Jurassic Park: la audacia de Steven Spielberg que se convirtió en mito y en millonaria franquicia
Iniciada hace casi 30 años, la saga que trajo a la vida a los más increíbles dinosaurios prehistóricos terminó refundando el cine, sus límites y posibilidades; mañana llega un nuevo capítulo de esa aventura, Jurassic World: Dominio
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François Truffaut decía que hacer una película era como subirse a una diligencia, al principio uno espera un viaje agradable, al cabo de un rato, solo espera llegar a destino... Algo de ello debió pensar Steven Spielberg cuando se embarcó en la aventura de Tiburón a mediados de la década de los 70 sin siquiera imaginar que iba a cambiar a la industria para siempre.
Todos eran contratiempos, monstruos plásticos irrisorios, un cóctel que reflotaba los recuerdos clase B de la factoría de Roger Corman... Sin embargo la película se convirtió en el primer blockbuster de aquel verano, un hito para el Nuevo Hollywood que había desafiado los límites de lo posible. Tiburón instaló el modelo de la “película-evento”, aquella que trepa en la recaudación del primer fin de semana, que domina la exhibición y la publicidad televisiva, que coloniza la conversación pública. ¿Cómo dejar de ir a verla?
Ese logro de Spielberg lo elevó por encima de los nombres de su generación hasta colocarlo, unos años después del éxito de Star Wars, junto al de George Lucas como los artífices del nuevo modelo cinematográfico que se expandiría a partir de los años 80.
Pero todavía quedaba un logro mayor, aquel de convertir los géneros menores como el terror y la ciencia ficción en territorio del asombro y la maravilla gracias a las nuevas tecnologías. La primera Jurassic Park, estrenada en 1993, ocupó ese lugar, el de hacer visible lo imaginado.
Por primera vez las imágenes diseñadas por computadora se convertían en las verdaderas estrellas de una película: los dinosaurios extinguidos se erigían en ese parque ubicado en la isla Nublar, cerca de Costa Rica, como reales apariciones y no como las marionetas de un titiritero detrás de la pantalla. Spielberg llevaba el asombro al límite, conseguía prescindir del artefacto –aquel que hermanaba Tiburón con la imaginería analógica- para llevar al cine, otra vez, a una nueva era.
El uso del CGI en el cine había encontrado el perfecto traspié para su estancamiento en Tron (1982), de Disney, el “primer ejercicio sostenido de empleo de imágenes generadas por computadoras”- tal como señala J. Hoberman en su libro El cine después del cine-, cuyo elevado costo y mediocre recaudación archivó el anhelo digital durante unos años.
Lo que establecía el límite hasta entonces era la consciencia de los espectadores de que lo aparecido en pantalla provenía de una creación artificial, una tecnología capaz de conseguir que actores reales y criaturas inexistentes interactuaran en pantalla. Algo que por ejemplo consiguió James Cameron en Terminator 2 (1991), despertando el asombro por la confección del ciborg de mercurio ante nuestros ojos. Sin embargo, la clave estaba en la fascinación por el procedimiento, en la perfección de la técnica, no tanto en la creencia en el mundo que ofrecía la narración. Después de todo, eso era lo que iba a suceder siempre con un futuro proyectado.
Lo que demostró entonces Jurassic Park fue, en palabras del propio Hoberman, que podía “inscribir el CGI en la prehistoria”, es decir utilizar esas imágenes digitales para dar vida a un mundo que perdía su condición de artificio para convertirse en la verdadera exposición del pasado. Para muchos fue una innovación del calibre de la aparición del sonoro a partir de 1927, pero el cambio que propuso Spielberg no solo tenía que ver con la transformación de la industria sino con la propia experiencia de los espectadores.
La era muda había instalado al cine en el firmamento, donde se conservaban las estrellas como dioses y las historias como obras de la magia. El sonoro le arrebató ese halo sagrado al cine, lo acercó a la experiencia humana, a las voces y los diálogos, a la carne debajo de la pantalla. Toda la era analógica escenificó la puja entre la realidad y la representación, a veces más cercana a la ilusión y la inocencia –como en el clasicismo, con sus géneros populares y sus estrellas todavía magnéticas-, otras más corrosiva e invadida de los coletazos del mundo real, desde la posguerra en adelante.
Paradójicamente sería Spielberg, emblema del cine de los 70, testigo de la pérdida de la inocencia luego de los hitos de los 60, desde los asesinatos políticos a la guerra de Vietnam, el artífice de la consagración de la ilusión como única realidad de la pantalla grande.
Jurassic Park empujó con confianza esos límites. Su revolución no solo fue tecnológica sino que cambió la percepción. Así lo explica Hoberman: “Los dinosaurios se hacen presentes para contarnos que las imágenes computadas pertenecen, para seguridad de todos, a un pasado ido hace mucho tiempo, aun cuando tengamos buenas razones para creer que ellos son mensajeros de un futuro que aún está por venir”.
Si hasta ahora los mundos digitales eran imaginerías fantásticas proyectadas en una pantalla, a partir de ese momento la Historia encontraba en el cine la única ventana posible para su aparición. La expresión de asombro de Sam Neill y Laura Dern cuando ven al brontosaurio por primera vez expresa nuestra misma sorpresa al ver ese mundo que hasta entonces solo habíamos conocido en los libros de texto. Como el doctor Frankenstein que desafiaba la lógica de lo posible al ver a su Prometeo elevarse entre los vivos por obra y gracia de la ciencia y la creencia.
Creer. Ese fue el lema de Spielberg en toda la saga de Jurassic Park, extendida a lo largo de una década y tres películas –la tercera dirigida por Joe Johnston-, que buscaba maravillar al espectador pero al mismo tiempo convencerlo de que aquello que veía era real. No en vano el dilema de la obra de Mary Shelley se trasladaba al corazón de la franquicia: la tensión entre la ambición y la ética. Para Frankenstein era el desafío a Dios, para los villanos de Jurassic Park la codicia por sobre el idealismo de la ciencia (que representa Hammond, el creador del Parque Jurásico).
Ese interrogante podría trasladarse al propio Spielberg y su hallazgo: ¿será el cine, a partir de ahora, el reinado digital que se escondía detrás del éxito meteórico de la película? Nuestro presente ya puede confirmarlo. Y como señala Hoberman, la resurrección de la saga de Star Wars con La amenaza fantasma en esos años también demostró que se trataba de hacer presente el pasado, en este caso el de la trilogía original de Lucas. Pero ello abonaba la misma idea: el cine era ahora el territorio de esa nueva realidad total.
Las tres primeras Jurasic Park conciliaron un universo propio, nacido de la inventiva de Michael Crichton pero sobre todo de la mano de Spielberg: historias de aprendizaje y dilemas éticos, aventura clásica y nostalgia. Quince años pasaron sin novedades, dejando aquellos sucesos como parte de la cultura popular, como récords en los libros de la industria, como materia de estudio de las innovaciones tecnológicas.
El CGI siguió avanzando y dejó de lado todo asombro; se convirtió en el pasaporte para cualquier blockbuster. En los 80, Roger Corman ya no podía producir porque las películas que antes hacía con decorados de cartón por cuatro dólares ahora las hacían las majors por millones. Entrados los 2000 su queja parecía profética. Jurassic World fue la demostración de que aquella mitología nacida de best sellers, efectos especiales y campañas de marketing no podía perderse en las arcas de la nostalgia. Era imprescindible volverla a la vida.
La nueva saga se inauguró en 2015 con la primera Jurassic World, pensada nuevamente como un tanque de verano, pero sin la dirección de Spielberg. Si bien el dilema era el mismo, la ambición de los científicos de convertirse en dioses frente a la responsabilidad por sus creaciones, la conciencia de la película era la de su misma gestación como producto. Los protagonistas que sustituyeron a Sam Neill y Laura Dern fueron Chris Pratt y Bryce Dallas Howard, los villanos seguían siendo los que querían hacer dinero a costa de pisotear todos los ideales.
Pero hay un cambio, el enfrentamiento era ahora entre la vieja generación de dinosaurios, aquella que nació en 1993 pero que evocaba el pasado prehistórico, y la nueva, concebida por experimentos cada vez más sofisticados. Más allá de la calidad de cada nueva integrante de la franquicia, lo interesante era el lugar en el que se posicionaban. Las anteriores habían traído a la realidad un mundo extinguido, las nuevas hacía competir ese pasado con un futuro oscuro nacido de un laboratorio.
Pese a no estar al mando de la dirección, Spielberg es uno de los productores ejecutivos de esta nueva trilogía que se completa con Jurassic World: Dominion, estreno de este jueves en las salas. Colin Trevorrow regresa tras la cámara luego de haber dejado la segunda, Jurassic World: El reino caído, en manos del español J. A. Bayona en 2018.
En la primera hay una frase que puede resumir el espíritu de esta nueva aventura: “Cada vez que revelamos una nueva atracción, la audiencia ya ha disparado”. La declaración de uno de los personajes resume la de la propia película: no perder un instante sin algún atractivo que retenga al espectador porque puede irse para siempre. La lógica ha cambiado. Las “atracciones” en las películas de los 90 –sobre todo en las dos primeras dirigidas por Spielberg- se integraba a la historia de los personajes; las Jurassic World se sostienen en esa espectacularidad, a la que se agrega la nostalgia empaquetada como “easter eggs”, cada vez menos disimulados.
Si bien las críticas de las dos primeras fueron dispares tendiendo a desfavorables, la franquicia demostró su rentabilidad y aquí tenemos a la nueva entrega. El elemento más evidente de esta era es, paradójicamente, su conciencia de creación cinematográfica. La creencia que imponía Spielberg en el uso pionero del CGI tenía que ver con traer a la pantalla una prehistoria que resultaba inalcanzable por otra vía. La misma ciencia que estudió a los dinosaurios era el origen de la técnica que los resucitaba.
En las Jurassic World no hay un pasado real sino cinematográfico, y las referencias a la saga anterior se convierten en el límite del tiempo. Esta idea se encabalga con el tópico de los “multiversos” de moda pero, en definitiva, reinstala la experiencia de un mundo fabricado. Y ello se suma a que ya no alcanza con la idea de aventura spielberguiana sino que otros temas definen el corazón de las películas: los peligros de la escalada corporativa, la agenda ecológica, el imperativo de la integración.
Jurassic Park ha recorrido un largo camino: desde su aparición como nuevo hito de la industria cinematográfica y tesoro de la cultura cinéfila hasta convertirse en una nueva franquicia de la era digital. En esas coordenadas combina la aventura y la nostalgia con la necesidad de pertenencia de estos nuevos productos a una nueva era del cine, que ha dado un salto considerable desde la pandemia. Un negocio más concentrado y menos voluminoso que requiere el impacto inicial para amortizar su inversión y sumar ceros en la recaudación. Pese a ello, la experiencia de aquel asombro inicial perdura en la aparición de cada nuevo dinosaurio, aunque todos hayamos perdido un poco la creencia. Steven Spielberg supo crear un mundo perdurable, una aventura llena de emoción y suspenso, personajes queribles y un viaje que nos dejó boquiabiertos. El mito de Prometeo ha llegado hasta nuestros días.
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