Luis Puenzo: "La restauración digital fue un laburazo, pero la película se lo merecía"
El director de La historia oficial recuerda cómo surgió la idea del guión, las vicisitudes que vivieron durante el rodaje y cómo llegó a la decisión de volver sobre ella
El reestreno de La historia oficial adquiere una dimensión especial por varias razones. Es que la película de Luis Puenzo, protagonizado por Norma Aleandro y Héctor Alterio, un título emblemático del cine argentino, vuelve a las salas en el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, al cumplirse 40 años del golpe de Estado y a 30 de su estreno. Pero además el film regresa vestido acorde con los tiempos que corren: con imagen restaurada 4K, sonido estereofónico 5.1 y copias digitales de altísima calidad.
"Hace unos años, en México, hubo un homenaje a la democracia argentina y decidieron pasar La historia oficial en la cinemateca de la Universidad de México. La sala estaba llena de pibes universitarios que cursaban ahí. Me presentaron y les explicaron un poco qué es La historia oficial. Los pibes no tenían idea de qué pasaba en la Argentina en una época anterior a la suya, así que fue una revelación. Me obsequiaron una medallita muy pequeña, que hacen con el nitrato de plata que rescatan de las restauraciones del cine en blanco y negro mexicano. ¡Casi me muero, se me caían las lágrimas! Fue la última vez que vi La historia... en 35milímetros, con la medallita en la mano. Ahí pensé que la tenía que restaurar", cuenta Luis Puenzo, a pocas horas de mostrar la película restaurada, por primera vez, en la Argentina
-Vos dijiste que con esta película aprendiste a hacer cine. ¿Qué fue lo que te enseñó?
-Empecé a filmar a los 16 años. Cuando comencé con el proyecto de La historia oficial, en el 82, con Marcelo Piñeyro, Raúl Outeda y otra gente del equipo, ya veníamos de trabajar juntos, éramos como un seleccionado, filmábamos muy bien. Cuando estábamos armando la producción, resolvimos que no se nos tenía que notar el oficio. Y fue la primera vez en mi vida cinematográfica que no hice cámara. Lo cual me ayudó a aprender a dirigir actores, seguir el texto, aprender del relato y no "boludear" con la cámara; a ser un director.
-¿En qué momento pensaste en hacer la película?
-Antes del golpe del 76, se podría decir que había filmado una película y media, Luces de mis zapatos (1973) y un episodio de Las sorpresas (1975). No me había ido nada bien. Aunque me gustaba mucho el cine, para mí no tenía más sentido filmar. Pero cuando comenzó la Guerra de Malvinas, empecé a querer filmar sin saber bien qué. Hacer una película sobre lo que nos pasaba, sobre todo al final de la guerra, cuando los chicos volvieron y se empezaron a saber todas las atrocidades que habían hecho los milicos. Empecé a investigar, a ver cómo era la película que quería hacer. Y me fui acercando al tema de los niños desaparecidos, que me parecía uno de los temas más atroces del proceso, y del que yo podía estar más cerca por mis propias circunstancias. Porque no me había exiliado, estaba en el país, tenía tres hijos muy chiquitos y uno casi adolescente. Terminé de escribir ese primer cuento y a fines del 82 la llamé a Aída Bortnik, que había vuelto al país. Cuando le conté de qué se trataba la historia, me dijo que no se quería volver a meter con esos temas. "Aída, esto es lo que pasa", le dije. Costó nada. Se enganchó de inmediato.
-La película se filmó casi en la clandestinidad, ¿no?
-Se filmó en el 84. Se iba a hacer un año antes y la imaginábamos clandestina. Incluso el personaje de Ana, la amiga que venía del exilio, lo iba a hacer Charo López. Y el del abuelo, un español republicano -que finalmente hizo Guillermo Bataglia-, era para un actor español. Porque pensábamos que si teníamos dos actores españoles y una coproducción con una pata española, íbamos a estar más protegidos. ¿Viste la escena del principio de la película, del primer día de clases, en marzo de 1983? Eso era en presente absoluto: estábamos escribiéndola en marzo del 83. Mientras, en ese presente, se producían cambios políticos. Y no sabíamos si iba a ser una película clandestina o de la democracia.
-¿El rodaje tuvo dos etapas?
-No. Lo que filmamos en el 83 fueron las manifestaciones. En la película se ven dos, pero en la realidad fue una sola, una gran marcha que hubo a mitad de año, y dijimos: "Acá tenemos que salir a filmar". Y terminé haciendo tomas en la plaza, detrás de la cana. Los que aparecen en la película son canas de verdad. Lo de Norma Aleandro está filmado el año siguiente. Después dividí las marchas en dos partes y empecé a escribir en el guión cómo llegaba Norma al lugar.
-¿La filmación propiamente dicha cuándo comenzó?
-Arrancó en abril del 84 finalmente. Analía Castro vivía en Lanús, y todos los días iba en un remís hasta mi casa, en Acassuso, a filmar. Obviamente, subía al auto y se dormía, era una nena de cuatro años que laburaba todo el día. Cuando estábamos cerca del final de rodaje, me llama la mamá llorando y me dice que esa semana, por segunda vez, la estaban esperando unos tipos en la puerta de su casa. La primera vez fue de palabra y la segunda fue física, la agarraron del cuello y la pusieron contra la pared. Le dijeron: "Te dijimos que sacaras a la nena de esa película y la seguís llevando". Ahí suspendimos todo lo de Analía. Decidimos anunciar el fin del rodaje. Y no filmamos por un par de semanas. Mientras tanto, un grupo del equipo empezó a armar las escenas de calle que nos faltaban con la nena. Cambiamos de locación y a algunos técnicos, para poder mantener todo bien acotado, y filmamos lo que nos faltaba. Esto pasó en plena democracia.
-Para quienes vivimos esos años, la película hoy adquiere la dimensión de un registro de época. ¿La historia oficial se convirtió en un film testimonial?
-En aquel entonces, evitamos mucho lo periodístico. Estábamos filmando en 1984, con todo tan presente, y obviamente nos agarraba la tentación de poner en la película los tiros, la picana, la sangre. Y nada de eso está. Con Aída [Bortnik] decíamos: "Tenemos que escribir el guión como si hubieran pasado quince años; no escribir en la inmediatez". Muchas veces me preguntaron cómo, hace treinta y pico de años, cuando escribíamos el guión, estaban tan presentes los civiles, o por qué hay una empresa donde hay un militar en el directorio. Porque pasaba eso. Detrás del golpe estaban los civiles. Si no hubiera sido tan evidente, no lo habríamos escrito.
-Volviendo a la restauración, ¿qué te pasó cuando te sentaste frente a la película a ver qué mejorarle?
-Primero pasé por la obvia tentación de decir "hago todo de nuevo". Pero rápidamente me instalé en el lugar correcto de decir "la película es ésta", con lo que me gusta y con lo que no. Lo que podía hacer era que se la viera y escuchara como se ven y escuchan las películas hoy día. La restauración digital fue un laburazo. Pero sentí que la película se lo merecía.
-¿Es tu legado esta restauración?
-No sé si mi legado, no pienso morirme por ahora [sonríe]. Además tengo una relación muy feliz con el cine. Mis cuatro hijos hacen cine -por ahí no de casualidad-. Y aunque ahora estoy más volcado a la producción, creo que tengo un par de películas más por delante. Me siento muy joven pese a haber cumplido setenta. Y espero filmar diez o quince años más. Me quiero morir como director. Creo que es lo que mejor hago.
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