La mente brillante de David Fincher: “Los directores somos perros adiestrados que aman hacer una gracia y que los aplaudan después”
Su última película, El asesino, que llegará a Netflix el 10 de noviembre después de pasar por las salas, vuelve sobre sobre los vericuetos de la mente criminal; el cineasta recorre su pésima experiencia en su debut en el cine, por qué el dinero es siempre lo más importante y su fama de “duro” en el set de filmación
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Ante David Fincher hay una mesa y un vaso de agua. Lo habitual, la decoración mínima de cualquier entrevista. Pero el talento del director (nacido en Denver hace 61 años) poco tiene de común. Tanto que, con dos ráfagas de palabras, transforma el anodino cáliz en protagonista de una repentina clase magistral de cine. Cómo podría filmarse, desde dónde, con qué intención. Su capacidad para convertir un thriller a partir de esa escena cotidiana es tan solo una síntesis breve de la unicidad de su trabajo. La versión larga, en cambio, abraza tres décadas de carrera, películas como Pecados capitales, Red social, Perdida, Mank o la serie Mindhunter y el estatus de uno de los cineastas más admirados del planeta. Por su estilo visual, su indagación en los abismos de la mente, su narración envolvente.
Fincher es un perfeccionista implacable, como el asesino de su último largometraje -que llegará el 10 de noviembre a Netflix y actualmente puede verse en salas de cine—. Hasta que, por primera vez, comete un error. En la trayectoria de Fincher apenas los hay. Salvo, quizás, justo al principio. Tenía 30 años y un sólido prestigio como director de videos musicales cuando le ofrecieron debutar en el séptimo arte. Del vértigo de grabar a Madonna o Michael Jackson pasó a filmar a otra clase extraterrestre con Alien 3, y allí encontró algo terrorífico: le horrorizaron los directivos, la industria, su sed de dinero, sus trabas a la creatividad. A día de hoy, dice que nadie odia esa obra más que él. “Es difícil ser David Fincher”, resumió una vez Jodie Foster. Él confesó, en una charla con Sam Mendes, que la frase que más repite en el plató es “cállate la puta (sic) boca, por favor”. Y reconoce que se vuelve firme cuando nota que alguien afloja. Lo cree necesario, vistos el proyecto, el tiempo y el dinero en juego. Al espectador, en cambio, nunca lo deja relajarse. Fincher va por su camino: hace años, estuvo en conversaciones para dirigir una película de Spiderman, pero lo que propuso debió de ser tan distinto que los directivos en corbata lo aborrecieron. Exceso o razón. Amor u odio. El estreno de El club de la pelea, antaño, en el festival de Venecia, despertó sobre todo lo segundo. “Querían arrancarnos la piel”, contó tiempo después el creador. Sin embargo, cuando volvió hace dos meses a la Mostra, donde se tuvo cita esta entrevista, el certamen lo recibió como todo un rockstar.
—¿Cómo decidió dedicarse al cine?
—De pequeño, lo concebía como algo que ocurría en tiempo real. Con siete años, mi película favorita era Butch Cassidy & The Sundance Kid. Y, en mi cabeza, habrían tardado unas tres semanas en hacerla. Luego vi un documental y de repente filmaban la primavera en Utah y el invierno en Wyoming. Entre la pantalla, todo lo que ocurre fuera de ella y el tiempo que se necesita, pensé: “Espera, ¿volás una balsa tamaño real con trenes, colocás petardos en la pared al lado de unos caballos y compartís un rato con Katharine Ross? Es el mejor trabajo del mundo”.
—Su debut con Alien 3, sin embargo, fue “una pesadilla”, en sus palabras.
—Bueno, lo que sale de todo ello no es una pesadilla. Y eso es lo que te sigue empujando. Continúa siendo como hacer magia para niños. Hay una satisfacción inmediata que sacás de eso, y por más que el sindicato de directores intente que lo que hacemos suene como arte, al final en realidad somos claramente perros adiestrados que aman hacer su gracia y que todos aplaudan después.
—¿Le gusta estar en el set de filmación?
—Lo odio. Desde el momento en que te despertás hasta que colapsás, la arena va cayendo por el reloj y cada instante alguien aparece con un “¿y si?”. Y pensás: “No tengo tiempo para eso”. Pero tenés que sacar tiempo para los “¿y si?”, para experimentar y estar abierto a la inspiración, y a la vez seguir ejecutando tu plan y un lenguaje en términos de dónde colocás la cámara que los actores no necesitan conocer del todo, y muchas veces te limitás a compartir lo que sí les hace falta saber. Así que se trata de cómo analizás tu tiempo y cómo apoyás a tus recursos cada día, lo que lo vuelve semicastrense; y a la vez lo que estás intentando hacer con todo ello es más parecido a la poesía que a la arquitectura de construcción.
—¿Cuánto tiene que pelear por mantener su visión de la película?
—Claro que tenés que pelear. Es muy técnico incluso grabar, antes de darle alguna intención, a alguien que está delante de esta ventana y camina y agarra este vaso de agua. Ya solo eso implica una decisión: ¿lo seguimos?, ¿ponemos una vista panorámica y lo vemos en el espejo? Pero entonces se vería la cámara, así que tenemos que mover aquel mueble. Y así empezás a subdividirlo y estas son preguntas que tenés que hacerte. Hay una idea coloquial recurrente sobre la forma europea de hacer cine y la de Hollywood. En Europa, te centrás en dos personas hablando, pueden caminar hacia vos un rato, o girarse o alejarse. Y es perfectamente aceptable. Pero no lo era en los años 40 si tenías a Cary Grant y le estabas pagando un millón de dólares. Quieren ver la cámara delante de ellos, así que vemos su cara, y es un mandato que fue bajando desde arriba y se volvió una forma de encararlo. Pero los europeos dicen: “Ya sabemos quién es el tipo, estaba en el póster y por eso compramos la entrada. No necesitamos verlo todo el tiempo”. Así que siempre está este ballet entre lo que ves y no ves y no mostrar algo importante cuando debe ser así. ¿Cómo repartís la información? Al final, dirigir es muy sencillo: qué ve el público, cuándo, cómo, si refleja o contradice el texto. Y todo esto es solo la mecánica, la poesía aún no está ahí. Ahora metés a la actriz, y ella decide infundirle algo, y es genial, parece algo triste. Y decís: “Querría también un escalofrío, o quizás algo de rabia, o podemos intentar hacer alguna más, y ahora una donde no sientes nada”, y todas son vías legítimas. Y no estás seguro hasta que lo juntas todo.
—Y así es como se llega a su récord de 107 tomas y su fama….
—Estoy tan cansado de eso, de tener que explicarlo a pensadores vagos y que están totalmente decididos a convertirlo en una imposición dictatorial. No impongo. Hay gente a la que no le gusta hacer muchas tomas, lo entiendo. Brian Cox, por ejemplo. Puede ser estupendo, pero a veces puede ser mejor en la toma 12 que en la 3. Y quiero rodarlas porque quiero poder elegir.
—Se habla mucho de arte y poesía. Pero ¿cuán importante es el dinero en el cine?
—Lo es todo, porque equivale al tiempo que vas a tener. Si a alguien le gusta el guion y te da cinco millones de dólares para hacerlo, todo tiene una equivalencia en números. La cualidad y la experiencia de los actores, el director, los guionistas, los operadores. La gente más conocida por su técnica supone una contribución valiosa, pero aumenta su costo. Juntar a los profesionales para una película es como armar un equipo de la NBA. Estás constantemente ajustando la alquimia. Es cómo distribuís tu atención, tu trabajo y tu ética del trabajo y lo aplicás a la obra. Creo que el mayor perjuicio jamás hecho a la narración cinematográfica vino de las familias que empezaron los estudios en Hollywood: la noción de que podías inspirarte en lo que había hecho Henry Ford para fabricar un Modelo T y aplicarlo a las historias. No es así. Cada uno trabaja diferente. Hay directores que quieren que el equipo nunca entre hasta que se haya tenido una discusión muy íntima y otra gente quiere a 80 personas mirando porque así los actores estarán más atentos. Es alquimia. A veces es magia; otras, psicología, a veces solo buen timing y gestión humana, y todo eso existe simultáneamente.
—En una entrevista explicó las razones que le llevan a ver un filme de Sam Mendes o de Steven Soderbergh. ¿Por qué vería los suyos?
—No soy celoso. Hay tipos que yo sé que están pensando tridimensionalmente y no solo para hacer algo aceptable. ¿Cómo le doy una vuelta, ¿cómo saco algo más? Hay cierta gente que quiere que le contemos una historia y no sabe quién es el director o quién lo escribió. Muchos van al cine sin afinidad o ni siquiera conocimiento de quién dirige la película, pero en el fondo yo quiero de una película lo mismo que alguien que no sabe nada de cine. Tal vez simplemente no sean capaces de articularlo. Un amigo me preguntó por mi idea de una gran dirección. Es simple: quiero ser llevado de las narices y no saber.
—¿Por qué le fascinan tanto los asesinos y sus mentes?
—Pregúntele a Hitchcock. Me gusta el drama y es algo que siempre me interesó, incluso antes de ver La ventana indiscreta, en los callejones sin salida. Recuerdo de niño que volvía a casa a las siete u ocho de la noche. Nadie había bajado aún las persianas. Estás en la oscuridad, caminando cerca de los árboles, y de pronto, las luces se encienden y parece una película, toda esta vida que se mueve y mientras la mirás y pensás. Especialmente cuando hay una pregunta. Por ejemplo, alguien grita. Un tipo fuma. Ahora tiene un maletín… Siempre me interesó la idea de la deducción siniestra. Y sucede en Zodíaco o en Pecados capitales, que considero una película de terror incomprendida. Porque pretende ser un thriller, pero eso consiste en si llegan o no al tren. Cuando Kevin [Spacey] se entrega te dás cuenta que te centraste en lo equivocado y ahora estás en un tercer acto totalmente distinto a lo que esperabas.
—Las certezas de El asesino se vienen abajo tras un único error. ¿Le sucedió alguna vez algo así?
—Mis errores son mucho más grandes. Si no tenés remordimientos, no has vivido.
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