En la primera entrega, el asesino a sueldo retirado que compone Keanu Reeves en su modo más hierático volvía al crimen cuando mataban a su perrito; desde entonces y hasta este cuarto film, que llega a las salas este jueves, la franquicia se convirtió en un universo tan fantástico como adictivo
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A partir de este jueves veremos la más larga, épica y quizás la mejor de las aventuras del sicario más bueno del mundo, John Wick. Es decir, esta semana veremos cómo un cine completamente abstracto y al mismo tiempo de culto toma por asalto las pantallas. También veremos si funciona, aunque si una serie fílmica llega a su cuarta entrega es porque el público ha respondido: el cine también es un negocio. Otra vez, un barbado y pelambroso Keanu Reeves, a quien podríamos designar como el verdadero último boy-scout de la pantalla grande, recorrerá paisajes varios con armas blancas y de todos los colores, puños, pies y cualquier cosa que permita causar un daño (permanente y absoluto) a quien el guion considere enemigos. No crea el lector que estamos en contra de este cine. No señor, para nada: queremos mucho a Keanu y queremos mucho más a John Wick.
En los años 80, Alberto Olmedo y Javier Portales eran Borges y Álvarez, respectivamente. En ese histórico sketch de No toca botón, Borges solía contar la idea para una película: invariablemente un tipo al que unos psicópatas le hacían de todo, tanto a él como a su familia. El tipo no se inmutaba hasta que, como gesto final, alguno le rayaba el auto o le mojaba el pancito en la yema del huevo frito. Y ahí salía el monstruo vengador. Pues bien: John Wick nace de un argumento similar. En el primer film, unos mafiosos rusos le matan el perro. Y no queda ruso vivo después de dos horas. Podría pensarse que hay sátira y la hay. Pero también fue la semilla de una mitología que, como muchas, nacen de un absurdo que más bien hay que considerar fantástico. Lo que destacaba de aquella película que no carecía de humor eran dos elementos que podrían explicar –trataremos de demostrarlo– el éxito de esta serie o saga.
El primero eran las increíbles, perfectas coreografías de acción, cine en estado puro que combinaba la tradición “bélica” (los tiroteos planeados como una batalla a pura estrategia vertiginosa) con las grandes secuencias de artes marciales. Wick (¡qué pena para los malhechores!) es un exsicario, el mejor de todos. El segundo elemento, pues, es Keanu Reeves: su rostro de joven bueno y confiable permite ocultar -y sostener un suspenso demoledor hasta que llega el estallido- toda emoción. No sabemos cómo, cuándo ni de qué manera va a reaccionar en cada secuencia. Solo sabemos que lo va a hacer y el pacto que se establece entre el universo Wick y nosotros consiste en que cada vez que explote sea novedoso, único. El rostro del protagonista y la coreografía se complementan.
Es cierto: primero es un hombre enamorado, alejado completamente de la violencia. Y luego, parte de una hermandad de asesinos que tiene sus propias reglas. Estos asesinos no son “malos”: son lo que ha quedado el universo noble de caballeros andantes en un mundo donde la moral se ha vuelto demasiado relativa. Se ha citado -el propio realizador Chad Stahelski lo ha hecho- a El samurái, el clásico de Jean-Pierre Melville, y su casi remake The Killer, de John Woo, como influencias y es cierto: hay en ambas un personaje casi hierático capaz de hazañas únicas (Alain Delon en un caso; Chow Yun-Fat, en el otro) que mantiene incluso en su oficio amoral un código ético absoluto. Pero hay un detalle: Stahelski es un stuntman, un doble de riesgo. Alguien que entiende el cine desde el puro movimiento, especialmente el corporal. Es decir: John Wick, en una era de imágenes vertiginosas, es el puro cuerpo actuando. El trabajo de Keanu Reeves consiste básicamente en ser el Messi de las escenas de acción: esperar quieto hasta que le toca acelerar y apelar al dribbling de pistolas y katanas. En cierto sentido, John Wick es una serie deportiva, un campeonato mundial de la acción.
También es claro que su universo crece film a film, episodio a episodio. Y esto también tiene que ver con algo que es, quizás, el gran tema de las ficciones de este siglo: la realidad que se oculta bajo la realidad, los universos virtuales donde el muchacho que parece empleado de panadería puede ser el perfecto asesino, la más acabada máquina de acción. Y entonces recordamos que Keanu Reeves –él mismo y nadie más– definió para siempre las ficciones del ya no tan nuevo siglo cuando fue Neo en Matrix, que es la matriz de las grandes ficciones audiovisuales de estos tiempos. La película que decía que la realidad era nada más que un juego y que la vida estaba en otra parte. Y de paso, que en el juego, una vez que entendíamos las reglas, podíamos ser quienes quisiéramos ser.
La cofradía de asesinos a la que John pertenece y de la que, en última instancia, quiere escapar, responde a una de esas fantasías eternas que el cine provee a nuestros costados más perversos: el del criminal que puede salirse con la suya. Digámoslo aunque sea de perogrullo: matar está mal. Pero en el universo Wick, matar es perder la partida, el game over dentro de un marco en el que tal cosa ha sido perfectamente elegida por los participantes. Poco importa el desarrollo de la trama en ese sentido porque estamos, también, en presencia de un videojuego que juega con nosotros y nuestras emociones (físicas y morales).
Cada capítulo de John Wick implica pasar niveles, saltear enemigos en cada instancia más poderosos, recoger habilidades y elementos, hacer uso de estos últimos de un modo creativo. Como en las películas de Buster Keaton –porque los filmes de John Wick son también grandes comedias– los objetos se transforman en elementos a la medida y deseo del héroe. John puede matar a tres tipos con un lápiz, o derribar a un gigantón con un libro. En esas secuencias, que nacen de la más febril de las imaginaciones, se inventa un personaje que es capaz de andar de traje y corbata por el desierto del Sahara y arrancarse un dedo, por ejemplo. Pero todo este universo virtual está hecho, justamente, de todas y cada una de las películas de acción o sus conjuntos: ¿Wick western? Pelea a caballo contra motoqueros asesinos. ¿Wick oriental? Katanas brillando en la oscuridad. ¿Wick pop? Pelea climática en una absurda sala de espejos. La pregunta que sigue a cada secuencia es qué tipo de novedad nos sorprenderá en la secuencia que sigue.
Y en el fondo, como cualquiera de nosotros, John Wick es un sentimental. Alguna vez estuvo enamorado, su mujer falleció de cáncer y le regaló de modo póstumo aquel perrito que desencadenó estas casi diez horas de violencia abstracta, estilizada, plástica, vertiginosa inscripta en un universo donde grandes actores (sea Anjelica Huston; sea el Laurence Fishburne que volvió a por su Neo) juegan a formar parte de la cofradía llena de reglas similares (pero más sangrientas, como los marcadores con agujas) a las de los Mesa Redonda (y aquí hay una Mesa Alta).
John Wick es, todos lo sospechamos, un superhéroe que -como el Ethan Hunt que interpreta Tom Cruise en Misión: imposible o el propio Neo de Matrix- no osa utilizar tal nombre. Pero el traje negro equivale al uniforme de los tipos que vuelan, y las hazañas son sobrenaturales, aunque filmadas de modo que no lo parezca. Los ingleses tienen un término para estos climas un poco sarcásticos y satíricos pero sin risas evidentes: el tongue in cheek, traducible como “lengua en el cachete”, pero que equivale a hacer un chiste mordiéndose la lengua, pareciendo serio: el famoso understatement británico.
En el mundo de los videos satisfactorios, esas piezas de Tik-Tok o YouTube donde vemos cortar prolijamente algo, John Wick es el superhéroe justo. Por eso lo queremos, porque es nuestro contemporáneo.
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