Legado monumental de Luchino Visconti
Dejó 14 largometrajes fundamentales
Aristócrata, comunista, decadente, realista: son algunos de los epítetos que recibió, en su singular tránsito por este mundo, Luchino Visconti (1906-1976), uno de los artistas europeos más completos y refinados del siglo XX. Apelando a otras caracterizaciones, más funcionales, hay que recordar que se trató de un importante director teatral y régisseur de ópera (incluso de ballet), pero, sobre todo, uno de los principales cineastas de aquella irrepetible pléyade de maestros que forjaron el gran cine italiano, el "clásico".
Orientado en un principio hacia la música (estudiaba violonchelo), la pasión de Visconti por el cine despuntó en París, en los años 30, cuando se acercó a Jean Renoir y se convirtió en su asistente en un par de films. Fue el espaldarazo para una carrera que se cumplió a lo largo de 14 largometrajes fundamentales, más algunos cortos, tres de ellos en películas en episodios. Pero le habría bastado filmar Bellissima (1951), Senso (o Livia, un amor desesperado , 1954), Il gattopardo (1963), La caída de los dioses (1969) y Muerte en Venecia (1971) para revistar en la historia del cine como uno de los más grandes.
"Verdi y el melodrama italiano fueron mis primeros amores", escribió una vez, y, por cierto, fueron amores duraderos. Se había iniciado con Obsesión , en la cual, a pesar de tratarse de una adaptación de El cartero llama dos veces , del estadounidense James Cain, se las ingenió para insertar una secuencia de canto lírico verdiano. En ese debut, en 1943, llevó la cámara a las rutas y a las plazas y registró cuerpos sudorosos, deseantes, todo lo contrario del acartonado cine que se hacía bajo el fascismo. Y entonces la crítica habló por primera vez de un realismo nuevo, o neorrealismo.
Volvió a Verdi en la secuencia inicial de Senso con el tercer acto de Il trovatore , en el teatro La Fenice de Venecia, y en Il gattopardo , recreación de la novela de Lampedusa, en la Sicilia de 1860, alterada por el desembarco de Garibaldi. Su fiel guionista Suso Cecchi d Amico -hoy nonagenaria- hace un par de años contó a LA NACION que, con miras a la ambientación y tonalidades de color del film, el minucioso estudio de la plástica italiana del siglo XIX (los macchiaioli ) les insumió meses.
En cuanto al melodrama, el punto acaso más candente de su filmografía fue Vaghe stelle dell Orsa (grotescamente rebautizada en la Argentina Atavismo impúdico , de 1965), con Claudia Cardinale y Jean Sorel viviendo un amor incestuoso al son del Preludio, coral y fuga de César Franck, el mismo que la madre del cineasta, Carla Erba, tocaba al piano. El incesto reapareció en La caída de los dioses en una escena de Ingrid Thulin con Helmut Berger -su hijo en la ficción-, en medio de las intrigas industriales que acompañaron el ascenso del nazismo. Y en esa incursión por el mundo germánico dejó rienda suelta a otros amores operísticos y sinfónicos: Wagner, retomado intensamente en Ludwig , y -sería sacrílego omitirlo- el Mahler de Muerte en Venecia , sobre la novela de Thomas Mann, elegía monumental en torno a la muerte, la homosexualidad y la belleza.
Artífice de un esteticismo extremadamente elaborado, sostenido a lo largo de su producción, Visconti parece no haber sido tan coherente en su desempeño cotidiano y social. A su ex asistente Franco Zeffirelli le gusta señalar admonitoriamente los contradictorios gestos del maestro cuando, en el rodaje de La tierra tiembla , filmada entre auténticos campesinos sumidos en la pobreza, desplegaba champagne y caviar a discreción. La condición de noble del cineasta (hijo de Giuseppe Visconti, duque de Modrone), en fin, contrastaba con su militancia marxista. En ese ir y venir, sin embargo, se le reconoció grandeza; un testigo de su época, el crítico Tullio Kezich, en la nota necrológica que le dedicó en La Repubblica , en marzo de 1976, reconoció que Visconti había vivido "todas sus contradicciones -a menudo desconcertantes incluso para sus amigos- con absoluta buena fe, pasión y generosidad".
Así transcurrió esa vida que había arrancado en Milán, un 2 de noviembre, hace exactamente cien años. Su obra es un gran final que no admite seguidores y que, en su exhaustividad, se perfila como irrepetible. Es una de las razones por las cuales quienes añoran aquel gran cine italiano del que Luchino Visconti fue protagonista y, además, esperan un resurgimiento de sus cenizas nunca serán satisfechos.
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