Los miserables: la mirada actual de la opresión y la injusticia
El 2019 resultó el año del cine de revueltas. Guasón, Parasite y Los miserables –estrenada en la competencia oficial del pasado Festival de Cannes junto a la película de Bong Joon-ho- situaron su acción en un territorio en disputa, al mismo tiempo físico y simbólico.
Guasón eligió una Ciudad Gótica apática e indescifrable, filmada con los encuadres de Taxi Driver, presa de la misma agonía moral de esa Nueva York inmortalizada por Scorsese en los 70. Parasite, las tensiones sociales y habitacionales de Seúl, ciudad escindida entre los sótanos sumergidos en los callejones, expuestos a la fumigación y la orina nocturnos, y las altas colinas de los barrios residenciales, con sus prístinas fachadas vidriadas y su anhelado confort. Y cerrando esa imprevista trilogía de refriegas urbanas, Los miserables se sitúa en Montfermeil, el álgido suburbio parisino que Victor Hugo eligió en su obra para la posada de los Thenardiers, inequívoco símbolo de la opresión y la injusticia que hoy congrega a inmigrantes y desclasados. Todos espacios reales que despliegan una imaginería pasada, que concentran tensiones e interrogantes, que se hacen eco de una coyuntura que el cine representa y devuelve al seno de la discusión.
Esa incipiente cofradía con las otras dos películas esenciales del año pasado le valió a Los miserables la elección de los representantes del cine francés de enviarla a la competencia en los premios Oscar. La elección fue acertada, porque pese a perder con Parasite –que era la candidata con mayor ventaja y lo demostró en la ceremonia al consagrarse como la gran ganadora- Los miserables consiguió una importante visibilidad internacional que ya arrastraba desde mayo pasado, gracias al premio del gran jurado en Cannes. Importante porque es la ópera prima de Ladj Ly, director franco-maliense criado en el violento suburbio Les Bosquetes, en Montfermeil, que lleva su mundo y su mirada al cine en un gesto de crudo realismo. Y también porque ofrece una nueva página de ese cine del presente que aún bajo el amparo de ficciones teñidas de épica súperheroicao de comedia negra, mira la escena contemporánea en sus heridas más sangrantes y sus conflictos más candentes.
Los miserables, al igual que Guasón y Parasite, también recoge la dimensión simbólica de ese espacio en disputa. Un territorio que en la película de Todd Phillips se torna anárquico, emplazado en oscuros callejones y subterráneos graffiteados, donde una chispa se hace furia, donde la calle se tiñe de fuego y locura. Un mundo que en Parasite se despliega en la excelsa casa de la familia Park, escindida entre las armonías de la superficie y las combustibles agitaciones de sus profundidades. Y un arco del triunfo que en Los miserables se viste de banderas francesas luego de la consagración de la selección local en el Mundial de Fútbol de 2018, celebrado con vítores de unión y festejo, que concluye con el regreso de los hinchas a sus lugares de origen, dispares rostros de una Francia actual. Esa disputa simbólica por un nombre y un espacio, por un mundo propio cuyos conflictos se suspenden por la hermandad temporal del fútbol, pero regresan con la luz de la mañana siguiente. En esa línea, la película de Ladj Ly, furiosa y provocadora, nutrida de sus experiencias y sus sentimientos, encuentra su mejor voz.
Los miserables comienza con la llegada del oficial Stéphane Ruiz (Damien Bonnard) a la comisaría de la zona, nuevo integrante de la brigada policial diurna destinada a patrullar los barrios convulsos de esa región suburbana. Los ecos del universo de Victor Hugo reaparecen en ese escenario moderno, no solo en la fisonomía de esa tierra de injusticias en la que los Thenardiers sojuzgaban a la pequeña hija de Cosette, sino en esa hostil convivencia que allí se recicla.
La mirada de Ruiz, tensada por el asombro y el estupor de un recién llegado, por los sentimientos encontrados que genera el entorno y los deberes de su misión, conduce al espectador en la entrada a ese viaje cotidiano, preñado de voces y movimientos intermitentes, sostenido en un equilibrio precario y evanescente que se renueva día a día. Chris (Alexis Manetti), el líder alfa de la brigada, conocido por el apodo "Cerdo Rosa" que él mismo celebra, es quien lleva la voz cantante, quien ejerce su poder en los límites del abuso, quien negocia con los jefes locales, quien introduce al novato en las crudas mieles de un realismo desgarrado. Gwada (Djebril Zonga) es su carismático escudero, criado del otro lado de la ley como inmigrante africano y hoy parte de esa fuerza policial que vigila y oprime, que concita las mismas traiciones que "los miserables" de Victor Hugo habían palpitado.
Ese péndulo entre el pasado de un Francia decimonónica, consumida en los fuegos de revoluciones y restauraciones, crisol de razas y orígenes, se actualiza con el febril pulso que Ladj Ly le imprime a su película, circulando con ojos alertas en un mundo que conoce de primera mano, que retrata en sus duras conflictividades sin concesión alguna, y que resulta un fresco provocador de la Europa contemporánea. Los niños que habitan esa trágica banlieue (suburbio) son los personajes a los que Ly les dedica sus miradas más atentas, nacidas de su propia experiencia como habitante de ese entorno, tensado en fuerzas contradictorias que combinan la ley y la religión, que incluyen diversos colectivos como los gitanos y los musulmanes, que implican la orfandad permanente, el miedo social y la insistente desigualdad.
Aún contagiada de algunos de los vicios de las películas coyunturales, tentadas de subrayar algunas ideas y diseñar sus codas con algo de esperada moraleja, lo interesante de Los miserables está en su ineludible presencia en el panorama cinematográfico contemporáneo. Sus escenas inaugurales demuestran que hay allí un conflicto latente, que aún sin resoluciones o explicaciones tranquilizadoras necesita ser visto. Los rostros de los jóvenes que celebran el triunfo futbolístico, que toman esas calles como proas de su festejo, son fragmentos de un colectivo nacional que los embandera e integra, para luego devolverlos más allá de los límites de su exclusión. Pensar ese mundo bajo las coordenadas que Victor Hugo iluminó hace más de ciento cincuenta años es el gesto que enraíza esta nueva Los miserables con esa contemporaneidad que llega a las pantallas con la fuerza de su urgente representación.
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