Uno de los grandes desafíos que asumió el griego Yorgos Lanthimos al llevar a la pantalla la vida de la reina Ana de Inglaterra fue sortear los lugares comunes que se ponen en juego cada vez que se filma una película histórica. El vestuario, la ambientación, los rituales y las reglas de comportamiento modelan esas representaciones sobre la base de lo sabido y documentado. Pensar que el cine debe cumplir las reglas de los libros de historia es algo que Lanthimos ha decidido olvidar con bastante irreverencia.
El rigor de su mundo, los códigos que definen sus representaciones, las pujas de poder que se escenifican en sus universos nacen de su feroz inventiva como parte de una estrategia de observación, crítica y bastante de provocación. Si en Langosta (2015) tuvo que entretejer las arbitrariedades de ese hotel de solteros condenados a la animalidad con la impronta de una distopía y en El sacrificio de un ciervo sagrado (2017) consiguió amalgamar el fatalismo de una maldición con el racionalismo del mundo médico, aquí esa corte decadente y agonizante del temprano siglo XVIII le viene como anillo al dedo para explorar las relaciones humanas que se ocultan bajo sus pomposos ornamentos.
Una reina sin encanto
Es raro pensar que haya sido el reinado de Ana el elegido. Nada es su biografía tiene el encanto de otras reinas, ni el exceso de sus pasiones, ni los ribetes operísticos de sus tragedias. Isabel I le dio nombre a su siglo, fue artífice de la imponente Armada inglesa, cultivó el teatro y las letras, fue Virgen venerada y guerrera temida, hija del rey que desafió al Vaticano y cortó más de una cabeza. Victoria fue la hacedora del Imperio, la inspiración del gótico y el Romanticismo, la de las rígidas convenciones y los sugerentes mundos subterráneos. Y la Isabel II de esta era, la que sorteó el siglo XX y los escándalos de la prensa amarilla, fue una especie de tímida ama de casa que de pronto se vio frente a un Estado que le pedía carácter y decisiones para seguir adelante. En el medio se agitaron la Reina Blanca y otras Isabeles...
Pero Ana no tuvo nada de eso. Llegó a la corona por casualidad, luego de que su padre fue desplazado por católico, su hermana y su cuñado murieron sin herederos y ella padeció las intrigas y desprecios de todo su linaje. Sus biógrafos la retrataron como poco agraciada y aburrida, signada por la enfermedad y la depresión luego de la pérdida de innumerables embarazos. Fue la última heredera de la Casa Estuardo, cultora de tradiciones absolutistas justo cuando el Parlamento crecía en influencia a partir de la mítica disputa entre whigs y tories. Pero nada de eso tiene tanto atractivo como la fascinante figura de Sarah Churchill, amiga de la infancia de Ana y consejera y guía de su gobierno.
Esa compleja relación de favoritismo, esa pública amistad teñida de estrategia política alimentó los rumores de entonces y dio el material perfecto para una película. Porque junto a ella nació una nueva favorita que vino a disputarle el dominio de la reina, una prima arribista y comedida que usó encantos y oportunidades para ocupar un lugar en su corte y en su cama. O eso es lo que nos cuenta el guion de Deborah Davis y Tony McNamara que Lanthimos ha decidido filmar con la perfidia de un indiscreto y la astucia de un intrigante.
Es que la monarquía inglesa siempre ha sido atractiva para el cine de Hollywood. Una especie de star system con aires de Renacimiento que trocaba los salones de mansiones californianas por las cortes aristocráticas signadas por amores condenados y mandatos irrenunciables. Con esa impronta John Ford filmó María de Escocia (1936) y Michael Curtiz La vida privada de Elizabeth y Essex (1939). En ambas, las reinas son las heroínas de los melodramas de sus vidas, ceñidas por una historia que se vuelve cruel con sus deseos e implacable con sus destinos. Katharine Hepburn y Bette Davis brillan bajo los destellos de una historia que nunca desempolva lo negado, nunca visita lo invisible, siempre transita las amargas luces de una vida sufrida pero escrita en páginas autorizadas.
Una mirada distinta
Hubo infinidades de versiones de las reinas británicas, pero a fines de los 90 la Elizabeth del indio Shekhar Kapur convirtió a Cate Blanchett en una estrella. Y lo hizo porque exploraba el costado humano de la emblemática monarca con una consigna: adecuar su representación a la cotidianeidad del espectador. La Isabel de Blanchett ya no era una diva del Hollywood clásico, ni una figura de cartón salida de los manuales de secundaria, sino una mujer que sufría la pérdida de su madre, el fracaso de un amor desgraciado, los mandatos de una escena política que la usaba como el peón de un tablero de ajedrez. Más allá del destierro familiar y las intrigas religiosas, la vocación de esta nueva mirada era concebir al personaje en su corriente humanidad, dando peso a sus sentimientos, adecuando el lenguaje al sonido contemporáneo, destejiendo las formas para dar peso al fondo del relato. Unos años después Sofia Coppola llevó esta estrategia al límite en su mirada sobre la destronada María Antonieta como una adolescente ingenua y caprichosa que ve caer su mundo ante la miopía de su clase y la inmadurez de su carácter. La decadente corte francesa de Versalles le permitió a Coppola ensayar una lectura contemporánea de la política, signada por caprichos adolescentes y rumbos peligrosos.
La mirada de Lanthimos decide dar un salto más hacia el vacío, casi como una réplica manierista de aquella locura que filmara Josef von Sternberg sobre Catalina la grande en Capricho imperial (1934). Ya no solo se privilegia lo humano por sobre lo político sino que esa es la única historia que ahora cuenta. A quien le interese saber el trasfondo de la disputa parlamentaria entre Whigs y Tories, el rumbo de la guerra con Francia, las medidas tributarias de la corona británica, La favorita no es su película. La decisión de Lanthimos, desde que leyó la primera versión del guion que le acercaron los productores Ceci Dempsey y Ed Guiney, luego de quedar maravillados con Canino (2009) –película que ganó Un Certain Regard en Cannes y fue nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera-, fue llevar el cuento a su propio territorio. Y lo bien que hizo porque al concentrar el crepúsculo del reinado de Ana en el triángulo con sus dos favoritas consiguió un éxito sorprendente para una película de estreno limitado en Estados Unidos, se alzó con 10 nominaciones a los Oscar que incluyen mejor película y mejor director, y consiguió una tríada de interpretaciones notables para las excelentes Olivia Colman , Rachel Weisz y Emma Stone .
Así, La favorita explora esa zona desatendida de la historia oficial, aquella que ha dejado a las mujeres del pasado en el limbo del ostracismo y el desinterés. Algo que también parece ensayar Las dos reinas, la nueva película con Saoirse Ronan y Margot Robbie –que se estrena en marzo en nuestro país- sobre la rivalidad entre María Esturdo e Isabel I de Inglaterra, basada en el libro del historiador británico John Guy. Esa historia también parece ser la desconocida, la que explora los intersticios de las palabras oficiales, la que expande las zonas vedadas por las voces autorizadas. No importa demasiado si todos aquellos detalles ocurrieron, si los gestos de esas figuras de cuadros y grabados son como eran en aquella época. Lo que resulta interesante es transitar esos huecos con un poco de audacia y bastante de imaginación. Algo que, como demostró el notable éxito de The Crown sobre los vaivenes del extenso reinado de Isabel II, puede convertirse en un fenómeno duradero.
En La favorita se mezclan la reina trágica, la ambiciosa estratega y la pérfida arribista. El escenario podía ser el de un teatro como en La malvada de Joseph L. Mankiewicz, pero lo es la corte londinense de comienzos del 1700. La estilizada puesta en escena de Lanthimos, que despoja al mundo exterior hasta convertirlo en un eco de los privados aposentos, muestra esa dinámica de poder y deseo, de celos y confidencias, como el mejor retrato de ese presente. Lanthimos desestima la tragedia en virtud de una farsa que permite combinar la tristeza con el erotismo, dando a esas pasiones circulares más complejidad de la que aparentan. Su mundo femenino absorbe el patetismo de sus otros universos reglados, pero consigue que esos códigos revelen su costado absurdo con menos crueldad que gracia, con igual dosis de candidez y amargura. Sus personajes salen de la Historia para consagrarse a una vida que no es mágica ni tan distinguida sino que adquiere su fuerza con el peso arrollador de lo visible.
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