Lobo: el deseo de Jack Nicholson, el particular pedido de Michelle Pfeiffer y la relectura de un monstruo en los albores de la globalización
Con dirección de Mike Nichols, esta película de 1994 pretendió darle una vuelta de tuerca a la historia del hombre que, frente a cada luna llena, le abre paso al salvaje animal que vive dentro de él
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La leyenda del Hombre Lobo llegó al cine en pleno furor del ciclo de terror del estudio Universal en los años 30, durante los albores del cine sonoro: ya habían pasado Drácula, Frankenstein y la Momia, y restaba el cuarto monstruo para completar la galería del horror que consagraría a la casa productora como pionera en el género. Un cine de bajo presupuesto, con directores como Tod Browning y James Whale, dispuestos a correr riesgos en una tradición sin prestigio, y con estrellas que asomaban en sus filas, como Bela Lugosi y Boris Karloff, destinados a quedar de por vida adheridos a los colmillos y el maquillaje espeso de la transformación. Si la Momia fue una reversión del monstruo creado por Mary Shelley, envuelto en vendas y en la fascinación de la época por los descubrimientos de Howard Carter en Egipto y el hallazgo de la tumba de Tutankamon, el Hombre Lobo fue un manotazo de ahogado para imaginar una nueva saga, una astuta amalgama de relatos populares y leyendas apócrifas que dio a luz -o a la luna llena- al único de los monstruos signado por la verdadera fatalidad: la mordida de un lobizón.
Es en esa tradición en la que se encabalga el prestigioso Mike Nichols, conocido por dramas de cuño teatral como ¿Quien le teme a Virginia Wolf? (1966), antecedentes del Nuevo Hollywood como El graduado (1967) y películas comprometidas como Silkwood (1983), reclamado por su amigo Jack Nicholson, deseoso de vestir la piel del lobizón desde el comienzo de su carrera. Estrenada en Estados unidos a fines de junio y en Argentina el 4 de agosto de 1994, en su 30 º aniversario Lobo sigue siendo una de las versiones más atípicas del cuarto monstruo de la Universal, una actualización de la leyenda en el mundo contemporáneo, signado por las fusiones editoriales, la competitividad empresarial y la reciente globalización. Dentro de ese registro que combina lo urbano de las grandes corporaciones y lo fantástico situado en los bosques de Vermont, Lobo recoge un excelso romanticismo y una historia de amor y fatalidad que ha sobrevivido a los avatares de su rodaje y las opiniones encontradas en su recepción.
Un poco de historia
Como una versión medieval de los superhéroes contemporáneos, el Hombre Lobo es mordido y desprovisto de su voluntad en las noches de luna llena, en las que el animal cuyo espíritu atesora se apropia de su cuerpo y su furia como si de una posesión se tratara. Esa dualidad es su signo, y su condición mundana que lo origina está lejos de los vampiros legendarios o de los cadáveres resucitados por la ciencia. Con esa premisa llegó al cine como rezagado tras todos los monstruos, con una única película en el primer ciclo de la Universal: The Worewolf of London, en 1935, el mismo año de La novia de Frankenstein, la primera secuela del ciclo, y con el desangelado Henry Hull como protagonista.
Luego de un largo hiato, signado por los problemas económicos del mandamás Carl Laemmle, la rebautizada Nueva Universal reflotó todos sus monstruos y dio nuevos aires a su descuidado lobizón. Fue Lon Chaney Jr. quien le dio nueva vida, hijo del maestro del cine mudo y protagonista de clásicos como El fantasma de la ópera o El jorobado de Notre Dame, a cargo del desafío de llenar las huellas de su padre y empujar a un nuevo tiempo al Hombre Lobo.
La primera de esa nueva saga fue El hombre lobo (1941), dirigida por un artesano de los westerns como George Waggner, que tras convertirse en un éxito impulsó al heredero de Chaney a calzarse todos los trajes de los monstruos y convertirse en el corazón de esa nueva era del terror de la Universal. Pero ese afán de secuelas y parodias desgastó el efecto terrorífico inicial y aquellas deidades del susto se convirtieron en patéticas marionetas de la risa para los espectadores de la posguerra. Así el pobre Hombre Lobo, condenado al repudio social y refugiado siempre en el bosque, regresó luego de varios años a una nueva casa en Inglaterra: la casa Hammer. Allí, bajo las estridencias de un furioso Technicolor y los aires barrocos del resurgimiento del horror inglés, el Hombre Lobo tuvo dos versiones: The Curse of Werewolf (1961), de Terrence Fisher, y Legend of Werewolf (1975), de Fredie Francis, menos populares que las historias de las grandes estrellas de la saga, Drácula y Frankenstein. Esta condición de paria, confinado a una marginal representación y signado por dualidades y escaso prestigio literario, lo hicieron vagar en el olvido hasta el resurgimiento en los años 90.
Un lobo contra los yuppies
Como antesala del proyecto de Mike Nichols para reflotar al cuarto integrante de la vieja galería de la Universal, se encuentran algunas incursiones en la licantropía durante el apogeo de la comedia en los 80, pensadas como analogías del despertar sexual adolescente y los conflictos que acarrea para un entorno a menudo conservador. Muchacho lobo (1984), con Michael J. Fox, fue el mejor ejemplo de esa versión teen del lobizón, afectada por las turbulencias hormonales antes que por el sino trágico de su conversión (algo que sí supo explorar Leonardo Favio en su autóctona Nazareno Cruz y el lobo). Por ello, en esa década el Hombre Lobo y sus mejores epígonos se lograron bajo la égida del terror con Aullidos, de Joe Dante, y El hombre lobo americano, de John Landis, ambas de 1981, provistas de novedosos efectos especiales para narrar la transformación del monstruo, la sed de sexo y sangre, y la autoconciencia de una tradición que se sincretiza con la cinefilia: guiños y referencias a las otras versiones del lobo pueblan ambas películas y recogen el apego del espectador. ¿Es con esa tradición con la que dialoga Mike Nichols, emergente de la efervescencia del Nuevo Hollywood, y dispuesto a asentar el monstruo bajo las nuevas coordenadas de los 90?
La verdad es que no. Antes que citas cinéfilas, desde los primeros minutos de la película hay un intento de configurar al lobizón como expresión de la furia del hombre moderno ante la cadena de frustraciones que lo tendrán como protagonista. Por ello es interesante la referencia más evidente a La mosca (1986), de David Cronenberg, en ese caso inspirada en uno de los exponentes de la ciencia ficción de los 50 que el maestro canadiense retuerce con romanticismo y culto al grotesco. Menos viscosa que aquella, la Lobo de Nichols asimila esa tensión con el mundo social, representada en el arribismo de una época de competencia y deslealtad a la que se enfrenta un veterano editor luego de que la compañía a la que dedicó su vida sea absorbida por un millonario enemigo del gusto y la personalidad, en sintonía con los tiempos de la globalización. Cuando lo muerde un lobo de regreso de Vermont, su transformación corporal será el eje de una batalla personal contra los poderes que lo consideran vetusto y prescindible.
La gestación del guion y la elección del elenco
El destello que originó la producción de Lobo fue un deseo que Jack Nicholson albergaba desde hacía más de doce años junto a su amigo Jim Harrison, quien resultó guionista y productor ejecutivo de la película. Ya avanzado el desarrollo del proyecto, la Columbia aceptó producir la película con la condición de ajustar el texto de Harrison, al que consideraba demasiado novelado. El guionista elegido fue Wesley Strick, quien siempre sintió que tanto Harrison como Nicholson estaban resentidos con él. Sin embargo, el director Mike Nichols, quien tuvo el visto bueno de entrada por parte del actor frente a otras variantes que barajó el estudio -la más sólida fue la de Stanley Kubrick, a quien no le interesó la idea de la película-, apoyó de entrada el trabajo de reescritura de Strick.
En las primeras conversaciones, la profesión de Will Randall, el protagonista, sería la de abogado. Más tarde, en sintonía con los tiempos de fusiones y transformaciones en el mercado editorial, se decidió pasar a la profesión de editor. Lo mismo ocurrió con la edad del personaje: en casi todas las primeras versiones del Hombre Lobo se trataba de un hombre joven, que en los 80 pasó a ser un adolescente, y esta vez Nicholson insistió en que sea un hombre maduro, para expresar en el rejuvenecimiento del personaje, a raíz de la licantropía, la reaparición de una vitalidad que ajusticia el prejuicio que condena a Will al retiro por ser demasiado viejo. El elegido como contrincante de Will fue Christopher Plummer, ceremonioso en su rol del millonario Alden, y padre de uno de las apariciones más singulares de esta versión: la de Michelle Pffeifer como Laura Alden. Primero se barajaron los nombres de Marlon Brando y de Mike Jagger, quien desistió cuando se enteró que no sería el hermano de Pfeiffer sino el padre.
Hija rebelde del millonario, Laura aparece por primera vez en escena cuando Will asusta a un caballo y sufre uno de sus primeros ataques fruto de la ansiedad que le ocasiona la transformación. La subversión del rol de víctima que encarna Pfeiffer la posiciona de entrada como potencial aliada en la revuelta de Will contra su padre, y luego en objeto de ese romanticismo subterráneo que ya se había percibido en La mosca y en la versión de Francis Ford Coppola de Drácula (1992). El amor irracional como antídoto ante una época signada por el utilitarismo y la conveniencia, lo cual hace que estos “monstruos” forjen un camino de resistencia. Por ello Pfeiffer -quien venció en la disputa por el papel a Sharon Stone y Annette Bening - pidió quitar la caperuza roja que debía vestir su personaje en la última escena para evitar cualquier asociación a esa vulnerabilidad de cuento de hadas que ella no quería representar. En una entrevista realizada en los tiempos del estreno, señaló que más allá de su deseo de trabajar con Nichols y Nicholson, la decisión de aceptar el papel de Laura tuvo que ver con que “no quería hacer otro personaje con acento, no quería ponerse otra peluca, no quería ponerse otro corsé, sino que deseaba hacer algo moderno”. Ella venía de filmar Relaciones peligrosas (1992), de Stephen Frears, y La edad de la inocencia (1993), de Martin Scorsese.
Algunos contratiempos
Los efectos especiales, las escenas violentas y el costoso maquillaje que llevaba el personaje de Jack Nicholson fueron las principales fuentes de problemas. Si bien la puesta en escena resulta bastante austera, algunos efectos de sobreimpresión y ralenti quedaron bastante fechados. Se hace evidente en la escena del comienzo, cuando Will es atacado por un lobo que permanece tirado en el piso como un muñeco y luego resucita en un brusco corte de montaje dejando un cuadro algo artificial de lobos negros con ojos luminosos refugiados en el bosque lindante. Algo similar ocurre con los saltos de Jack Nicholson una vez convertido en lobo, signados por cierta artificialidad que afecta la fluidez del relato. Hay varios enfrentamientos entre Will y su ex protegido Stewart -interpretado por James Spader-, convertido en el villano trepador que le disputa su puesto en la editorial. En la escena en la que Stewart es arrojado por los escalones de piedra de la casa de huéspedes, el doble de riesgo de James Spader hizo todas sus acrobacias sin cables ni protección, y casi se lesiona gravemente.
Al principio de la producción ya había ocurrido otro hecho alarmante: Jack Nicholson le dijo al supervisor de efectos especiales de maquillaje, Rick Baker, que era alérgico al pegamento tradicional. Aunque al principio no le creyó, Baker aceptó utilizar un adhesivo especial para pegarle el pelo del lobo, pero la tarea manual le resultó difícil y tediosa. Al día siguiente, después de maquillar a James Spader, Baker utilizó el mismo producto en Nicholson y, al darse cuenta, ocultó su error, esperando que el actor no lo notara. Al día siguiente, Baker se horrorizó cuando Nicholson entró al tráiler de maquillaje con el rostro hinchado por la alergia. Otra controversia llegó con la filmación de la escena en la que Nicholson, convertido en lobo, persigue a un ciervo por el bosque. La escena se filmó con un ciervo disecado, utilizado en la mordida, y un ciervo mecánico, para la lucha. El ciervo real, con la asistencia de sus entrenadores, no interactuó con Jack Nicholson sino que fue registrado en el andar, y añadido a la secuencia en el montaje. Lo mismo ocurrió con los pájaros que aparecen vigilantes de la cacería.
Por último, la idea de Mike Nichols era contar con la música de John Williams para la película, sin embargo el compositor venía de obtener el Oscar por La Lista de Schindler y su exigente trabajo en la Orquesta Boston Pops le impidió ajustar su calendario y sumarse a la película. Finalmente el elegido fue el italiano Ennio Moricone, quien junto al director de fotografía Giuseppe Rotunno, fotógrafo de clásicos como El gatopardo y Amarcord, formaron un equipo italiano de primera. Los últimos inconvenientes llegaron con el final de la película, que mostraba la elección de los amantes Will y Laura de la condena eterna en los bosques, apogeo de un romanticismo que no siempre era bienvenido en un cine partidario del castigo al crimen y la maldad. Ese final despertó reacciones adversas en los públicos de prueba y pospuso durante más de ocho meses el estreno de la película. La recepción crítica fue algo tibia, lo cual ocasionó que Mike Nichols desistiera de futuras incursiones en el horror, y que su colaboración con Jack Nicholson, fructífera desde los tiempos de Conocimiento carnal en los 70, se interrumpiera definitivamente.
¿Qué fue lo que pasó con Lobo? Quizás la decisión de alejarla de la tradición del género, incluso de sus incursiones cinéfilas de los 80, y adherirla a la mirada desencantada de los 90 sobre el tiempo globalizado y el culto a los nuevos negocios, haya sido una idea de vuelo corto, que afectó la vida futura de la película. Quizás a su romanticismo irredento le faltó la exuberancia del Drácula de Coppola o la transgresión de La mosca de Conenberg, ambas más exitosas. Quizás la austeridad en la puesta en escena, la ausencia de grandes persecuciones o de peleas épicas, haya restringido su espectacularidad o puesto al descubierto algunos recursos ingenuos. No lo sabremos, el cine tiene sus misterios y es saludable convivir con ellos. A treinta años de su estreno vale la pena revisitar a aquella mágica excursión a los bosques de lobos feroces, a los cuentos de hadas posmodernos, a una mirada urbana y cosmopolita sobre el lobo marginado por la sociedad. Un lobo solitario que finalmente encuentra la mejor compañía.
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