La garra de hierro: Zac Efron y una actuación consagratoria en la historia de una familia de luchadores de catch malditos
Dirigida con mano segura por Sean Durkin, la desmesurada historia del clan Von Erich y su primogénito Kevin, sus tropiezos y sus triunfos en el mundo del catch, es tan trágica como magnética
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La garra de hierro (The Iron Claw, Reino Unido-Estados Unidos, 2023). Dirección: Sean Durkin. Guion: Sean Durkin. Edición: Matthe Hannam. Música: Richard Ree Parry. Fotografía: Mátyas Erdély. Elenco: Zac Efron, Jeremy Allen White, Harris Dickinson, Holt McCallany, Maura Tierney, Lily James, Aaron Dean Eisenberg, Stanley Simmons y Grady Wilson. Calificación: apta para mayores de 16 años. Distribuidora: Imagem Films. Duración: 115 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
“La verdad enfática del gesto en las grandes circunstancias de la vida”: con esa cita de Baudelaire eligió comenzar Roland Barthes su ensayo El mundo del catch. “Un espectáculo excesivo, con énfasis semejante al que tenían, seguramente, los teatros antiguos”. El texto es revelador del espíritu que habita en La garra de hierro, un drama formidable centrado en las tragedias que enfrentaron sus personajes.
Es la historia del clan Von Erich, una familia de profesionales de la lucha libre. En la vida real, su biografía estuvo marcada por las desdichas: fueron tantas que ellos mismos llegaron a creer que habían sufrido alguna de “maldición”. Las desgracias que muestra la película tal vez parezcan demasiadas para quienes desconozcan de antemano el destino de este linaje. El relato sabe que en lo referido a cómo y qué se cuenta, a veces, menos es más.
Los hechos representan desde el ascenso a la fama de Fritz, el patriarca, que controla algo más que los negocios y empresas familiares, hasta la relación entre sus cuatro hijos, unidos por lazos inquebrantables.
El foco está puesto en Kevin, el hijo que sufre la presión por triunfar en un espectáculo con el que no se siente del todo cómodo. Quien se luce en este rol es Zac Efron, no solo porque demuestre la versatilidad física necesaria para hacer creíble que el joven bailarín de High School Musical ahora puede ser un luchador de verdad, sino por la angustia que encierra en su mirada. Con pocas palabras, transmite la desesperación de alguien que reprime sus sentimientos para no defraudar a los demás. Lo acompaña Kerry, el hermano con el que la película elige profundizar más una relación que oscila entre la rivalidad y el amor filial. Jeremy Allen White, como ya lo hizo en The Bear, prueba que es un actor a la altura de las circunstancias.
Pero es con Fritz, el padre, con quien Kevin tiene una relación aún más complicada. Fritz es un personaje que le pide a sus hijos que se saquen los lentes de sol en un funeral: “No se escondan, no quiero ver lágrimas”. El relato no lo construye como un villano, aunque sus decisiones puedan ser cuestionables, porque entiende que son los propios espectadores los encargados de juzgar (o no) la complejidad que habita en el hombre.
En La garra de hierro hay imágenes de un cuadrilátero en blanco y negro que remiten a Toro salvaje, el clásico de Martin Scorsese, y peleas que parecen rendir homenaje a El luchador, la película que rescató a Mickey Rourke del olvido. Todas tienen algo en común: son historias de personajes rotos que deciden enfrentar los golpes que reciben de la vida. La frase puede sonar clisé, pero no por eso deja de ser cierta y, en muchos casos, efectiva.
“¿No es falso todo esto”, le pregunta la joven Pam, interpretada por Lily James, la actriz que da con el perfil de chica sencilla del barrio. “¿Falso? No, nada es falso en lo que hacemos”, le responde Kevin. En El mundo del catch, Barthes observaba: “al público no le importa para nada saber si el combate es falseado o no, y tiene razón; se confía a la primera virtud del espectáculo (…). Lo que importa no es lo que cree, sino lo que ve”.
Kevin entiende que la industria del espectáculo se rige por ciertas convenciones que hacen los luchadores se comporten como lo exige la audiencia. Aunque está ambientada en la década de 1980, la película permite una lectura sobre el modo que tienen las personalidades del espectáculo para construir, en épocas de redes sociales, la relación difusa entre lo real y lo ficticio.
La película no se regodea con el sufrimiento de los Von Erich, ni los transforma en caricaturas. Cuando entra en escena Ric Flair, el rimbombante “enemigo” de los Von Erich dentro del cuadrilátero, se lo presenta como si fuera el personaje a odiar en este cuento. Pero es más parte del juego metatextual. Flair no es el “malo” de esta historia, solamente está cumpliendo su rol de antagonista dentro de la ficción. Prueba del talento que tiene Sean Durkin, director y guionista de La garra de hierro, para representar a los Von Erich es la atención con la que construye a los personajes. Con apenas unas escenas, silencios, gestos y miradas, construye la sensibilidad y el dolor que esconde Doris, la esposa y madre de esta estirpe.
Que La garra de hierro haya sido ignorada en la última ceremonia del Oscar puede parecer una injusticia, pero la historia del cine está llena de películas formidables que ni siquiera fueron nominadas como lo mejor del año en el que se estrenaron. A veces por razones que nada tienen que ver con la calidad de lo que está en pantalla. Esta es una película de esas que no abundan: sobria en su forma de narrar los acontecimientos y hecha para un público adulto.
“Los hombres no lloran”, le enseña Kevin a sus hijos, como si verbalizara la manera de sentir el mundo que trató de imprimir en su alma su propio padre. La emoción es un elemento esencial, dentro y fuera de la pantalla, para que las historias de los luchadores sean efectivas. Barthes lo sabía: “En el catch, como en los antiguos teatros, no se tiene vergüenza del propio dolor: se sabe llorar, se tiene gusto por las lágrimas”.
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