Quién era Florence Foster Jenkins, una leyenda de la lírica por todas las razones equivocadas
Meryl Streep interpreta a quien es considerada "la peor cantante lírica de la historia", junto a Hugh Grant, en la película de Stephen Frears que se estrena hoy
Las categorías mejor o peor dentro de las actividades propias del campo cultural son de definiciones o precisiones imposibles, en las antípodas, por ejemplo, del atletismo donde las tecnologías pueden dictaminar, fehacientemente, quién es el mejor atleta de determinada disciplina. Por el contrario, no hay método o proceso científico que pueda aseverar quién es el mejor poeta, compositor, bailarín o escultor. Desde la pasión, la admiración y la subjetividad se pueden arrimar nombres y propuestas, pero sólo tienen valor para quien las formula.
Pero hay una excepción. En el mundo de la música y más exactamente el del canto lírico, jamás nadie podrá atribuirle a ningún tenor, barítono o soprano la honorabilísima distinción de ser el mejor cantante de todos los tiempos. Imposible. Pero no hay discusiones sobre quién ha sido la peor cantante de la historia. Basta escuchar sus registros discográficos, afortunadamente conservados, para ubicarla en el podio menos deseado. Única, desafinada, destemplada, insostenible, grotesca, falta de ritmo y de gusto, irritante e involuntaria y definitivamente cómica, Florence Foster Jenkins es la peor soprano de la historia.
Foster Jenkins nació en 1868, en Pensilvania. Tuvo una vida relativamente modesta hasta 1909, cuando heredó la fortuna de su padre, con quien estaba enemistada. De repente millonaria, decidió dejar de ser maestra de piano y pasar a ser cantante. Dejó Filadelfia, se trasladó a Nueva York y fundó y financió el muy selecto Club Verdi.
Se instaló como una mujer de cierto poder dentro de la alta sociedad neoyorquina y comenzó a ofrecer recitales. Fueron pasando los años sin mayor noción sobre sus actividades musicales, siempre en ámbitos privados y, por lo tanto, marginales y laterales del acontecer musical de Nueva York.
Pero cuando tenía más de sesenta, con algún arranque desmedido de autovaloración, decidió acometer la tarea de salir de los salones privados y del Club Verdi para alcanzar otros públicos. Trabajando metódicamente en sus proyectos personales, alcanzó la gran meta y, cuando tenía 76 años, el 25 de octubre de 1944, se presentó en el Carnegie Hall.
Como el célebre Chauncey Gardiner, aunque sin el talento ni la presencia artística de Peter Sellers, Foster Jenkins no sólo se autoengañó (o no), sino que sedujo a la muy ¿culta? sociedad neoyorquina. Dichosamente, su total falta de autocrítica para no tomar conciencia de sus serias limitaciones la hizo entrar al estudio de grabación donde dejó algunas perlas inigualables.
La reina de la desafinación
Del puñado de registros que Jenkins nos legó, siempre con el acompañamiento del pianista Cosme McMoon, la que puede oficiar de ejemplo de su categórica falta de idoneidad vocal y musical es el "Aria de la Reina de la Noche", de La flauta mágica, de Mozart, que puede ser escuchada (o disfrutada, según las intenciones) en este fragmento.
Desde el mismísimo comienzo, Foster Jenkins tiene la extraña habilidad de entonar siempre al lado del lugar correcto. Más abajo, más arriba de la nota exacta, el aria avanza desafinadísima hasta que lo grotesco aflora imponente en 1.02. Después de haber errado absolutamente todo lo que cantó hasta ese instante, en esta extremamente dificultosa (y maravillosa) aria de coloratura, Jenkins tiene que alcanzar el Fa sobreagudo que Mozart, impiadoso y genial, pone para el lucimiento de la soprano que se anime. La partitura indica que a ese Fa se llega a través de un arpegio de cuatro notas. Jenkins desafina horrendamente el arpegio y araña apenas un Re bemol.
Inevitablemente, la sonrisa (o el espanto, según el humor de quien lo escucha) que se había ido forjando a lo largo del aria se descarga en una irresistible carcajada. Porque sí, a Florence Foster Jenkins hay que tomársela a risa. Aunque si de comedia hablamos, un mérito hay que atribuirle a Foster Jenkins por sobre el inefable Johann Sebastian Mastropiero. Ella efectivamente existió y, créase o no, fue muy aplaudida en su época.
Muchos y muchas cantantes auténticamente gloriosos y gloriosas nunca tendrán una película que recuerde sus hazañas como ésta de Stephen Frears que trae a Meryl Streep para encarnar a esta soprano de canto lastimoso. Pareciera que, en el sentido exactamente contrario al de aquel dicho que tanto se reitera, en este caso del ridículo se vuelve, y hasta con gloria.
Otra mirada, desde Francia
No es la primera vez que el cine se asoma a la vida de Florence Foster Jenkins. En octubre de 2015 se estrenó en la Argentina Marguerite, del francés Xavier Giannoli, logrado retrato de época libremente inspirado en la vida de la peor cantante de la historia. Allí, Catherine Frot encarna a Marguerite Dumont, una figura con todos los rasgos de Florence, pero que vive en Francia, durante el período de entreguerras, comprometida en la promoción del arte y el impulso a las vanguardias creativas de su tiempo. Por supuesto, desafina como ninguna.
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