Laberinto de pasiones: a 40 años del homenaje definitivo de Pedro Almodóvar a la movida madrileña y el destape español
Luego de su debut con Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, el director estrenó en septiembre de 1982 un film que él considera un documento definitivo de aquella época
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El camino de Pedro Almodóvar no puede ser desprendido de sus inicios, aquellos de la movida madrileña de los 80, la fotonovela y el arte pop. Su aparición en escena fue gradual: diez años en la ciudad prometida, trabajando en una compañía telefónica, vendiendo artesanías en las calles, imaginando a personajes como Patty Diphusa, filmando cortos en Super 8. Pero su impacto fue fulgurante.
La irreverencia de Almodóvar ponía fin al cine de la transición y también encausaba el destape post franquista, su arte nutrido del teatro y de la música del under agitaba los últimos pruritos del cine español. Nutrido de la cultura popular, amante del cómic y del viejo Hollywood, cultor del esperpento de Valle-Inclán y del cancionero ibérico, asomó de manera feroz y autodidacta, formado en la pasión del curioso antes que en el rigor del académico, con sus primeros largometrajes que conseguían despertar escándalo en la prensa y fervor en el público.
Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) fue la primera película que tuvo estreno comercial después de más de diez cortos circulando entre amigos y un largometraje amateur como Folle... folle... fólleme Tim (1978) filmado con sus amigas Carmen Maura y Kiti Mánver. En esa primera experiencia se conjugaba la influencia del grupo teatral Los Goliardos –donde conoció a Maura y a varios de los asiduos a su troupe-, los ritmos de su dúo punk-glam rock con Fabio McNamara, la participación de artistas de la movida como Los Costus o Alaska, con la estética del serial televisivo español, el pop de Andy Warhol, algo de humor escatológico y revulsivo y muchas ganas de hacer cine. “Pepi, Luci, Bom… se convirtió rápidamente en una película de culto –le contaba a Frédéric Strauss en el libro Conversaciones con Pedro Almodóvar- y se proyectó en salas independientes de Madrid como Alphaville en la función de madrugada. Pero para poder filmar Laberinto de pasiones pasaron dos años, porque seguía trabajando en la telefónica y me costaba encontrar productor. Finalmente fue le mismo cine Alphaville el que puso 20 millones de pesetas, muy poco incluso para entonces. Seguía teniendo el mismo carácter underground que Pepi, Luci, Bom…y los cortos anteriores. Recuerdo que yo pinté el decorado de la habitación de Cecilia”.
Cuarenta años pasaron desde entonces. Y con Laberinto de pasiones Almodóvar saldaba su deuda con el pop y aquel torbellino que lo había visto nacer. Una película que clausuraba esa etapa experimental, hecha entre amigos, libre y anárquica, contagiada de ese fervor por filmar a toda costa. Cecilia no era otra que Cecilia Roth, una de las caras del comienzo junto a la de Maura y Mánver, a Julieta Serrano, Cristina Sánchez Pascual, un jovencísimo Antonio Banderas y el debut en el cine de Imanol Arias. Pero también aparecía Almodóvar en cámara dirigiendo a Fabio McNamara en una sesión de fotonovela, una marca de esa temprana concepción de autoría y protagonismo. Cuando España lanzaba al mundo una imagen de renovada modernidad después del franquismo, con el lema “España está de moda”, tratando de erradicar aquel imaginario de la charanga y la pandereta que había definido al país en los años de plomo, Almodóvar daba un paso más allá, representaba una verdadera transgresión de temas y formas, un idea de algo nuevo, casi extraterreno, que al mismo tiempo hundía sus raíces en aquella escena artística que sentía tan propia.
Nos encontramos en Madrid
“En Laberinto de pasiones me sumergí en las entrañas de un Madrid explosivo y cosmopolita. Lo convertí en el centro neurálgico del mundo, el lugar donde todo sucede, donde todo es posible. En Entre tinieblas, sería el Rastro y un convento de la calle Fuencarral junto a la sala de fiestas: El Molino Rojo. La desolación del barrio La Concepción, el insondable acueducto de Las Vistillas y ese mar sin fin que es la M-30 en ¿Qué he hecho para merecer esto?. La Casa de Campo y el matadero de Legazpi en Matador. La noche de verano cargada de sudor, baretos y antros en La ley del deseo. Un Madrid maquillado y coqueto, con planos de teléfonos y de la Gran Vía como trasfondo en Mujeres al borde de un ataque de nervios. Siempre he encontrado en esta ciudad el paisaje perfecto con la fauna adecuada, insolente e ideal, para cada una de mis películas”. La cita que refiere el biógrafo Jean-Max Méjean en su libro sobre el director condensa esa mirada siempre renovada sobre una ciudad que es su origen y destino. Laberinto de pasiones, como todas las películas que vendrían, se gestó en plena acción, mientras filmaba Pepi, Luci, Bom… con pocas pesetas y muchas ganas de aprender.
Así que en el comienzo estuvo el guion, complicado desde su estructura para amalgamar la tradicional coralidad almodovariana en una historia única, moderna e irreverente. La protagonista es Sexilia (Cecilia Roth, quien ya había aparecido brevemente en Pepi, Luci, Bom…), artista musical y ninfómana, sin madre y con un padre científico que experimenta con el canto de unos periquitos. En la noche musical de Madrid, cruza camino con Reza Niro (Imanol Arias), de incógnito en la ciudad por su condición de heredero de un tirano de Oriente, que bien podría ser el Sha de Irán. Sexuales y explosivos, ambos se desean y reprimen buscando una inesperada redención entre la persecución de terroristas islámicos, amantes despechados, psicoanalistas lacanianas y una serie de enredos interminables. Almodóvar compacta en ese fresco de una época única aquello que proviene de los hallazgos de la ciencia con los titulares de la prensa rosa, la lógica de la comedia de enredos con la estética del kitsch español de Los Costus y Ceesepe. Todo tiene lugar en ese mundo sin fin.
El arte de la comedia disparatada
“La escritura del guion no me resultó difícil, pese a que el argumento tiene muchas ramificaciones”, le contaba Almodóvar a Strauss. “Lo más duro fue el rodaje en sí. Como principiante que era, ya que no había filmado más que películas en Super 8, aparte de Pepi, Luci, Bom…, dirigir una comedia tan loca y febril no era tan fácil. La comedia disparatada, divertida e ilógica, exige un gran dominio desde el punto de vista técnico. La acción es muy rápida, el ritmo narrativo debe ser sostenido, no solo en cada escena sino en la organización global de la película”.
Almodóvar ponía a prueba lo que había aprendido hasta entonces, y en esta nueva producción comandada por el cine Alphaville por lo menos contaba con un director de fotografía (Ángel Luis Fernández, quien había trabajado en Arrebato de Iván Zulueta) y cierto presupuesto para pagar a los actores, cosas que no había tenido hasta entonces. “Mientras escribía tenía en mente una película como Easy Living (1937), escrita por Preston Sturges y dirigida por Mitchell Leisen, que representa ese tipo de comedia loca que a mí me encanta, pero también quería que reflejara a Madrid como la ciudad emblema de esa nueva modernidad de España, a la que acudía todo el mundo, donde podía pasar de todo. De hecho en una primera versión del guion aparecían Dalí y el Papa, quienes vivían una historia de amor. Después lo suprimí, pero esa sola idea resume el carácter irónico de la película”.
Un elemento clave del universo de Almodóvar que se refleja en Laberinto de pasiones es la lectura de las figuras históricas en clave kitsch, tamizadas por la estética y el lenguaje de la prensa del corazón. En la construcción del personaje de Imanol Arias se condensaba la historia de entonces sobre el Sha de Persia, quien todavía no había sido destronado y era el último emperador en vida. Almodóvar imagina que el hijo del Sha llega a Madrid y se conecta con otra personalidad de la prensa rosa de entonces: la princesa Soraya. Convertida en Toraya, casi como una villana de telenovela, el personaje de Helga Liné evoca la historia de la Sisí de Ernst Marischka, aquella interpretada por una joven e ingenua Romy Schneider. Aquí el cuento de hadas se revelaba farsa y Almodóvar expresaba su mirada iconoclasta con un desparpajo ardiente y bienvenido.
Lo mismo ocurre con las referencias al psicoanálisis que realiza la película, concebidas en clave de parodia. Ofelia Angélica, actriz hispanoargentina que se hizo famosa por la serie Verano Azul, interpreta a la terapeuta de Sexilia que al mismo tiempo quiere seducir a su padre, agobiado por sus dilemas científicos y su represión sexual. La música que acompaña a sus escenas, compuesta por Béla Bartok, evoca el trabajo del Bernard Herrmann junto a Alfred Hitchcock en aquellas películas en las que el trauma operaba como un enigma a revelarse hacia el final.
“Me interesaba parodiar a todas aquellas películas, como las de Hitchcock, que explicaban todos los traumas de los personajes mediante un viaje hacia el pasado. Películas que me encantan –como Cuéntame tu vida- y que son las partes que más me gustan de Laberinto de pasiones”. Los flashbacks de la infancia para explicar lo inexplicable. También Almodóvar conjuga con ese amor por el Hollywood clásico la herencia del esperpento español, tomando a la comedia de Luis García Berlanga como enclave imprescindible. La familia del tintorero y su hija en la búsqueda de ser otra recuerda a los personajes estrafalarios de Berlanga de películas como Plácido o El verdugo, de la misma manera que la puesta en escena abigarrada y caótica de Almodóvar trae al presente aquel mundo caótico del director valenciano, con sus diálogos superpuestos y su humor corrosivo.
Maternidades y paternidades
Uno de los tópicos célebres del mundo de Almodóvar ha sido la madre. Amada u odiada, resulta un personaje central de toda su narrativa que adquiere mayor peso dramático en tanto su cine se acerca al melodrama. Pero en esta etapa fundacional y ecléctica, dominada por los ecos de la movida y el humor más provocador, aparece la silueta de la “mala madre”, aquella que luego encarnará Kiti Mánver con su hija tocada por la varita mágica de la telekinesis en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), o Marisa Paredes como la emblemática Becky del Páramo en Tacones lejanos (1991). Una madre como la tintorera de Laberinto de pasiones, que huye del hogar como liberación dejándole a su hija el trágico destino de su sustitución. “Este personaje proviene de mi observación de cierta madre española, a menudo una mujer frustrada que desarrolla una actitud cruel contra su hijo o hija. Esa escena repetida en la que un niño se cae y en lugar de ayudarlo a levantarse la madre le pega un azote. Es una imagen muy goyesca, muy española”, le contaba el director manchego a Strauss.
Y si hay maternidad también hay paternidad del propio Almodóvar con sus criaturas. En Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón su presencia marcaba el guiño de mayor irreverencia al convertirse en maestro de ceremonias de un concurso titulado “Erecciones general” –nombre que casi lleva la misma película- donde el lenguaje escapaba a cualquier eufemismo. Y en Laberinto de pasiones se convierte en un cantante pop travestido en cuero que interpreta a dúo con Fabio McNamara la canción “Suck It to Me” (Gran Ganga), casi como innombrable continuación de aquella competencia parodiada en su ópera prima. Así, en ambas películas Almodóvar selló la esencia de sus personajes y el modo en el que se iban a expresar. Todos marginales y desclasados, en un mundo que los niega o los oculta, emergen en su verdadera esencia ante la cámara, con su cuerpo y su voz. El sexo nunca es mostrado sino aludido en Laberinto de pasiones, configurando también miradas deseantes, amores trágicos y no correspondidos, el disfrute del cuerpo sin miedo ni prejuicios. El guiño al erotismo de Emmanuelle (1974) en el avión sella entonces ese impulso satírico que nunca erosiona el espíritu romántico que late en su interior.
Laberinto de pasiones finalmente se estrenó en España el 29 de septiembre de 1982. Tuvo mucho más éxito que Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón y estuvo más de diez años programada en la función de trasnoche del Alphaville. “Quizás su éxito se debió a que era menos corrosiva y más guarra que Pepi, Luci, Bom…: una auténtica comedia. Recuerdo que asistí al estreno y vi a toda la sala reírse desde el principio hasta el final. La película estaba en sintonía con la liberación que se percibía entonces en Madrid: la gente sentía en el cine vibraciones similares a las de su propia vida”.
Fue una película filmada en el corazón de la movida madrileña y aparecieron en ella todos los personajes de aquel tiempo: pintores, músicos, celebridades fugaces, actores en sus primeras apariciones como Antonio Banderas e Imanol Arias. “Los personajes de moda en aquellos años aparecen en Laberinto de pasiones de manera transversal, lo que le brinda a la película su atractivo, incluso más allá de todo juicio cinematográfico. La trama es pura ficción, casi ciencia ficción, pero la película es un documento sobre el Madrid de aquella época”. Y todavía hoy, cuarenta años después, conserva aquella fuerza emblemática.
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