Las dos caras de la vida
Por Bartolomé de Vedia De la Redacción de LA NACION
"Melinda y Melinda" ("Melinda & Melinda"), Estados Unidos/2004. Dirección y guión original: Woody Allen. Con Radha Mitchell, Will Ferrell, Chloë Sevigny, Chiwetel Ejiofor, Jonny Lee Millar, Wallace Shawn, Amanda Peet, David Aaron Baker, Larry Pine, Arija Bareikis, Josh Brolin, Steve Carell y Brooke Smith. Fotografía: Vilmos Zsigmond. Producción: Letty Aronson. Hablada en inglés. Presentada por 20th Century Fox. Duración: 100 minutos.
La película se abre con una discusión eminentemente teórica: en una cafetería de Manhattan un grupo de amigos se embarca en un sofisticado debate de sobremesa acerca de la naturaleza pretendidamente ambigua o dual de toda aventura humana. Uno de los contertulios sostiene que la vida es inapelablemente trágica y no puede ser vivida sino como una experiencia dolorosa y sombría. Otro, en franca discrepancia con él, afirma que la vida es en realidad alegre y festiva y que no hay situación humana que no pueda ser leída en clave de comedia o de farsa.
Para dirimir esa escatológica cuestión, uno de los discutidores decide traer a colación una historia bien concreta. Y propone como punto de partida el siguiente relato: una mujer con fuertes problemas emocionales, llamada Melinda, se presenta una noche de improviso en la casa de unos amigos. Su llegada es completamente inoportuna, ya que toca el timbre en el preciso momento en que los dueños de casa están ofreciendo una comida a un empresario artístico para tratar de convencerlo de que le consiga trabajo a uno de ellos. Nos asomamos, así, a la historia de Melinda, que nos es presentada en dos versiones sucesivas: la primera, trágica y depresiva; la segunda, cómica y divertida.
De allí en adelante, la película nos va mostrando otras situaciones y otros planteos anecdóticos que pretenden inclinar la balanza hacia uno u otro lado: hacia el ensimismamiento trágico o hacia la comicidad desbordada. Las dos eternas máscaras del teatro clásico -la tragedia y la comedia- van cobrando vida alternativamente y se van disputando, en cada segmento narrativo, el centro de la escena. Dos visiones del mundo están en pugna: una de ellas procura convencernos de que la realidad puede y debe ser vivida desde una perspectiva irremediablemente sombría; la otra intenta persuadirnos de que la vida puede ser afrontada con una filosófica sonrisa y hasta con una ruidosa carcajada.
El gran creador de "Interiores", "Manhattan" y "Hannah y sus hermanas" encuentra, así, una oportunidad inmejorable para desarrollar -una vez más- su incontrastable y originalísimo discurso sobre la eterna dualidad de la comedia humana. Las diferentes escenas que se suceden van instalando en el humor del espectador dos concepciones de la vida aparentemente opuestas o antagónicas, pero en el fondo complementarias.
Como era de esperar, los incidentes y conflictos que van desfilando a medida que avanza el film son los infaltables en toda creación de Woody Allen: los vaivenes íntimos de la relación matrimonial, la idealización permanente del encuentro amoroso, la desorientación emocional tras cada fracaso erótico o sexual, las alzas y bajas de la autosatisfacción y de los celos, el juego real o ilusorio de la infidelidad, la recurrente idea del suicidio o del ridículo como vías de escape simétricas para paliar un mal trance, la conciencia de la propia fragilidad como terapia para zanjar las encrucijadas grandes o pequeñas de la vida.
Si hay algo que se puede asegurar sin titubeos es que “Melinda y Melinda” no va a defraudar a la enorme legión de seguidores argentinos de Woody Allen. La película muestra de un extremo al otro las señas de identidad inconfundibles del gran creador de “Septiembre” y de “Crímenes y pecados”, tanto en lo que concierne al trazado de su lineamiento estilístico como en lo que atañe a la calidad indeclinable de los diálogos y de las sucesivas puestas en escena. El juego pendular entre tragedia y comedia está desarrollado con derroche de ingenio y creatividad. El cruce de ambientes, de historias y de personajes que el gran cineasta neoyorquino nos propone en las diferentes secuencias del film ha sido resuelto y orquestado con su reconocida sabiduría narrativa y, al mismo tiempo, con efectos de emotividad y de humor que en ningún momento rompen o afectan la homogeneidad general del relato. La película no pierde ni abandona en ningún momento esa vitalidad y esa frescura espontánea que el cine de Woody Allen ha exhibido siempre –y sigue exhibiendo– como una de sus inconfundibles marcas de fábrica. Están presentes en el film, de manera fragmentaria, el Woody Allen de “Interiores” –aquel que la crítica consideró tributario de Ingmar Bergman o de Anton Chejov– y el otro Woody Allen, el de la screwball comedy clásica, aquel que supo rescatar del fondo de los tiempos el espíritu de la comicidad entrañable y siempre viva de los hermanos Marx.
Por otra parte, “Melinda y Melinda” le otorga amplia cabida al habitual entramado de guiños, complicidades y sobreentendidos que distingue y define al mejor cine de Woody Allen. Eso permite que se cumpla una vez más uno de los ritos tradicionales del creador de “Manhattan”: el espectador, desde su butaca, siente que se va incorporando a la película casi como un colaborador más, en el contexto de un esfuerzo de interacción entre el autor y su público que reconoce pocos precedentes en la historia del cine.
Nivel parejo de actuación
El grupo de actrices y actores que Allen ha conseguido reunir esta vez exhibe un parejo y muy sólido nivel de excelencia. Radha Mitchell, en el papel de Melinda, impone su personalidad aguerrida y consigue que su personaje sea tan brillante y creíble tanto en los momentos dramáticos como en los tramos festivos. Will Ferrell compone con indudable acierto el personaje que en otro momento de su carrera habría asumido, probablemente, el propio Woody Allen. Es una suerte que Ferrell no haya pretendido copiar a Woody: ha preferido trazar su propio camino y ha buscado –con buenos resultados– una línea interpretativa propia. Como le pasó en su momento a Chaplin con el entrañable personaje de Charlot (o Carlitos), al cual en 1936 le tuvo que decir adiós, a Woody Allen le debe haber dolido, seguramente, deshacerse del mítico personaje al que tantas veces personificó como actor: el neoyorquino frágil e inseguro que siempre parece mirar la realidad desde las brumas inocultables de su irreductible neurosis. Pero, como el propio director lo explicó, los años van pasando y cada vez resulta más difícil que los personajes se ajusten a su tipo humano actual. Chloë Sevigny y Chiwetel Ejiofor –en la tragedia– y Amanda Peet –en la comedia– aportan también excelentes trabajos a un reparto que se cuenta, seguramente, entre los mejores que logró formar Allen en los últimos años.
Los ambientes y los decorados naturales en que fue filmada la película son exactamente los mismos que el celebrado cineasta neoyorquino ha llevado sobre sus hombros durante toda su carrera como una señal emblemática: Manhattan, sus calles, sus formas de vida, sus cafeterías, sus casas, sus escaleras, sus “interiores”, su inagotable Central Park. Todo ese entorno vuelve en “Melinda y Melinda” con el acompañamiento de un marco musical envolvente y encantador en el que conviven –como tantas otras veces– fragmentos de jazz y de música clásica.
En alguno de los comentarios críticos que el film suscitó en otros países se le formuló al director un curioso reparo: se le reprochó no haber marcado con suficiente énfasis las sucesivas transiciones entre las dos faces de la historia: la dramática y la humorística. Se llegó a decir que “al drama le faltó gas” y que la comicidad no ha tenido el dinamismo y el vigor que se esperaba. No participamos de esa opinión. Creemos que si Woody Allen eligió un tratamiento equilibrado y sobrio, si eludió el reduccionismo fácil entre lo trágico y lo cómico, su elección debe ser aplaudida, porque de ese modo permaneció, en definitiva, fiel a su sensibilidad personal y a su mejor historial cinematográfico. Es que “Melinda y Melinda”, en realidad, no hace otra cosa que explicitar lo que Woody Allen ha venido diciendo y haciendo en muchas de sus películas anteriores: que las dos vertientes –la trágica y la cómica– aparecen mezcladas en cada segundo de la vida del hombre. Y cualquier observador atento de la obra del creador neoyorquino sabe de sobra que en su cine rara vez hay un tramo de la vida absorbido por lo trágico y otro “tocado” de manera excluyente por el humor. Por eso en sus historias los tonos más trágicos y severos alternaron siempre con golpes geniales de comedia sin necesidad de que nadie marcase formalmente la transición de una a otra visión del mundo.
En “Melinda y Melinda” el cambio de lo trágico a lo cómico aparece subrayado en la propia estructura de la trama. Pero no había por qué sobreactuar esos cambios de humor. Bastaba con insinuarlos levemente, y es eso lo que el lúcido cineasta neoyorquino ha hecho en este film originalísimo, que confirma la completa vigencia de su talento y de su estilo.