En la adaptación de la novela de Claudia Piñeiro, Nicolás Gil Lavedra elimina sus tonalidades más oscuras
“Pablo Simó dibuja en su tablero el perfil de un edificio que nunca existirá.” Así comienza Las grietas de Jara, la novela de Claudia Piñeiro que retoma la tradición de los relatos hard boiled y la emplaza en medio de la arquitectura porteña, con edificios de cimientos ominosos y fachadas con forma de lápidas. La historia de Simó, sus dos jefes en el pequeño estudio de arquitectos, la joven y bella mujer que puede ser fatal y Jara, el hombre que llega para demandar una compensación por una grieta en su pared, recibe una adaptación cinematográfica pulida y escasamente estimulante. La dirección de Nicolás Gil Lavedra (Verdades verdaderas, la vida de Estela), a su vez coescritor del guión, toma la anécdota y vicisitudes centrales del texto original, pero elimina de cuajo sus tonalidades más oscuras, reemplazándolas por un formato expositivo que transforma los acontecimientos en cuadros asépticos. Ayuda a darle vida a la película un reparto compacto, con un Oscar Martínez por momentos perturbador, un Joaquín Furriel en plan hombre gris a punto de patear el tablero y Santiago Segura en un rol atípicamente serio. Sin embargo, ninguno de ellos logra electrizar el cuerpo anémico del relato. Tampoco la única escena de sexo, tan rutinaria que parece obligatoria.
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