Lawrence de Arabia, una superproducción épica rodada en medio de un infierno de despilfarro, calor agobiante y fuertes peleas
Clásico de la historia del cine, se filmó en condiciones muy complicadas y provocó enfrentamientos permanentes entre su director, David Lean, y el productor Sam Spiegel
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Lawrence de Arabia es sin dudas una de las películas más famosas de la historia. En la década del 90, la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos la catalogó como “cultural, histórica y estéticamente significativa”, una distinción poco habitual para un producto diseñado en Hollywood. Pero también fue un dolor de cabeza para David Lean, su director, y todos los que participaron de un rodaje transformado muy pronto en un verdadero infierno. Después de que el equipo de preproducción tardara dos años en preparar todo lo necesario para llevar adelante el proyecto de hacer esta película, vinieron catorce meses inolvidables para todos los que estuvieron allí: por lo intensos e increíblemente problemáticos que fueron, y también porque con todos esos inconvenientes igual se le pudo dar forma a uno de los clásicos más renombrados de la historia del cine.
No hay unanimidad ni mucho menos en torno a Lawrence de Arabia: así como muchos directores importantes la han reconocido como una influencia decisiva (Stanley Kubrick, George Lucas, Spike Lee, Sergio Leone, John Woo, Christopher Nolan), hubo críticos reputados que la destrozaron. Bosley Crowther escribió en The New York Times que la película “es una enorme y atronadora ópera de camellos que tiende a desvanecerse bastante mal a medida que avanza hacia la tercera hora y se involucra con la desilusión hosca y el engaño político”. Andrew Sarris, uno de los principales impulsores de la teoría del autor en el cine, publicó en The Village Voice una invectiva todavía más agresiva: “Es simplemente otro espejismo costoso, aburrido, demasiado largo y fríamente impersonal; me resulta odiosamente calculadora y condescendiente”.
La épica historia cinematográfica que rescató la aventurera vida de Thomas Edward Lawrence, un militar galés nacido 1888 que también fue arqueólogo y escritor, tuvo buena respuesta en la taquilla ( costó 15 millones de dólares y recaudó 70), aunque su costo en lo referido a la salud psíquica de muchos de los involucrados en la fastuosa producción fue muy elevado. Como oficial del Ejército Británico, Lawrence fue durante la Primera Guerra Mundial una pieza clave de la rebelión árabe contra el dominio otomano. El largometraje de Lean (de casi cuatro horas de duración) usó como base su apasionante biografía y su personalidad atormentada y ambigua para crear un héroe algo esquemático, pensado sobre todo como un protagonista que necesariamente debía empatizar con un público masivo.
Los escenarios de la película
Para crear uno de los escenarios importantes de la película, situados en una Aqaba reformulada para volverla funcional en la ficción, se construyeron 300 edificios en una zona desértica en el sur de España. Aqaba es una ciudad que se encuentra en el punto más austral de Jordania, al este de la frontera entre ese país e Israel; es el único puerto de Jordania, sobre el Mar Rojo.
El trabajo con las locaciones de la película es un capítulo memorable de su leyenda. Hoy pueden ser tomados como referencia para armar un buen circuito turístico por el sur de España, donde se desarrolló la última parte de un rodaje extenuante. En Sevilla, la mayoría de los edificios que aparecen en la película son los del complejo construido en la capital andaluza en 1929, específicamente para la Exposición Iberoamericana. La plaza de España era el cuartel general británco en El Cairo. En La Casa de Pilatos se encontraron Lawrence y el general Allenby. El hotel Alfonso XIII, donde se alojaba el equipo, sirvió para recrear el club de oficiales. La plaza de las Américas era Jerusalén. Y el Casino de la Exposición, la cámara del consejo árabe.
La Aqaba del film se construyó en una playa de Almería, ciudad célebre entre los cinéfilos por albergar los arenosos estudios donde se forjó la tradición del spaghetti western. Aqaba era el foco de los ataques de los beduinos liderados por Lawrence y el Sherif Ali (Omar Sharif). Más de doscientas personas trabajaron a destajo durante tres meses para levantar los trescientos edificios que fueron parte de la escenografía.
La impactante escena de la voladura del tren, una de las más conocidas de la película, se rodó en la gran llanura con dunas que hay entre El Toyo y San Miguel de Salinas, en el extremo oeste del que hoy es un parque natural. Hubo que construir 2,5 km de vía y comprarle a Renfe, la principal empresa de transporte ferroviario de España, dos locomotoras y varios vagones para luego volarlos con dinamita. Naturalmente fue una toma única, filmada con siete cámaras para asegurar un resultado utilizable.
En la Rambla del Cautivo del desierto de Tabernas, uno de los escenarios naturales más recurrentes en la historia del cine, se plantaron palmeras para simular un oasis. Todavía hoy siguen allí. Y en el parque Nicolás Salmerón de Almería, el mayor jardín urbano de la ciudad, se recreó la salida de las tropas árabes de Damasco y la entrada de Lawrence en El Cairo. Un tranvía construido para la ocasión y remolcado por un tractor cruzaba la escena cargado de extras egipcios y españoles.
El tour relacionado con la película se puede continuar en Marruecos, donde se utilizó el ksar de Aït Benhaddou, una de las fortalezas de barro más célebres de la zona, que aparece también en otras películas populares como El cielo protector, La momia y Gladiador. El lugar, un clásico de los folletos turísticos, estuvo habitado por la tribu de los ben Haddou hasta la década del 50, cuando comenzó el abandono de la ciudad y su progresivo deterioro. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1987. Y para terminar la recorrida hay que pasar por Jordania: en el imponente desierto de Wadi Rum se levantó el campamento del rey Feisal y se filmaron varias escenas importantes.
Lawrence de Arabia también tiene algunos escenarios europeos y americanos: la catedral de San Pablo, en Londres, las campiñas inglesas de Surrey y el desierto Imperial Sand Dunes, en California.
Un rodaje infernal
Pero más allá del enorme despliegue técnico y económico alrededor de esta superproducción, hay una historia, digna de otra película, vinculada con su rodaje. Sobre todo por la guerra desatada entre su director, el británico David Lean, y el polémico productor Sam Spiegel, un polaco nacido en la época del imperio austrohúngaro que emigró a los Estados Unidos en 1938, huyendo del nazismo. Spiegel fue el productor de tres películas que ganaron el Oscar (Nido de ratas, El puente sobre el río Kwai y Lawrence de Arabia) y un reconocido impulsor de la causa sionista, muy cercano a figuras de la política israelí como Golda Meir y Ariel Sharon.
Uno de los problemas centrales tuvo que ver con el presupuesto: originalmente se había pensado en financiar el proyecto con tres millones de dólares, pero se terminó gastando cinco veces más. Y además ni siquiera los siete Oscar que se llevó la película pudieron acallar los rumores, las inquinas y los reproches derivados de ese rodaje infernal.
Después de la exitosa experiencia conjunta con El puente sobre el Río Kwai, la relación de Lean y Spiegel ya había quedado un poco bombardeada, en especial por un problema de créditos. Lean exigió que en Lawrence de Arabia su nombre apareciera junto con el del productor, antes del título del film. Se pusieron de acuerdo en eso y en la idea de contar la historia de un hombre enfrentado a circunstancias extraordinarias en un lugar exótico. Lawrence no era cualquier hombre, claro: su talla de héroe romántico y poeta visionario, así como su perfil de asceta y mercenario, labrados mayormente a partir de su autobiografía, Los siete pilares de la sabiduría, eran oro puro para una producción espectacular de Hollywood.
Pero con Lean sudando la gota gorda en el desierto y Spiegel abocado al gin rummy en su velero, un diálogo que debería ser fluido se empezó a enturbiar hasta volverse imposible. Habían negociado con Columbia buenos salarios para los dos (200 mil dólares por cabeza) y el tercio de los beneficios que obtuviera la película en taquilla para repartirse. Spiegel había invertido diez mil dólares para comprar los derechos de todos los libros sobre Lawrence que circulaban por el mercado editorial, entre ellos cuatro volúmenes del británico Robert Graves, muy conocido por sus investigaciones de los mitos griegos. Pero le costó mucho más convencer a Arnold Walter Lawrence, el hermano del protagonista real de la historia, de cederle los de Los siete pilares de la sabiduría. Arnold había rechazado varias ofertas previas de otros productores y parecía convencido de que una película sobre su hermano no era una buena idea. Pero la versión preliminar del guion que leyó luego de la gran insistencia de Spiegel lo hizo cambiar de opinión, al punto de vender el libro por una cantidad no muy onerosa: unos 25 mil dólares que eran en ese contexto casi un costo residual, incluso dentro de los cálculos originales de presupuesto.
En el anuncio público del proyecto, llevado a cabo en el distinguido Claridge’s Hotel de Londres, se dio a conocer el dato más relevante de la película hasta entonces: el protagonista sería Marlon Brando, quien venía de cautivar a toda la industria con sus papeles en Un tranvía llamado deseo, El salvaje y Nido de ratas. Dos días más tarde, el propio Spiegel le diría al Daily Mail inglés que lo de Brando ya era historia y que el guion aún no estaba terminado.
Mientras tanto, Lean estaba abocado a un casting muy problemático: Cary Grant, Laurence Olivier y Kirk Dougas fueron citados por Spiegel básicamente para obtener espacio en la prensa (algo que consiguió), pero el primer candidato en el que tanto él como Lean pensaron con seriedad fue Anthony Perkins, que terminó descartado porque su imagen había quedado demasiado pegada a su perturbado personaje de Psicosis. El otro nombre que estuvo en danza con buenas chances fue el de Montgomery Clift, actor que -igual que Brando- tenía una personalidad expansiva y por lo general conflictiva. Fue el director quien tuvo la idea de que lo mejor para el proyecto era una cara menos conocida, un protagonista más enigmático para el gran público, en consonancia con los misterios del mito que se estaba empezando a edificar, cargado de zonas oscuras. Un por entonces muy joven Albert Finney lo había entusiasmado, pero Spiegel le ofreció un acuerdo a largo plazo que excediera su labor en Lawrence de Arabia y el actor inglés no aceptó.
Ya inquieto por las dificultades, Lean se entregó a una maratón de películas inglesas con protagonistas masculinos jóvenes para encontrar a su protagonista. Y en un film menor que no le gustó demasiado (The Day They Robbed the Bank of England) descubrió por fin a Peter O’Toole, que había acumulado prestigio en la escena teatral inglesa pero era un desconocido en el mundo del cine.
La primera alarma que le sonó al productor, de todas maneras, no tuvo que ver con eso. Su preocupación más importante era la información que circulaba por el ambiente artístico británico de la época: O ‘Toole tenía problemas con la bebida, había provocado algunos escándalos amorosos y solía rebelarse muy pronto ante alguna solicitud que considerara injusta con violentos arrebatos de ira. Sin embargo, Spiegel lo contrató pagándole una cifra cercana a los 15 mil dólares y garántizádole al actor que su mujer Sian iba a poder visitarlo en el desierto al menos una vez por mes a lo largo de un rodaje que no estaba pensado para durar más de un año. Para el papel, O’Toole debió teñirse el pelo de rubio y, lo más exigente, someterse a una cirugía para que su nariz quede “corta, recta, muy inglesa”, como la describió Spiegel, y similar a la del verdadero Lawrence.
A fines de 1960, el rey Hussein aprobó el inicio de la filmación en Jordania, y también cedió efectivos del ejército nacional para las escenas bélicas a cambio de 165 mil libras esterlinas, bastante menos que su pedido inicial, de un millón. Spiegel era indiscutiblemente un negociador muy eficaz.
Problemas, bajas y desafíos
La búsqueda del Sherif Ali el Karish tampoco fue sencilla. El personaje era una cruza de varios de los lugareños que Lawrence se había cruzado en su recorrido por Oriente Medio. La idea era un moreno que contrastara fuertemente con el protagonista, rubio y de ojos claros. Hubo un acercamiento fallido con Alain Delon -el favorito de Spiegel-, pero el elegido fue otro francés, Maurice Ronet, reemplazado por Omar Sharif ya con el rodaje iniciado, después de haberse negado a usar lentes de contacto para disimular sus ojos claros.
Con un protagonista no muy popular, Lean fue exhortado a elegir secundarios de peso. No todos eran estrellas, pero sí profesionales reconocidos y solventes: Alec Guinness (a cargo del importante rol del príncipe Feisal), Anthony Quinn, Jack Hawkins, Omar Sharif y José Ferrer. Lo de Guinness no era justamente una decisión que el director había tomado completamente convencido. La experiencia con él en El puente sobre el río Kwai no había sido la mejor, pero la hospitalización de Spiegel por el disgusto que le produjo la insinuación de que el actor debería ser otro lo disuadió de aceptarlo para un papel fundamental, de acuerdo a lo que planteaba un guion escrito a cuatro manos por Michael Wilson, autor del libro de El puente sobre el Río Kwai y uno de los tantos perseguidos por el macartismo, y el dramaturgo inglés Robert Bolt.
Uno de los desafíos más importantes para la producción era, aunque parezca insólito, lograr que O’Toole aprendiera a montar un camello. El actor terminó la primera lección con los pantalones manchados de sangre, pero logró su objetivo. El otro menester en el que había que concentrarse era más exótico aún: controlar los avances de Lean sobre las únicas tres mujeres que habían podido sumarse al rodaje en un país como Jordania, donde los roles femeninos están rigurosamente delimitados. Una de ellas, Barbara Cole, dejó a su pareja, Ted Sturgis, uno de los asistentes de dirección de la película, justamente por una aventura amorosa con el cineasta, que igual estaba de muy mal humor por los retoques permanentes en el guion que Spiegel le pedía a Bolt, sobre todo para aligerar el contenido político de la sublevación árabe en aras de una historia de aventuras más melodramática.
Otro motivo de enojo para el director era el ritmo que Spiegel pretendía imponer en el rodaje, más acelerado de lo necesario, según su perspectiva. El productor etiquetó al cineasta como “defensor de pobres” y “un mal socio” para una producción cinematográfica. Ataviado en pleno desierto con la elegancia de un caballero inglés -camisa de algodón blanco, refinado pantalón azul oscuro del mismo material-, Lean mantenía la calma porque contaba con el apoyo incondicional de su equipo y solía hacer oídos sordos a las quejas de Spiegel, que por otra parte reclamaba austeridad desde un yate que había alquilado en la bahía de Aqaba para “celebrar en un ámbito confortable reuniones de guion y otras actividades relacionadas con la producción de la película”, según sus propias palabras. Harto de las excentricidades del productor y de su injerencia permanente en los cambios del guión, Lean le puso coto al asunto: “Yo me llevé un millón de dólares por El puente sobre el río Kwai, pero vos te llevaste tres, así que dejame trabajar tranquilo, que si las cosas salen bien esta vez te vas a llevar el triple”, le dijo. Una advertencia que Spiegel en el fondo interpretó como una buena noticia.
Lean planeó el rodaje como una operación militar en un terreno complicado (una cordillera de montañas y enorme dunas de arena, con un calor agobiante durante el día y mucho frío durante la noche, centenares de extras y de animales involucrados, jornadas extensas y una distancia demasiado grande entre las locaciones y Aqaba, desde donde se llevaban periódicamente las provisiones). Pero al mismo tiempo era inflexible en cuanto a sus caprichos: Omar Sharif ingresó al proyecto con la película en marcha y tuvo que viajar a Londres para quitarse un pequeño lunar en el rostro, así como O’Toole había sido obligado a modificar su nariz para conservar su papel.
Las jornadas en Jordania fueron particularmente difíciles: temperaturas de hasta 55 grados, tormentas de arena, plagas de insectos y falta de agua (llegaba en cisternas pero solía agotarse antes de los previsto) perturbaron a todos, pero recién cuando Alec Guinness y Anthony Quinn tuvieron que trabajar en esas condiciones empezaron los reclamos generalizados, a partir de los que las dos estrellas se ocuparon de remarcar con amenazas de dejar la película incluidas. Ese clima de tensión en un rodaje con cerca de doscientas personas involucradas fue un peso extra para Lean. Los técnicos británicos, mayoría en el equipo, pidieron un pago extra a través de su sindicato y lo consiguieron; también raciones adicionales del menú que preferían: abadejo ahumado, huevos con panceta y roast beef con papas.
El del agua no era un problema menor: en las escenas en las que intervinieron cerca de tres mil beduinos y un número similar de camellos y caballos árabes el consumo llegó a los 160 mil litros diarios. También hubo inconvenientes con otro líquido, el alcohol, una de las vías de escape de muchos de los que estaban sufriendo con un rodaje tan duro, incluidos O’Toole y Sharif, dos habitués de la cantina montada en pleno desierto.
Se trabajaban veintiún días y luego se descansaba apenas tres. La mayoría aprovechaba los “feriados” para viajar a la capital de Jordania, Amán, o a Jerusalén, pero O’Toole y Sharif, convertidos en compinches de juerga preferían Beirut con sus night clubs. O’Toole, para colmo, volvía de sus noches de fiesta con ganas de llevar a cabo una serie de bromas pesadas que el resto del equipo veía como una negligencia de su parte. Una de las más osadas fue cuando derribó una de las tiendas de campaña donde descansaba parte del equipo técnico. Era evidente que el consumo de alcohol no se limitaba a sus estadías en la capital del Líbano.
Cuando el rodaje ya se había extendido más de lo cualquier conocedor del mundo del cine habría podido suponer previamente, Horizon y Columbia, las dos compañías encargadas de financiarlo, emitieron un comunicado muy singular: “Lawrence de Arabia es la primera producción cinematográfica cuyo presupuesto no está determinado. Hemos decidido gastar lo necesario hasta que se cumplan todos los objetivos”. Ese mensaje, sumado a una declaración inoportuna de Bolt cuando regresó a Londres (el guionista dijo que el rodaje de Lawrence de Arabia era “un campo de batalla donde chocaban todo el tiempo monstruos egocéntricos que desperdiciaban su energía en esas trifulcas y vertían ríos de dinero sobre la arena”), levantaron mucha polvareda alrededor del proyecto. Su encarcelamiento por participar en una protesta antibélica con otras figuras también apresadas por la policía inglesa -el filósofo Bertrand Russell, la actriz Vanessa Redgrave, el crítico y dramaturgo John Osborne- le agregó otro matiz discordante al desarrollo normal de la producción de la película.
Finalmente, cuando ya los gastos eran inaceptables para Horizon y Columbia, más allá de aquel comunicado en el que exaltaban su presunta generosidad, el rodaje se trasladó a España, como último manotazo de ahogado para no repetir el descalabro económico que en esa misma época habían provocado superproducciones como Rebelión a bordo y Cleopatra.
Dos meses después de abandonar Jordania, el equipo de Lawrence de Arabia se reunió en Sevilla para continuar la odisea pero en unas condiciones completamente distintas: buena hotelería, catering de primera línea y energías renovadas que empezaron a trastocar cuando imprevistamente se inició un persistente ciclo de lluvias en el sur de España. Aún así O’Toole y Sharif, ahora acompañados por April Ashley, una transexual amiga del protagonista, encontraron motivos para unas cuantas celebraciones nocturnas.
Las jornadas en Almería también tuvieron lo suyo: la incorporación al equipo del director húngaro André de Toth -aquel del parche negro en uno de sus ojos que estuvo casado con la actriz y modelo pin-up Veronica Lake-, cuyo sentido del humor y su irreverencia eran famosos (solía nadar desnudo en las playas de la ciudad española) y la decisión de importar 130 camellos africanos, que terminaron en el zoológico de Barcelona, muertos en el rodaje o vendidos a agricultores de la zona, agregaron más tela para cortar sobre el incomparable relato de la filmación Lawrence de Arabia, que duró 313 días, fue un anticipo brutal de los diversos problemas que también aparecerían, por los créditos, con los guionistas y se convirtió en mitología: una epopeya a la altura de esta película faraónica que diarios importantes como el Financial Times y el Evening Standard calificaron como “un hito en la historia del cine”.
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