Los desafíos del rodaje de Sed de mal: el regreso de Orson Welles a Hollywood
El célebre crítico francés André Bazin cuenta en su libro sobre la obra de Orson Welles que el esperado regreso del director a Hollywood, luego del periplo europeo con Otelo (1951) y de la cosmopolita Mr. Arkadin (1955), supuso el prudente perdón de la industria –no sin reticencias- al niño prodigio que la había desafiado cuando a los 25 años filmó El ciudadano. Era lógico que luego de aquella obra maestra, y desmedida provocación al orden de las cosas, ya no gozara de los mismos privilegios. A ello se sumaban los reparos de los productores luego del cataclismo de La dama de Shanghai (1948), film noir en el que había subvertido el mito de Rita Hayworth, se había embarcado semanas en un yate filmando a la deriva, y había entregado una historia laberíntica y compleja, plagada de secuencias fascinantes pero demasiado extravagantes para lo que esperaba la industria. ¿Qué haría ahora que, luego de diez años, volvían a llamar a su puerta? Más shakesperiano que nunca –decía Bazin-, pero ya sin vestigios de su romántico encanto de juventud, Welles volvía a aparecer delante y detrás de las cámaras "monumental, enorme y moralmente monstruoso". Vaya palabras. Es que, después de todo, parece que Sed de mal fue fruto de un malentendido.
Unos meses antes del ofrecimiento de Sed de mal, Welles acepta un trabajo como actor en La tragedia del Río Grande (1957), un western clase B producido por Albert Zugsmith para la Universal. Bajo las órdenes de Jack Arnold, aquel mítico director de historias de ciencia ficción, Welles interpreta a un malvado ranchero en disputa con el nuevo sheriff que intenta poner freno a su tiránica autoridad en la región.
Ese papel mefistofélico se hacía eco de los grandes personajes de Welles, desde Charles Foster Kane hasta el Harry Lime de El tercer hombre, y entusiasmó tanto a Zugsmith que decidió ofrecerle el villano de la inminente adaptación de la novela de Whit Masterson (seudónimo de Bill Miller y Robert Wade, autores que firmaban sus obras en conjunto) que tenía en carpeta. Lo que luego sería Sed de mal empezó entonces como un película tan clase B como el western de Arnold, hasta que Charlton Heston entendió que la posible participación de Welles no era solo como actor sino también dando órdenes detrás de escena. Heston insistió en sumar a Welles a la dirección y Zugsmith terminó cediendo, no sin reparos y con la idea de que podría circunscribirlo a un cuadro económico mejor controlado y más restringido que el de sus desastres anteriores. "Como punto de referencia más cercano en el tiempo y en el espíritu –señala Bazin- se podría comparar Sed de mal con Kiss Me Deadly, en la que Robert Aldrich produce una análoga transformación de la vulgar novela de Mickey Spillane". Así, la serie negra en manos de Welles empieza como una película modesta de cuño policial y termina de experimentar una explosión irreversible.
Sed de mal está ambientada en "The Tortilla Curtain", la frontera cargada de tensiones en la que Estados Unidos y México se observan mutuamente con bastante desconfianza. La novela de Masterson, Badge of Evil, transcurría en San Diego, por lo que al trasplantarla a esa ciudad porosa y precaria a la que llamó Los Robles, Welles revivía su cíclica idea de conflicto entre el norte y el sur del continente. Para ello se aseguró de sostener la coartada policial en primera línea mientras de manera subterránea entretejía su mirada sobre el mundo y su convulsa marcha. Necesitaba no solo esa historia de disputa entre un turbio y corrupto policía convencido de la culpabilidad de un sospechoso y un funcionario joven e íntegro persuadido de la defensa de la ley, sino un sólido elenco que la interpretara. Además de Heston tenía en mente a Janet Leigh, que ya había sido consultada por la Universal y había rechazado la oferta por el bajo salario que le ofrecía el estudio. Sin embargo, Welles decidió contraatacar con una carta personal, asegurándole a la actriz el placer que significaba para él la oportunidad de trabajar juntos. Al final, Leigh terminó gritándole a su agente que trabajar con Orson Welles era más importante que cualquier salario (paradójicamente, comparten solo una escena en pantalla, en la que Leigh está desmayada todo el tiempo). Por último, y con el rodaje ya empezado, fue Marlene Dietrich quien decidió sumarse a la aventura, en parte por su amistad con el director, y en parte porque pese a que sus apariciones en el cine eran cada vez más escasas esta le aseguraba un final a la medida de su leyenda. La ausencia de ley que desafiaba las reglas sociales en esa frontera geográfica también se aplicaba al territorio del arte: drama y comedia se confundían al mostrar que cualquier tragedia escondía su propia farsa, y realidad y ficción se nutrían, al desnudar que aquellos personajes se asemejaban demasiado al mundo que encarnaban.
Orson Welles comenzó el rodaje de Sed de mal con el mejor de los ánimos. Primero, porque volvía a filmar sobre las espaldas de Hollywood después de diez años y, segundo, porque había logrado hacer suyo el guion. "Estoy convencido de que no puedo hacer buenos films salvo que yo mismo pueda escribir el guion. Podría hacer thrillers, evidentemente, pero no tengo ganas. La única película que he escrito desde la primera a la última palabra ha sido El ciudadano. Bien, ya han pasado muchos años. ¿Tengo que esperar quince años más para que me vuelvan a conceder esa oportunidad?", declaraba Welles en una entrevista con Cahiers du Cinéma a comienzos de los 50. Y si bien aquí no eran suyas desde la primera hasta la última palabra, sí lo eran bastantes –de hecho no queda casi nada del primer tratamiento de la novela que el guionista Paul Monash le entregó Zugsmith-, y la Universal había decidido no entrometerse mientras se respetara el presupuesto y se cumplieran los días estipulados en el calendario (el presupuesto final fue 900 mil dólares, apenas 75 mil más del original estipulado, y el rodaje concluyó en 39 días). Si bien en las primeras semanas uno de los "espías" del estudio deambulaba por el set, más tarde, y ante la evidencia de que Welles podía pasarse medio día sin registrar una escena y luego en dos horas avanzaba once páginas del guion, decidieron darle el visto bueno.
Uno de los grandes desafíos para Welles fue el famoso plano secuencia de apertura. La extensión de la escena sin cortes –tres minutos y medio, el plano secuencia más largo hasta ese momento- requería que todo saliera a la perfección para no volver a rodarla desde el principio. Como la película se filmó íntegramente en locaciones –salvo la escena en la zapatería, que es un decorado-, el cruce de la frontera y la explosión de la bomba debían realizarse durante la noche, para evitar los destellos del amanecer. Cada vez que la toma parecía quedar perfecta, el actor que interpretaba al oficial de aduana confundía su parlamento. Welles ponía a prueba su entusiasmo y decía: "Vamos, una más". Finalmente, cuando aclaraba el horizonte, el director decidió que esa sería la toma definitiva. Se acercó al balbuceante actor y le dijo: "Si no recuerdas las líneas, no importa. Mueve los labios y lo resolvemos en postproducción. Pero, por favor, ¡no digas más ‘Lo siento, señor Welles!’".
Para preparar el personaje del voluminoso y amenazante Hank Quinlan, pese a que Welles había aumentado de peso en esos años, debió usar un pesado maquillaje y varias prótesis en el rostro. Su interés por los disfraces se remontaba a sus años en el teatro y fue una constante en todos sus personajes: Kane, Arkadin, Falstaff. Debajo de esas máscaras, cada uno de ellos escondía sus ambigüedades morales, sus fascinantes mezquindades, sus inquietantes dobleces. "He interpretado muchos papeles encarnando a tipos desagradables. Detesto a Harry Lime, ese canalla del mercado negro, y detesto a todos los hombres horribles que he interpretado, pero creo que no son ‘pequeños’ porque yo soy un actor para grandes personajes. En el antiguo teatro clásico francés había básicamente dos tipos de actores, los que interpretaban a los reyes y los que no lo hacían: yo soy de los que encarnan a los reyes. Debe ser así, a causa de mi personalidad. Entonces, naturalmente, hago siempre papeles de jefe, de tipos que poseen una extraordinaria dimensión; yo debo ser siempre bigger tan life, más grande que la vida misma. Es un defecto de mi naturaleza".
Esa orgullosa declaración de Welles a André Bazin, durante una entrevista en el Hotel Ritz de París, sintetiza el espíritu con el que emprendió la construcción de su papel. Y no solo aquel que desempeñaba en la ficción, sino el del mismo director que oficiaba como creador tras bambalinas. En un alto del rodaje en la ciudad de Venice en California –Welles quería que se filmara en Tijuana, pero el estudió se negó-, recibió la visita de su amiga Mercedes McCambridge para el almuerzo. Entre bocado y bocado, Welles la convenció de sumarla en un pequeño papel como jefa de una banda de maleantes. La famosa villana de Johnny Guitar se vistió de cuero, Welles le cortó el pelo, y le escribió esa siniestra y enigmática línea de diálogo que captura el espíritu de la película: "Quiero verlo todo". Así, las improvisaciones se hicieron más frecuentes en las últimas semanas de rodaje. Antes de comenzar a filmar, los actores habían tenido quince días de ensayos –hecho inusual para los tiempos de la industria-, y a medida que avanzaba el rodaje el director les daba mayor participación. "Reescribimos la mayor parte del diálogo, todos nosotros, y el Sr. Welles siempre nos preguntaba nuestra opinión. Fue un esfuerzo colectivo, en el que había participación, creatividad, energía. El Sr. Welles quería aprovechar cada momento, te hacía sentir que estabas involucrado en eso maravilloso que estaba sucediendo ante tus ojos ", contó con entusiasmo Janet Leigh en una entrevista, pese a que se fracturó un brazo al comienzo del rodaje y tuvo que ocultar el yeso en varias escenas.
Los problemas finalmente llegaron en la instancia del montaje. Como ya le había ocurrido con la fatídica intromisión de la RKO en el corte final de Soberbia (1942) –mientras Welles se encontraba en Río de Janeiro filmando el documental It’s All True-, en Sed de mal la Universal puso el grito en el cielo cuando vio el material definitivo entregado por el director. La historia les parecía tan confusa e intrincada que creyeron que los espectadores se iban a ir corriendo de la sala. Lo mismo sucedía con el tono buscado por Welles, fronterizo entre el halo trágico del film noir y el humor autoconsciente que ostentaba ese decadentismo. El director ya no contaba con el privilegio del corte final –beneficio que solo pudo ejercer en El ciudadano-, así que el estudio decidió cortar alrededor de 20 minutos –según reveló el mismo Welles en una entrevista posterior-, sobre todo aquellas escenas que ponían cierto humor al retrato de la pendenciera familia Grandi. Además, se agregaron varios planos de transición filmados por el director de segunda línea, Harry Keller. Enfurecido, Welles escribió un memorándum de 58 páginas a los ejecutivos de la Universal señalando cómo quería se estrenara su película. Finalmente no se respetaron sus deseos, pero ese memo fue la guía que se utilizó para remontar la versión restaurada, reestrenada en 1998.
En el libro Orson Welles. Historias de su vida, el crítico australiano Peter Conrad sugiere que la relación de Welles con la industria de Hollywood era similar a la de Quinlan (Welles) y Vargas (Heston): el vicio placentero y satisfecho se opone al egoísmo sagaz e implacable que afirma representar la virtud. "Cuando estaba filmando Sed de mal en exteriores, Welles mostró el nuevo mundo que adquiría existencia cuando las máquinas pisoteaban la naturaleza. En un páramo de dunas inconstantes y humo amontonado, las torres de perforación de petróleo, tan insaciables como los marcianos chupasangre de H. G. Wells, taladran el suelo, intentando insistentemente (como dice Quinlan) ‘bombear dinero’ aunque ya no quede nadie que se lo gaste". La mirada de Welles combina con inteligencia lo irónico con lo sombrío, estiliza al límite las reglas de la narrativa, deforma la representación visual del espacio, y borronea la frontera entre lo visible y lo oculto. Pese a la controversia del montaje final y a la resistencia del estudio de darle todo el crédito a su director, Sed de mal es la prueba de que el genio de Welles también podía alcanzar los mejores logros bajo un sistema estricto y un género codificado. Su audacia estuvo en aprovechar las ventajas y sortear las limitaciones, en convertir sus improvisaciones en grandes hallazgos, el favor de sus amistades en notables interpretaciones, el rodaje más feliz de su vida en la más placentera de sus obras maestras.
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