pasó del payaso a una joven florista que confundía a un vagabundo benefactor con un excéntrico y piadoso millonario. Lógicamente ese vagabundo de bastón y bombín no era otro que el mismísimo Charlot, su personaje emblemático.
Para terminar de darle forma al guion de lo que finalmente sería Luces de la ciudad, el actor y director inglés, que por entonces ya era una personalidad importante del cine, le agregó una trama secundaria. Según explica en sus memorias y recoge en el libro Charles Chaplin Esteve Riambau: “Me rondaba desde hacía tiempo una idea para una película. Enfrascados en una discusión sobre la estabilidad de la conciencia humana, dos miembros de un club exclusivo deciden realizar un experimento. Buscan a un vagabundo dormido en un malecón, lo llevan a un regio departamento, allí le prodigan vino, mujeres y canciones, y cuando se desploma borracho lo regresan nuevamente al lugar donde lo encontraron. Cuando el vagabundo se despierta cree que todo lo vivido no ha sido más que un sueño”. Riambau cree que esta idea de Chaplin se remonta a un personaje que había interpretado en 1905 en la obra Jim, The Romance Of A Cockney en la que daba vida a un aristócrata amnésico. Ciertas o no, de esas varias inspiraciones que se articularon en un guion surgió el germen de Luces de una ciudad, la película que implicó un rodaje extenso y conflictivo, además de concretarse en un momento del cine en el que se avecinaban vientos de cambio.
La llegada del sonoro y las primeras tensiones
En octubre de 1927 se había estrenado El cantante de jazz con Al Jolson cantando a su madre, y la industria de Hollywood se convencía de que el futuro estaba en las talkies, las películas habladas. Hasta entonces el cine era silente, con intertítulos y música, pero el sonido sincrónico era toda una novedad. ¿Perduraría como parte del lenguaje cinematográfico o se perdería entre tantos inventos dejados en el olvido? Chaplin se mostraba escéptico y declaró por entonces al Motion Pictures Herald: “Detesto las talkies. Vinieron a estropear el arte más antiguo del mundo, el arte de la pantomima. Aniquilan la gran belleza del silencio. Tiran abajo el edificio actual del cine, destruyen la corriente que lleva a los actores a la popularidad y a los amigos del cine hacia la belleza. La belleza plástica sigue siendo lo que más importa en la pantalla. El cine es un arte pictórico”. Esa declaración de principios lo condujo a una decisión crucial: si quería sobrevivir, el personaje de Charlot no debía hablar. Por ello el rodaje de Luces de la ciudad, que había comenzado en mayo de 1928, fue interrumpido a los pocos meses para dar la discusión frente a sus socios de la United Artists que eran partidarios de incorporar el sonido; la voluntad de Chaplin se impuso y la película permanecería silente.
Sin embargo, el receso en la filmación se postergó más de lo previsto. En agosto de ese 1928 falleció la madre del director (trasladada desde Londres a una casa californiana) y ese hecho lo sumergió en una profunda melancolía. A ello se sumó una severa infección intestinal que volvió a suspender el rodaje durante varias semanas ya entrado el año 1929. Cada regreso al set agudizaba la propensión de Chaplin a los ensayos prolongados y las repeticiones de tomas, y la constante improvisación que iba ajustando el guion terminó por caldear el ambiente entre el equipo.
Según afirma Riambau, “resultaba difícil, para actores y técnicos, soportar el talante irascible de un artista que exigía un alto precio a cambio de una genialidad escasamente compartida con sus colaboradores”. Esto se relaciona con el hecho de que Chaplin siempre reivindicó la autoría personal, a contramano de la creación colectiva del sistema de estudios vigente en Hollywood, y en tanto concentraba los roles de actor, productor, director y guionista, descreía de las adaptaciones literarias y de los guiones ajenos. El resto de sus colaboradores se dividían entre quienes lo seguían película a película, acostumbrados a su exigencia, y quienes maldecían por lo bajo sus ínfulas divinas.
Henry Bergman y Albert Austin, incorporados desde los inicios de la carrera de Chaplin en el cine, funcionaron no solo como actores secundarios en Luces de la ciudad, sino que también oficiaban de asistentes de dirección, junto al infaltable Rollie Totheroh como director de fotografía. Pero el resto de los actores no veía con buenos ojos los caprichos de Chaplin que ya habían extendido el rodaje durante más de dos años. El australiano Henry Clive, que interpretaba al millonario borracho con el que es confundido Charlot, se negó a repetir por enésima vez la escena en la que cae al agua porque le había ocasionado un severo resfrío. Entonces Chaplin no tuvo contemplaciones: lo echó de la película y lo reemplazó por Harry Myers, quien debió repetir todas las escenas en las que aparecía el millonario y que ya habían sido filmadas. Según recordaba Robert Parish -el niño que interpreta a uno de los vendedores de diarios- en una entrevista de 1991, “Chaplin daba indicaciones precisas a todos los que estaban en el set, le mostraba a cada actor cómo debía interpretar su papel, incluso el de la chica ciega, hasta volver a ponerse en la piel del vagabundo. Creo que hubiera interpretado a todos los personajes si hubiera podido”.
Las disputas con Virginia Cherrill
La elección de Virginia Cherrill como intérprete de la florista ciega fue una anomalía en el ecosistema de Charles Chaplin. La descubrió sentada a su lado entre el público de una pelea de boxeo y la convocó para una prueba de cámara. Pese a que Cherrill no tenía experiencia alguna en la actuación -había llegado a Hollywood por su amistad con la actriz Sue Carol, pero había declinado trabajar con las célebres Ziegfeld Follies -, Chaplin la eligió por la naturalidad con la que podía interpretar la ceguera, sin poner los ojos en blanco o forzar ningún histrionismo. Sin embargo, el entusiasmo del director se fue disipando apenas comenzó el rodaje. Ella llegaba tarde con frecuencia y se quejaba de las numerosas tomas de cada escena. La escena en la que la florista regala una flor al vagabundo, confundiéndolo con el millonario, se repitió 342 veces. Chaplin no quedaba convencido del resultado y el desgaste en la relación con Cherrill fue llegando al límite.
Sin embargo, la gota que colmó el vaso llegó con la filmación de la escena final en la que Cherrill, cuyo personaje ya había recuperado la vista, debía reconocer al vagabundo al tocar su rostro. Apenas comenzadas las primeras tomas, la actriz advirtió que no podía quedarse demasiado tiempo porque tenía turno en la peluquería y a la noche debía asistir a una fiesta. Chaplin se enfureció y la expulsó del set; inmediatamente comenzó a realizar pruebas a otra actrices para reemplazarla. Primero a Marian Marsh (entonces filmaba Ángeles del infierno, de Howard Hughes), luego a Georgia Hale, quien ya había reemplazado a Lita Grey -casada en ese momento con el propio Chaplin, pese a lo cual no vaciló en sustituirla- en La quimera del oro (1925). Hale filmó la escena final bajo las indicaciones del director pero su actuación no terminó de convencerlo; el trabajo de Cherrill era claramente superior, pese a no ser mejor actriz, y así lo confirmaron todos los colaboradores que le dieron su opinión. Quizás los consejos tenían cierto interés, sobre todo los de sus socios en la United Artists, quienes veían un severo inconveniente en tener que filmar las escenas nuevamente tras dos largos años de trabajo.
Según afirma uno de los biógrafos de Chaplin, David Robinson, el factor que fue decisivo en la tensión entre el director y su actriz fue que por primera vez en su larga trayectoria no había un interés romántico que lo uniera a su primera figura (Cherrill bromeaba diciendo que ella tenía 20 años en ese momento y a Chaplin le gustaban las chicas más jóvenes). De alguna manera, sustituir a la primera actriz era la salida a esa incomodidad pero cuando repasó las pruebas de cámara de Georgia Hale -incluidas en el documental Chaplin desconocido (1983)- se confirma que la decisión profesional prevaleció sobre la predilección amorosa. El único momento de verdadera algarabía que los incluyó a ambos ocurrió durante la filmación de la pelea de boxeo. “El rodaje de la escena del boxeo resultó la única vida social que tuvimos en el estudio”, recordaba Cherrill. “Charlie [Chaplin] debe haber tenido más de cien extras presentes y animó a sus amigos de Los Ángeles a que vinieran a verlo. A todos les encantaba el boxeo en Hollywood en aquellos días. Y Charlie era muy divertido en el ring. Se convirtió en una especie de fiesta”. Uno de los más ilustres visitantes del rodaje fue el futuro primer ministro británico, Sir Winston Churchill, y para su recibimiento Chaplin hizo un alto en la filmación y participó en un corto documental junto al mandatario.
La música y el estreno
El rótulo inicial de Luces de la ciudad la presenta como “una comedia romántica en pantomima”. La palabra final era el remate que sellaba la posición del director respecto al sonoro. Y su ironía se confirmaba en la primera escena de la película, cuando vemos la inauguración oficial de una estatua en una plaza pública, rodeada de autoridades de la ciudad, y el alcalde se prepara para pronunciar su discurso mientras se descubre el monumento: sus palabras resuenan como un balbuceo ininteligible. Para Esteve Riambau, son “sonidos cacofónicos que anticipan lo que después empleará, por boca de Charlot en Tiempos modernos o en el discurso de Hinkel en El gran dictador. La palabra como algo inútil y el sonido como aquello que perturba al arte”. Esos sonidos fueron grabados por el propio Chaplin, mediante un instrumento de viento de caña, y fue la primera vez que su voz apareció en una película. “Luces de la ciudad no es del todo una película muda -diría el cineasta español Víctor Erice en un artículo de El País de 1989-, y no solo porque incorpora partitura musical y banda sonora de efectos, sino porque en ella lo sonoro parece enunciado, implicado en la imagen, y es cómplice de algunos de sus logros más genuinos”.
Por primera vez Chaplin escribió y dirigió la banda de sonido de su película, y para algunos especialistas en su filmografía como Theodore Huff, es la partitura más sobresaliente de toda su obra. No obstante, no es toda original, sino que el leitmotiv de la florista proviene de la canción “La violetera”, de José Padilla, melodía que Chaplin conocía gracias a la gira por los Estados Unidos realizada en los años 20 por la cantante española Raquel Meller.
Una vez terminado el rodaje, que se extendió a lo largo de tres años, desde comienzos de 1928 hasta comienzos de 1931, pese a que la película se filmó en un total de 180 días (el resto fueron recesos y postergaciones), Luces de la ciudad debió estrenarse en un contexto adverso: era una película silente en un tiempo en el que el sonoro ya se había instalado como norma. Pese a que las proyecciones de prueba anunciaban un posible fracaso, el estreno en Los Ángeles terminó en una ovación. Cuando se prendieron las luces, Chaplin pudo ver a Albert Einstein lagrimeando en la platea. En el estreno en Inglaterra tendría otro invitado de honor: George Bernard Shaw. Para directores como Orson Welles, Stanley Kubrick y Andrei Tarkovski, Luces de la ciudad se convertiría en la película favorita de sus vidas.
La importante inversión de casi dos millones de dólares que supuso el presupuesto y las controversias durante el rodaje quedaron saldadas con el impresionante triunfo en taquilla: se convirtió en la película más exitosa de 1931 en Estados Unidos. La fe de Charles Chaplin en la poderosa magia del arte visual permanecería todavía en Tiempos modernos, estrenada en 1936 y -pese a la breve canción del final que resulta también un guiño a las limitaciones del lenguaje- concebida bajo las coordenadas silentes. “Chaplin representa una de las posiciones límites en el cine -diría el actor Robert Parrish a Bertrand Tavernier en una entrevista publicada en 1993-. Considera que la creación no puede ser obra más que de una sola persona, él mismo”. Adelantado a la política de autor que dominaría el cine en la segunda mitad del siglo XX, Charles Chaplin hizo de su propio cuerpo, su mirada e intuición, el pincel de un pintor, el instrumento de un músico, la pluma de un escritor. Un artista completo, un genio irrepetible.
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