La excelencia de Bourne
Bourne: el ultimátum (The Bourne Ultimatum, Estados Unidos/2007). Dirección: Paul Greengrass. Con Matt Damon, Julia Stiles, David Strathairn, Joan Allen, Scott Glenn, Paddy Considine y Albert Finney. Guión: Tony Gilroy, Scott Z. Burns y George Nolfi, basado en la novela de Robert Ludlum. Fotografía: Oliver Wood. Música: John Powell. Edición: Christopher Rouse. Diseño de producción: Peter Wenham. Producción hablada en inglés, francés, italiano, árabe, ruso y español con subtítulos en castellano y presentada por UIP. Duración: 111 minutos. Sólo apta para mayores de 13 años.
Nuestra opinión: excelente
Entre las múltiples proezas que consigue el eximio director británico Paul Greengrass ( Domingo sangriento , Vuelo 93 ) hay una que sobresale especialmente en medio de la muchas veces innecesaria acumulación de sagas con la que suelen bombardear los estudios de Hollywood: si bien hace tres años ya había logrado que la segunda entrega de esta saga ( La supremacía Bourne ) superara en calidad a la digna película inicial que había rodado Doug Liman, ahora redobla la apuesta y consigue que Bourne: el ultimátum no sólo supere a sus dos predecesoras, sino que además se constituya en una obra maestra incluso dentro del corsé que significa trabajar hoy en el cine a gran escala un thriller de acción sobre los abusos del Estado en estos tiempos de paranoia frente a la amenaza del terrorismo global.
Mucho se ha comparado la saga de Bourne con la de James Bond, e incluso con la reciente Duro de matar 4.0 , otro tanque que describe a pura adrenalina las consecuencias de un terrorismo apoyado en el poder de las nuevas tecnologías. Pero las asociaciones, en ambos casos, se terminan muy rápidamente: aquí no hay espíritu lúdico, concesiones ni ironías que valgan. Bourne: el ultimátum es una película que se toma muy en serio a sí misma y que apunta -como lo hizo con menos logros también Syriana - a desnudar los riesgos que implica el uso abusivo de la inmensa maquinaria de vigilancia montada por el gobierno estadounidense en todo el mundo para combatir a sus enemigos.
Virtuoso de la puesta en escena (con un impecable uso dramático de la cámara en mano), sólido narrador (con un trabajo del montaje seco y vertiginoso que no cae jamás en el desdén de tanto videoclip), experto en la generación y sostenimiento de la tensión y del suspenso, Greengrass se diferencia de cualquiera de los buenos artesanos que abundan en la industria norteamericana porque sabe construir escenas de acción que escapan del exhibicionismo y la espectacularidad fácil para impactar emocionalmente en la intimidad del espectador, porque -como ya lo había demostrado en Vuelo 93 - no tiene pruritos a la hora de desarrollar de forma punzante e impiadosa las aristas políticas y la mirada ideológica de sus películas y, lo que es aún más importante, porque es capaz de dotar a su héroe de una dimensión trágica, noble y profunda de la que suelen carecer la inmensa mayoría de protagonistas unidimensionales de las superproducciones hollywoodenses.
En este sentido, más allá de la hábil conducción de Greengrass, hay un enorme mérito en el trabajo de Matt Damon, capaz de abandonar la presencia testosterónica de tanto héroe de acción para transmitir no ya en artificiales líneas de diálogo sino en las muecas de su rostro, en su mirada triste y agobiada, las miserias de este personaje amnésico convertido por la CIA en una máquina de matar y devenido en un fugitivo sin memoria ni vida propia (hasta su novia fue asesinada) hasta transformarse en un bumerán para los propios jefes de la inteligencia, que aquí están dispuestos a todo con tal de eliminarlo.
La película -como suele ocurrir con el cine de espías a escala internacional- se pasea por medio planeta (Moscú, Torino, París, Londres, Madrid, Tánger, Nueva York), pero aquí estamos muy lejos del simple regodeo turístico, ya que en cada ciudad hay por lo menos una escena decisiva en el desarrollo de la trama. Una de ellas -ambientada en plena estación londinense de Waterloo atestada de gente- es sencillamente prodigiosa. Una clase magistral sobre las posibilidades del arte cinematográfico.
Algunos podrán encontrar el desenlace un poco simplista y algo concesivo, pero aun asumiendo esa posibilidad no deja de ser muy efectivo. De todas formas, es Bourne: el ultimátum la consagración definitiva de Greengrass como uno de los directores de punta en el mundo del espectáculo y de Damon como un actor sin techo y cada vez con mayores facetas para desplegar.
Por todo esto, una producción hollywoodense deja, después de mucho tiempo, una sensación que ya no sólo es de satisfacción, sino, por momentos, también de euforia.
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