Nace una estrella: la vigencia de un cuento de hadas hollywoodense
Desde su primera versión, en 1937, el romance trágico entre la debutante en ascenso y la estrella en caída sigue cautivando al público
Cuenta una leyenda de Hollywood que el primer borrador de Nace una estrella estaba inspirado en la tormentosa relación de Barbara Stanwyck y su primer marido, el cómico Frank Fay. Borracho, malhumorado y pendenciero, Fay culpaba a los gritos a Barbara de todas sus desgracias profesionales, y ella lloraba sus penas en el hombro de William Wellman, mientras él la dirigía en The Purchase Price, una de las joyas que hicieron a comienzos de los 30. Algo de eso relata Axel Madsen en la biografía de la actriz, y asegura que el productor David O. Selznick contrató un séquito de abogados para evitar que el guion que le entregó Wellman fuera susceptible de cualquier proceso judicial.
Creer o reventar, pero la efímera carrera del actor de vodevil Fay y su copioso alcoholismo ya eran toda una comidilla en las tablas antes de que la película escrita por Wellman, Robert Carson y Dorothy Parker llegara a los cines en 1937. Hoy podría pensarse ese año como el inicio de un mito o de una tradición. Esa que cuenta el ascenso a la gloria de una estrella y el precio que debe pagar por esa fama: matrimonios fallidos, adicciones, soledades, caídas en desgracia. En un gesto que mezcla la vanidad con algo de autocrítica, hoy como entonces Hollywood se mira a sí mismo, que es en el fondo lo que mejor le sale y lo que más le gusta hacer.
Nace una estrella contabiliza hasta hoy cuatro versiones: la original de 1937, dirigida por el atento observador Wellman (que le valió su único Oscar) y protagonizada por Janet Gaynor y Fredric March; la versión musical de George Cukor, con el regreso de Judy Garland, luego de su expulsión de la Metro, y el siempre tan inglés James Mason; la hippie de 1977 de Frank Pierson, con la superfamosa Barbra Streisand y Kris Kristofferson; y la inminente ópera prima de Bradley Cooper, que protagoniza junto a Lady Gaga, en lo que parece ser la consagración de ambos como director y actriz.
Más allá de la suerte en taquilla y de los méritos críticos de cada versión, la historia siempre fue la misma: una joven actriz (o cantante) arriba a la escena, conoce y se enamora de un hombre marcado por la fama y las adicciones, con el tiempo lo eclipsa, y esa relación desemboca en la ruina y la autodestrucción (no vamos a contar el final). Sin embargo, pese al paraguas argumental, lo que ha definido a cada mirada es la sintonía con su época y lo que la fama implica en cada caso: en los años de la consolidación del star system, en su crepúsculo, en los eclécticos escenarios musicales de los tardíos 70, en las nuevas formas de la celebridad en la actualidad. Y, además, en cada película las actrices y cantantes llevaron a la ficción el reflejo del mismo personaje que encarnaban fuera de los límites de la pantalla.
"La tragedia es la puesta a prueba del coraje", le decía su abuela a la Esther que interpreta Janet Gaynor en los últimos minutos de la versión de Wellman (que está disponible en Qubit.tv). El rostro sufrido de la emblemática heroína de los melodramas de Frank Borzage encontraba en el vertiginoso ascenso de su personaje los visos de sufrimiento que había vivido en El séptimo cielo o en la inolvidable Amanecer de Murnau. Gaynor era entonces la ganadora de un Oscar, una de las grandes estrellas del período mudo y la única actriz capaz de tal sacrificio y entrega. Como contracara de la independencia de estrellas de la comedia como Katharine Hepburn o Carole Lombard, su gesto aniñado y bondadoso hacía que el brillo de su estrella por sobre la fama de su marido tuviera sentido en tanto provenía del más cálido de los corazones.
Es raro pensar a Gaynor como el rostro elegido para dar vida a un alter ego de la arrolladora Stanwyck, actriz atípica en su era, prototipo de la autonomía profesional y la independencia creativa. Pero la idea de Wellman y Selznick era pensar a la estrella en su revés, en esa cara que solo podía intuirse en la pantalla, la que se ocultaba en su sacrificio privado y su incondicional entrega. Paradójicamente fue uno de los últimos papeles importantes de Gaynor, cuyo brillo se fue apagando en los 40 al calor del ascenso de divas más potentes como Bette Davis, Lana Turner o la misma Stanwyck (que finalmente nunca demandó a Selznick).
La versión del 54 tiene como trasfondo una jugosa historia. En 1950, Judy Garland había visto caer su contrato con MGM luego de una seguidilla de faltazos, múltiples adicciones y papelones varios. El estudio que la había visto nacer y había cultivado su fama temprana y su infancia torturada la dejaba a la deriva. La Warner y George Cukor, junto al impulso de su marido, el productor Sidney Luft, la rescataban para regalarle un musical que era todo un homenaje, hecho para una estrella que sabía de ascensos y caídas, de glorias y tormentos. Esta versión musical de Nace una estrella funciona como una bisagra para el género: retiene sus elementos clásicos, como la integración de las canciones a la narrativa y la concepción coreografiada de los números musicales, pero su despliegue y el uso de la pantalla ancha anticipan la impronta de las superproducciones de los 60 como Mi bella dama o Hello Dolly. Fastuosa y desmedida -la reciente versión en bluray es de tres horas-, Nace una estrella le debe a la dinámica entre Mason y Garland su verdadero corazón, sus escenas de encuentro y disputa son dolorosas y emotivas. Sin embargo, Garland se quedó sin Oscar -lo ganó Grace Kelly por La que volvió por su amor-, en lo que Groucho Marx llamó "el mayor robo del la Historia desde el Gran Robo al Edificio Brink".
En los 70 no había otra actriz y cantante que pudiera dar vida a la heroína de Nace una estrella salvo Barbra Streisand. Con una permanente alborotada, Streisand hace de su Esther una chica judía independiente y concienzuda que en un acto de locura se casa con el cantante borracho y pendenciero para seguirlo a vivir en un rancho en la profunda California. Pese a que tuvo una de las bandas sonoras más exitosas para Streisand -en la que destaca "Evergreen", uno de sus hits de ese momento- y fue una de las películas más taquilleras de ese año, fue la versión más cuestionada por la crítica y la que menos ha conseguido un estatuto de clásico. Quizá la mirada de Pierson y de sus guionistas John Gregory Dunne y la genial Joan Didion sobre el mundo de la fama y el trasfondo del negocio discográfico oscilaba entre la ingenuidad y el excesivo distanciamiento. Hollywood siempre salió ganando cuando miró de cerca el mundo que mejor conoce, ese que desnuda cada tantos años para volver a tomar fuerza.
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