El film, dirigido por Richard Donner, se propuso alejarse de las imágenes explícitas para dejar flotando la idea de que “el mal está entre nosotros”
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En su libro El cine de terror, el crítico e historiador del cine Carlos Losilla señala la emergencia de un cambio sustancial en el género hacia mediados de la década de los 60. ¿Las causas? Cierto agotamiento del modelo manierista explorado por directores como Alfred Hitchcock, Georges Franjú en Francia y Michael Powell en Gran Bretaña, destinados a trascender en su autoría más allá de los vericuetos del terror (las películas bisagra serían Psicosis, Los ojos sin rostro y Tres rostros para el miedo, las tres de 1960), y la reconstrucción –o fortificación, podríamos decir- de la industria de Hollywood de cara a los años 70, luego de ciertas reflexiones y cuestionamientos de la década anterior debido al impacto de los cines europeos, la competencia de la televisión y la maduración de la audiencia. Por ello, el cine de los 60 abre al terror un nuevo abanico de miedos, una serie de búsquedas introspectivas que se plasman en la pantalla, y por supuesto una idea capital que Losilla pone como título a su capítulo de estudio: “El mal está entre nosotros”.
La película inaugural en esa línea fue El bebé de Rosemary, de Roman Polanski, estrenada en 1968. El mismísimo diablo metido en el vientre de una ingenua ama de casa sintetizaba la experiencia del terror a partir de entonces, y una idea que varios estudios y directores aprovecharían con astucia. El éxito de El exorcista de William Friedkin, en 1973, confirmó la tendencia y situó a las innovaciones del Nuevo Hollywood en un camino de irreversible popularidad. Temas como la llegada del Anticristo, la posesión demoníaca o el exorcismo como expurgación de las fuerzas del mal se pusieron de moda como un intento de recurrir al mundo previo a la modernidad, de cuño medieval e impronta mítica, para dar respuesta a una realidad que se había hecho demasiado incomprensible. Guerras mundiales, convulsiones sociales, transformaciones económicas, revoluciones culturales: los 60 habían dejado muchos interrogantes. Era hora de buscar respuestas. “El tema de la humanidad invadida por las fuerzas del mal –explica Losilla- se identifica con el fracaso de un modelo social cuya incapacidad para el mantenimiento de las estructuras vigentes ha liberado las fuerzas más destructivas del inconsciente”. El diablo está en nosotros, podríamos sintetizar.
El germen del guion de La profecía surgió entonces de las lecturas de la Biblia en busca de ciertas “verdades encubiertas” por parte del joven productor Harvey Bernhard y su buen amigo Bob Munger, por entonces también su consultor religioso. Lo que comenzó como una intriga individual culminó en una idea para llevar a la pantalla del cine, y fue entonces cuando decidió convocar al escritor David Seltzer para elaborar el guion. Autor de pocos guiones y en bancarrota en ese tiempo, Seltzer demoró un año en escribir la historia mientras Bernhard se entusiasmaba con Richard Donner para hacerse cargo de la dirección de la película, que inicialmente produciría la Warner Brothers. El acuerdo con el estudio naufragó y fue la 20th Century Fox, a través del productor Alan Ladd Jr. (hijo de Alan Ladd, protagonista de numerosos clásicos como La llave de cristal y La dalia azul, junto a Veronica Lake), la que recató el proyecto.
Ladd avaló la elección de Donner, hasta entonces un director de televisión sin demasiados pergaminos, y apoyó sus primeros reparos al guion en relación con el enfoque que quería darle a la película: el epicentro debía estar en la crisis familiar, y no en el entramado sobrenatural que envolvía a Demian, el llamado Anticristo. Para Donner no deberían aparecer entidades malévolas, ni aquelarres de brujas, ni apariciones fantasmales. Era imprescindible mantener la ambigüedad para el espectador: ¿Las extrañas muertes ocurren como una absurda cadena de hechos desafortunados o hay efectivamente una presencia diabólica que los provoca?
Pese a que todo provino de la invención de Seltzer, siempre se dijo que había basado su escritura en profecías anunciadas en la Biblia sobre el final de los tiempos cristianos (la versión novelada del guion, con algunas diferencias argumentales, se publicó unas semanas antes del estreno de la película). El mundo sería testigo de la llegada del Anticristo, hombre de habilidades políticas y palabras jactanciosas que propiciaría una guerra global, primero para proponer la paz y ganar el favor de las masas, luego para desencadenar el horror y sumir a la Tierra en el caos y el sufrimiento.
Sobre ese entretejido argumental, la historia de La profecía se inicia con la decisión de un diplomático estadounidense de sustituir a su hijo muerto por un niño huérfano de origen desconocido. Sin informarle a su esposa, continúa con su rutina diaria hasta que es designado embajador en el Reino Unido y las premoniciones comienzan a cumplirse. La niñera de Demian se ahorca en el quinto cumpleaños del niño y es sustituida por la malévola señora Baylock, acompañada a la distancia por un rottweiler amenazante. Ese preámbulo fue clave para discutir los pasos siguientes de la producción, la elección del casting, y el asomo de los primeros contratiempos que afirmarían la condición maldita de la película.
El elegido para interpretar al diplomático fue Gregory Peck, emblema del cine clásico en proceso de retiro desde hacía un tiempo. Antes de esa elección, se barajaron los nombres de Charlton Heston, Roy Scheider, Dick Van Dyke y William Holden, pero ninguno se mostró interesado. La inclusión de viejas estrellas en películas de terror o catástrofe fue un signo de la época, motivado por el interés se recuperar aquel viejo prestigio para bañar a los nuevos rumbos del género, y por parte de las estrellas, la posibilidad de hacerse con un suculento cheque en épocas de crisis para el star system.
Según sus biógrafos, Peck aceptó el papel por el elevado salario y la promesa de un 10 por ciento de las ganancias, convirtiendo al personaje de Robert Thorn en el mejor pagado de su carrera. En la historia del actor, el primer signo de la maldición apareció unos meses antes de iniciarse el rodaje: Jonathan, su primogénito, se suicidó de un disparo a los 31 años. La traumática experiencia impregnó la actuación de Peck en la película, sobre todo porque la compleja relación con su hijo era algo que a él lo había atormentado desde antes del desenlace trágico.
Para interpretar a Katherine Thorn, la esposa del mandatario, fue elegida Lee Remick, figura clave del cine de los 60 gracias a películas como El mercader del terror (1962), Días de vino y rosas (1962), ambas de Blake Edwards, y El detective (1968), con Frank Sinatra. Luego vino el camino más arduo: elegir al intérprete de Demian Thorn, el niño diabólico. Luego de entrevistar a más de 500 niños, Donner quedó fascinado con Harvey Stephens, de solo cuatro años, por la ferocidad con la que lo atacó durante la audición. La premisa consistía en que los niños lo abordaran como deberían hacer con la madre, Katherine Thorn, en la escena de la boda. Stephens fue tan intenso y aguerrido, que arañó la cara del director y lo pateó en la ingle. Donner decidió que tiñeran su cabello rubio y enrulado de negro y le anunció que era el elegido. Para interpretar a la niñera Baylock fue elegida la actriz Billie Whitelaw, quien decidió alterar en las audiciones el tono de sus diálogos para convertir al personaje en una figura gélida y con aires siniestros, lo cual convenció al director de que era la clave para instalar el terror en la mente del espectador sin mostrar ningún monstruo de cuernos o ardiendo en el infierno.
El inicio del rodaje fue también el comienzo del mito de la maldición. Desde el primer momento una serie de extraños sucesos afectaron a la producción y a todos los involucrados. El primer indicio ocurrió durante el primer día de rodaje, cuando varios miembros del equipo sobrevivieron a un accidente automovilístico frontal camino al set. Unas semanas después asomaron nuevas alertas a raíz del viaje hacia Inglaterra que llevaba a Gregory Peck y al guionista David Seltzer para filmar allí algunos exteriores de la película. Pese a que tomaron vuelos diferentes, ambos aviones fueron alcanzados por un rayo durante el vuelo –en el de Peck, se produjo un daño severo en una de las turbinas-, sin consecuencias letales para los pasajeros. Mientras tanto, en Roma, el productor Harvey Bernhard también salvaba su vida de milagro cuando un rayo casi lo roza. Durante la estancia del equipo de rodaje en Europa, el IRA bombardeó un hotel en el que se alojaba el director Richard Donner.
En la escena en la que Katherine Thorn conduce a Demian a un zoológico y son atacados por una horda de babuinos enfurecidos, los cuidadores de los animales dejaron de alimentar a los elegidos para intervenir en la película y así fortalecer el realismo de la escena. Además se colocaron muñecos de animales en el interior del vehículo para estimular el ataque. El resultado fue la furia incontrolable de las especies que dejó aterrorizados a los actores y severamente heridos a varios de los responsables del zoológico. Más tarde, en la escena del ataque del rottweiler que protege a Demian al embajador Thorn, la producción no previó ningún contratiempo ya que el perro siempre se había mostrado amigable. Sin embargo, repentinamente atacó al doble de Gregory Peck, ocasionándole heridas sangrantes. Culminado el rodaje en locaciones en Israel, la producción alquiló un jet privado para trasladar a Peck de regreso a Estados Unidos, pero el viaje se canceló a último momento. El jet luego fue reservado por cinco empresarios japoneses que se estrellaron en vuelo, según afirmaron algunas voces partidarias del maleficio.
Lo cierto es que esa aura ominosa pareció persistir hasta bien entrada la postproducción de la película, cuando el encargado de los efectos especiales, John Richardson, resultó herido y su novia decapitada en un accidente en el set de otra película en Países Bajos. Minutos antes de la tragedia, un cartel al costado del camino señalaba la distancia a la ciudad próxima, Ommen –en claro juego de palabras con el título original de la película-, con varios números 6 en la indicación de la distancia, hecho que confirmaba el maleficio que envolvía a la película. La producción no dejó de aprovechar las habladurías y decidió utilizar esa sumatoria de sucesos como parte de la campaña de marketing. Como no podía ser de otra manera el estreno se proyectó para el día 6 del mes 6 del año 1976, y en la sala de Londres donde se exhibió por primera vez había carteles que mencionaban el número de la bestia, como perfecta antesala de la experiencia terrorífica. De hecho en una escena cercana al clímax de la historia, el embajador Thorn encuentra los tres seis dibujados en el cuero cabelludo de su hijo Demian. Las admoniciones habían cumplido su efecto.
La profecía se convirtió en un éxito inmediato, en parte por la extraordinaria campaña de promoción que duplicó el presupuesto de la película. Algunos coincidían en que la música de Jerry Goldsmith había sido una de las claves. Donner y Bernhard tuvieron que pedir dinero extra al productor Alan Ladd Jr. para poder contratar al compositor después de verlo en un concierto en vivo en el Hollywood Bowl en Los Ángeles. Goldsmith conseguiría su primer y único premio de la Academia en 1977 y Donner siempre afirmaría que gran parte del éxito de la película se debía al tono inquietante e inolvidable que aportaba la música.
Dentro de las experiencias más radicales del terror de la época, desde Rabia (1977), de David Cronenberg, Cabeza borradora (1977) de David Lynch, y la saga de George Romero y sus muertos vivos –todas previas a la aparición del slasher con Halloween de John Carpenter en 1978-, La profecía profundizaba la exploración del terror satánico iniciada por El bebé de Rosemary y continuada por El exorcista. Y también fue el puntapié de varias secuelas, series y otros epígonos y nuevas precuelas en estos tiempos de reinvención de los clásicos. La maldición sigue dando sus frutos.
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