La chica del adiós, la comedia romántica de Neil Simon que nos implora no olvidar
"Odio a esos hombres que se van de aquí. Los odio. Yo soy el único que está volviendo y al que terminan culpando por todo" - Elliot Garfield, La chica del adiós*
En lo que sería una suerte de anti-prólogo (por las citas apócrifas, por ser el propio autor el responsable del mismo, entre otras razones) a su bellísima e intrincada novela epistolar, La isla de los jacintos cortados, el escritor español Gonzalo Torrente Ballester lleva a cabo dos procesos, uno más formal y otro más visceral. Por un lado, pone de relieve el contenido de su novela, su temática, el realismo mágico que le imprime a ella desde la primera frase. Por el otro, escribe sobre los finales. Escribe sobre su incredulidad respecto a la palabra "final". Ballester juega con los sinónimos. Como todo escritor, intenta encontrar el término perfecto que se adecue a sus credos. Por lo tanto, entrecomilla el término final para remarcar lo arbitrario que puede ser y le atribuye otra connotación: la irrealidad. "Dice 'forma' quien dice 'orden'; dice 'final' quien dice 'redondeo'. Prácticamente toda narración puede ser infinita, igual que amorfa, como la vida. Darle un final, darle una forma, es la prueba más clara de su irrealidad. Por lo tanto, ¿para qué enredarnos más en elucubraciones? Como irreal te la ofrezco, que es a lo que intentaba llegar. Tú verás".
Sin dudas, el modo con el que elige oponerse a la forma es precisamente lo que hace de su escritura una puramente formal, porque en ese tironeo con los géneros, en su ímpetu por oponer el mundo con la literatura para terminar fusionándolos ("mis ojos le dicen que soy un pobre buscador en el mundo, que no comprendo nada de mi destino ni del de los demás, que he vivido sin haber comprendido nada", es también otro pasaje sintomático de su autoconsciencia narrativa, porque adelanta el espíritu de lo que contará luego), y en esa constante reafirmación del texto como un proceso estrictamente testimonial (porque quien escribe lo hace a la par de otra actividad: el dejar un testimonio de su existencia en ese preciso momento), Ballester está eligiendo un estilo, lo está revelando, se está haciendo cargo de éste.
Es atractivo discutir el concepto de "final", pero a su vez considero que se le otorga un cierre a las situaciones para que la cabeza se reacomode a lo que sucedió y se acomode al porvenir. Sin embargo, ese infinito al que alude Ballester siempre nos pisa los talones. Rendidos, no tenemos otra alternativa más que reabrir finales (aunque más no sea en nuestra propia intimidad, aunque más no sea con nuestros propios pensamientos), a veces porque las historias no se acaban y otras porque es necesario no pensar en absolutos (las cosas pesan menos si se las piensa con mayor flexibilidad). La manera en la que Ballester escribe sobre los finales podría aplicarse a otro término: a la palabra "nunca". Decirla se convierte en un acto reflejo de autopreservación, pero ese "nunca" tiene un sinfín de variables.
En La chica del adiós – la película de Herbert Ross escrita en 1977 por Neil Simon , quien en 1983 llevaría su comedia romántica a Broadway -, aun con todos los clichés del género (el meet-cute inicial, la exasperación que se convierte en un amor ingenuo) y aun estando anclada en un modelo de película romántica bien representativa de su época - la actuación de Marsha Mason va por el mismo carril que la de Diane Keaton en Annie Hall-, está atravesada desde su título hasta su final-que-no-es-final por la idea de interpelar las despedidas. Paula (Mason) deja entrar a su vida a Elliot (un descomunal Richard Dreyfuss, ganador del Oscar por su desaforada interpretación), y se resiste a enamorarse por temor a que vuelvan a dejarla sin aviso. La película de Ross empieza y termina con el concepto de "adiós" como algo irreal (idéntico al que planteaba Ballester) y como si se tratara de un manifiesto en contra de las definiciones. Elliot le dice "buenas noches" a Paula, mientras que ella siempre lo despide con "adiós". Hasta que todo cambia. Hasta que deja de ser imperativo el dar una conclusión porque quizás lo infinito - con sus cambios - sea más plausible. Todo depende de quién llega para golpear la puerta. Todo depende de qué tenga para ofrecer.
Como reza en ese prólogo, el dar a conocer lo que podemos dar, la irrealidad de lo que podemos dar, con su multiplicidad de alteraciones, es un acto genuino que casi siempre necesita de una respuesta. Aunque esa respuesta sea una despedida. Mejor no temerles. ¿Cuál sería el punto? No se le puede temer a aquello que replicará en el futuro. Mejor convivir con el recuerdo a pelearlo. Ballester (hablándole a alguien, siempre hablándole a alguien) describió eso de convivir con lo que dejó de ser con siete palabras: "acuéstate en mi olvido y vive allí". Pocas veces el adiós, tanto en esa novela como en el texto de Simon, pudo representar una imagen tan poética como lo es la promesa de desafiar el olvido.
*Texto originalmente publicado en el blog de cine CINESCALAS, de LA NACION