La quietud: un drama familiar que se queda en la superficie
La quietud / (Argentina/Francia,2018) / Guión: Pablo Trapero / Fotografía: Diego Dussuel / Montaje: Alejandro Brodersohn / Elenco: Martina Gusmán, Bérénice Bejo, Graciela Borges, Edgar Ramírez, Joaquín Furriel / Duración: 117 minutos / Distribuidora: UIP / Calificación: Apta para mayores de 16 años con reservas. Nuestra opinión: regular
Trapero parece definir su película en los primeros planos. Un largo travelling sigue a Martina Gusmán en su llegada a la estancia familiar, la acompaña por los pasillos, la espera en la puerta de una habitación, la hace (y nos hace) partícipe(s) de una encendida discusión fuera de campo entre sus padres. A partir de allí creemos que la película será como las anteriores: la entrada difícil de un personaje en un mundo ajeno, desconocido. Como Gusmán lo había encarnado en la cárcel de Leonera o en el oscuro mundo de los juicios por accidentes de tránsito de Carancho. Sin embargo, aquí esa pista se enrarece, ese mundo familiar se hace opaco de manera impuesta, en virtud de un guion que acumula efectos sin nunca gestar sus causas.
Trapero ensaya un drama (sin melo) de hermanas, con tensiones incestuosas y pasiones familiares, pero descartando la exuberancia y apostando a un realismo tenue que le queda corto. Los secretos familiares se informan, las peleas se explican, los vínculos se denotan como algo dado, apenas enriquecido con el uso interesante de las canciones. Lo que otorga algo de verdadera vida a la película es la aparición de Graciela Borges, una diva deambulando por su reino, tanto que recuerda a sus genialidades en La ciénaga. Pero aquí su presencia no basta para tejer un mundo de relaciones que deben ser el disparador del conflicto y no la sumatorias de temáticas complejas como la complicidad civil en la dictadura o la violencia de género.
Desde Elefante blanco que Trapero apuesta a un cine mainstream que trasciende los festivales y puede ser éxito en cartelera. Sin embargo, en ese camino sus elencos multiestelares ofrecen fisuras, su narrativa se apoya más en el discurso que en las imágenes y el virtuosismo de su cámara queda atado a un cálculo, carente de ambigüedades, a la espera de explosivas declaraciones. Cuando encuentra esa libertad que tanto busca como director -como en la escena de la última cena entre madre (Borges) e hijas (Gusmán y Bérénice Bejo )-, enseguida se atenaza a revelaciones caprichosas y a enseñanzas que son explicación y nunca descubrimiento.
La Quietud, al igual que ocurría con El clan, ofrece una pintura apenas frontal del mundo al que aspira representar, donde las contradicciones quedan escondidas bajo los temas relevantes y la perfección técnica que se han convertido en su mejor logro.
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