El cierre de la trilogía original de Star Wars, que marcó además la explosión comercial del universo de George Lucas, le debe mucho al genio de Lawrence Kasdan en la expansión y supervivencia de la franquicia y a los desarrollos tecnológicos que
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Hoy, 25 de mayo, se cumplen 40 años del estreno estadounidense de El regreso del jedi en 1983. Esa película cierra uno de los experimentos más radicales e influyentes de la industria cinematográfica, incluso si hoy hay además tres precuelas, tres secuelas, dos películas “asociadas” y una cada vez mayor cantidad de series que se desarrollan en el universo creado a partir de 1977 por George Lucas y un par de colaboradores quizás más importantes que el propio Lucas. El regreso del jedi, como corresponde a una serie que dio vuelta como un guante la manera de hacer películas, sus temáticas y -dato nada menor- su marketing hasta el punto de casi de reinventarlo, fue un gran éxito de taquilla aunque menor que el film original y que el -por entonces- más visto de la historia, E.T., el extraterrestre, estrenado un año antes.
El amante de los datos sabrá saborear estos números: ajustada por inflación, la recaudación de La guerra de las galaxias (que no era Episodio IV ni nada parecido, solo Star Wars en inglés) fue de 1.297.730 millones de dólares en los EE.UU. y figura segunda en la historia: E.T. figura cuarta, y El regreso del jedi, 17 (por debajo de Avatar y Avengers: Endgame). Incluso El imperio contraataca (13) y la más reciente El despertar de la fuerza (11, nada menos) están por encima del cierre de la trilogía original. Sin embargo, es una película absolutamente histórica y su luz -y su sombra- se proyectan sobre el hoy.
En primer lugar, el film no se debe tanto ni a George Lucas (productor y supervisor constante “a lo Walt Disney” de lo que ocurría en su universo), ni al director Richard Marquand (aún más impersonal que el muchas veces interesante Irvin Kerschner, realizador de El imperio contrataca) sino a los productores Frank Marshall y Kathleen Kennedy, y, sobre todo, al verdadero genio de todo este conjunto de nombres: Lawrence Kasdan. Para 1983, Kasdan ya había realizado su salvaje y clásica ópera prima Cuerpos ardientes, que definió lo que más tarde se llamaría thriller erótico, muy alejada del entretenimiento familiar que suponía Star Wars. Pero además había sido la cabeza detrás de Indiana Jones (el primer film solo se llamaba, en su estreno, Los cazadores del arca perdida) y tenía dando vueltas un guion que debió ser su primer trabajo como director pero que, quince años después de ser escrito, filmaría otro: El guardaespaldas.
Dice George Lucas, y no hay por qué dudarlo, que el guion original de Star Wars incluía ya varios de los elementos que se verían en El imperio contraataca, por ejemplo la relación padre-hijo entre el villano Darth Vader y el héroe Luke Skywalker. Pero Star Wars fue una especie de locura: se pasó dos veces de presupuesto (de tres millones de dólares de los años 70 pasó primero a siete y luego, a diez) y puso en vilo a la Fox, que apenas terminaba de recobrarse -décadas más tarde- del costo tremebundo que significó la Cleopatra protagonizada por Elizabeth Taylor. Pero como sabemos, Star Wars era justo el tipo de fantasía que quería el niño de los setenta, habituado a ver cohetes y trajes espaciales, marcado por un cine cada vez más realista. Planetas que parecían realmente habitados, algún personaje de ambigua moral, mezcla rara de samuráis, batallas aéreas de la Segunda Guerra Mundial, cuento de hadas, western y robots. Porque ese film pretendía ser un homenaje a los seriales de los años cuarenta (especialmente el de Flash Gordon) acomodado a la tecnología posible gracias a los primeros usos de las computadoras. El cine de los setenta era básicamente hiperrealista: la fantasía debía acomodarse a eso y la tecnología lo permitió. Esos factores hicieron que la película fuera un éxito.
Pero fue, además, un éxito de iconografía que desató una fiebre de consumo enorme, hasta el punto de de que todo el mundo pedía “muñequitos” de Star Wars y no los había. Es raro contarlo cuando hoy todo este material sobreabunda, pero así fue entonces. Esa fiebre de consumo fue la que convenció a Lucas de que había que seguir con la serie. Pero en realidad no había un plan para eso. Pues bien, el que transformó esos episodios veloces y casi paródicos del primer film en la base para una mitología fue Kasdan. Para El imperio contraataca, se unió además a la enorme Leigh Brackett, una de las guionistas titulares de Howard Hawks y veterana en estas lides. Kasdan y Brackett son los responsables de la perfecta historia de amor de Leia y Han Solo, tan cercana a las comedias de rematrimonio de Hawks (Ayuno de amor, sin ir más lejos), mientras que el aspecto de melodrama familiar y el relato coral vienen de Kasdan, que optó por esa forma en la contemporánea Reencuentro, en ese gran western que fue Silverado, y en otras películas como Te amaré hasta matarte, Grand Canyon o la magistral Mumford. Kasdan dejó de lado los seriales -después de todo, relatos tradicionales pero demasiado basados en fórmulas- para trazar un puente entre ese nuevo entretenimiento tecnológico y el Hollywood clásico. El resultado de la operación fue que Star Wars se convirtió en un universo amplio, los personajes centrales se cubrieron de carne, y la mitología quedó establecida.
El regreso del jedi en realidad se iba a llamar La venganza del jedi, pero las condiciones del mundo para una venganza habían cambiado. Aunque Kasdan consideraba que El regreso era mucho más débil que La venganza, no hubo caso. Detrás estaba la idea de que los héroes de la película dejaran de lado cualquier aspecto negativo o que pudiera dañar el negocio que, por entonces, significaba la franquicia. Hay un hecho extraordinario respecto de la película, un cambio respecto del original, que merece señalarse para comprender el peso histórico no ya del film sino del producto Star Wars: Kasdan creía que Han Solo debía morir antes de comenzar el tercer acto, y que eso establecería la incertidumbre respecto de qué personaje habría de sobrevivir y cuál no (spoiler: el concepto cuajó finalmente en El despertar de la fuerza) y multiplicaría el impacto del final. Pero Lucas no quiso. La razón: creía que si mataba a Han antes del final de la película, nadie compraría muñecos o merchandising con el personaje. De hecho, Harrison Ford dijo más o menos lo mismo “No veo futuro para un juguete de Han Solo muerto”. Si se tiene en cuenta que Lucas financió -como sucedió con El imperio contrataca- la película de su propio bolsillo, casi hasta resulta comprensible.
Es decir: Star Wars se había convertido no en un gran universo interrelacionado dentro de la ficción, sino en un gran universo de negocios y derivados en cuyo centro estaban las películas. Centro que, con el tiempo, habría de desplazarse. Lo definió de manera absoluta con El regreso del jedi, donde el esfuerzo del guion por restablecer la unidad del grupo de héroes después del terrible final de El imperio contrataca se nota desde el principio. Otro dato: a diferencia del resto del guion, Harrison Ford tenía contrato solo por dos películas. Y entre la primera Star Wars y 1982, se había convertido no en una estrella sino en “la estrella del momento”. De allí que quedara “congelado” al final del segundo film. Convencerlo no fue demasiado fácil, pero era imposible hacer la última película sin él: otra vez, la interferencia del negocio con el arte era definitoria. También es claro por qué la película comienza (resabio de los seriales a los que aún homenajeaba de algún modo) con su rescate: volvamos al principio. La redención final de Darth Vader es otro dato: se había convertido quizás en el gran ícono de la serie -una serie que, dicho sea de paso, es de las que mayor cantidad de íconos culturales estableció en toda la historia del cine, desde el sable láser hasta R2D2- y tenía que encontrar un destino que permitiera vender el muñequito con alegría.
Sin embargo, probablemente el gran impacto de Star Wars fue la creación de nueva tecnología para cada uno de los episodios. La cámara que podía repetir movimientos con precisión gracias a un procesador (la Dykstraflex, en homenaje a su creador, John Dykstra); los efectos de sonido creados con cientos de elementos por Ben Burtt, que hicieron que cualquier fotograma de cualquiera de esas películas sea reconocible sin verlo; el perfeccionamiento de la pantalla verde, el uso innovador de maquetas y el uso de la computadora para disponer diferentes planos de película en la impresionante batalla final de El regreso del jedi son pasos constantes hacia el futuro. En cierto sentido, la idea parecía crear una imagen y luego inventar la tecnología que la hiciera posible. Esa revolución absoluta cambió la manera de producir imágenes y generó una ideología que hoy es tan fascinante como peligrosa: cuando llegaron las computadoras, finalmente fue posible que un realizador creara -ya no registrara- cualquier idea visual que tuviera en mente. Y el problema es el de la pertinencia: una imagen increíble no necesariamente carga con la emoción del relato. Gran parte de la falla de mucho cine posterior proviene de este “empacho” tecnológico que El regreso del jedi estableció como estándar.
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