Jean Paul Belmondo: adiós al feo más lindo de todos los tiempos
El talentoso actor y conquistador irresistible, una de las máximas estrellas de toda la historia del cine francés, recordado por títulos como Sin aliento y El profesional, murió hoy a los 88 años
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“Tiene los ojos irónicos, con la mirada excavada por un fuego secreto; la boca entreabierta, de la que siempre cuelga un cigarrillo recién empezado, y las comisuras ahondadas por los rayones de una cínica sonrisa”. En 1969, cuando LA NACION lo retrató de esta manera, Jean-Paul Belmondo era la representación más cabal de los sentimientos juveniles de rebeldía y de inconformismo que ganaban terreno vertiginosamente en aquellos años agitados. La vida del más icónico de los actores franceses del último medio siglo acaba de apagarse para siempre. Sobrellevó hasta el final con admirable espíritu una larga sucesión de infortunios físicos que fueron disminuyendo de a poco una vitalidad que le siempre le resultó natural. Murió hoy, a los 88 años, según confirmó su abogado.
El primer recuerdo de Belmondo nos lleva a toda velocidad a fines de la agitada década de 1960 en Francia. Por entonces se había convertido en el mejor heredero europeo del espíritu salvaje e indomable que James Dean y Marlon Brando habían dejado vacante desde la pantalla. Eran días en que todos los jóvenes franceses emulaban su vestimenta (pantalones bien abolsados, chaquetones o camperas de cuero, arrugadas camisas oscuras, gruesos puloveres de cuello alto en invierno) y las chicas de las universidades se cosían en la ropa sus fotografías ampliadas.
De todas esas instantáneas, la predilecta de las jóvenes francesas tenía ya algunos años, pero conservaba una vigencia inusitada en esos tiempos vertiginosos. Había sido tomada en Sin aliento, la película de Jean-Luc Godard que lo hizo famoso unos años atrás, en 1960. Era una imagen de antihéroe casi bogartiana, con Belmondo deslizando un dedo por sus labios mientras fumaba con el sombrero puesto para un personaje mítico que mezclaba a Dean, Brando y el propio Bogart con un toque de James Cagney y una pizca de Jean Gabin. No podía faltar el genuino toque francés.
Aquella imagen alumbró lo que a fines de aquella década se convirtió en el apogeo de la belmondomanía. Una moda que había llegado inclusive hasta los más selectos reductos hippies de Estados Unidos, en los que nació un apodo (Bebel) que ya no habría de abandonarlo jamás.
Por esta suma de razones, Belmondo no podía ser apenas una figura de tantas, un actor que sólo hacía películas y por esta razón era reconocido y admirado por los espectadores de su país y, con suerte, de todo el mundo. Era mucho más que eso, porque formó parte de ese pequeño y exclusivo círculo de estrellas del cine que logró transformar su rostro inconfundible en auténtica leyenda. Y porque llegó a convertirse en el símbolo de un intenso estado de ánimo, libre como el viento, lleno de arrojo y desprejuicio, de jovialidad y audacia ante el peligro, pero al mismo tiempo capaz de expresar una pena existencial y profunda en un rostro que detrás de una máscara de dureza y seguridad siempre dejaba traslucir cierta doliente melancolía.
Como si todo esto fuera poco, Belmondo fue además uno de los más grandes actores europeos de todos los tiempos: excelente comediante, vigoroso protagonista de dramas o films de acción, versátil intérprete teatral en su madurez. Y, por lejos, la cara más popular del cine francés durante los últimos 40 años. Una cara que, como pocas en toda la historia del cine había logrado el milagro de transformar su aparente fealdad exterior (enorme nariz machucada, boca desproporcionadamente grande, labios carnosos) en un elemento de enorme fascinación y atractivo, fortalecido por una maciza contextura física y luminosos ojos verdes.
Fue así el galán aventurero que sedujo en la pantalla a infinidad de hermosas mujeres y en la vida real hizo lo propio nada menos que con Ursula Andress y Laura Antonelli, ambas en el esplendor de su belleza. Y fue también el que rivalizó por el liderazgo de la taquilla y por el corazón del público femenino de toda Europa con su contemporáneo Alain Delon, amigo, compinche y rival en los escenarios y en la vida a lo largo de más de cuatro décadas.
“Al principio de mi carrera hacía papeles cómicos porque mi cara no daba para otra cosa”, solía bromear. Había llegado al Conservatorio de Artes Dramáticas de París después de un fallido paso por el boxeo (dejó ese mundo porque no quería recibir golpes) y por un empleo fugaz en la fábrica de un industrial amigo de su padre, que lo había enviado allí cansado de soportar que el joven Jean-Paul fuera señalado como el peor de la clase en cada colegio al que asistía.
Ese muchacho que había nacido el 9 de abril de 1933 en Neully, una población ubicada a la vera del Sena, terminó después de varias vueltas siendo consecuente con el perfil artístico que supo lucir su grupo familiar, de origen siciliano. Las obras de su padre escultor, Paul, adornan edificios y lugares públicos de toda Francia. Su madre fue acuarelista y su hermana, bailarina.
Con el segundo premio de comedia ganado en 1956 obtuvo el pasaporte para iniciar una carrera teatral como actor itinerante en compañías que recorrían el territorio galo junto a actores de su generación que también supieron lograr considerable notoriedad: Annie Girardot, Jean-Pierre Marielle, Michel Galabru, Jean Rochefort. Como todos ellos fue atrapado rápidamente por el cine, con el que logró no sólo rápidamente ganarse un lugar de altísima repercusión en su país. Con el tiempo, además, se convirtió en el actor francés más reconocido internacionalmente.
La primera gran etapa en la vida profesional de Belmondo se inició, propiamente, con su papel protagónico en Sin aliento, después de aparecer brevemente en películas de Marc Allegret y Marcel Carné. Durante este período (entre 1960 y 1977) puso su talento y destreza interpretativa al servicio de algunos de los grandes directores de su tiempo, hayan sido o no integrantes de la nouvelle vague. Trabajó junto a Louis Malle (El ladrón), otra vez con Godard (Pierrot el loco) y también a las órdenes de Jean Pierre Melville (El cura, Morir matando, Un joven honorable), Alain Resnais (Stavisky), Francois Truffaut (La sirena del Mississippi), Claude Chabrol (Doctor Popaul), Marcel Ophuls y Jean Becker. Fuera de Francia fue convocado por Vittorio De Sica (Dos mujeres), Mauro Bolognini (La viaccia) y Peter Brook (Moderato cantabile), películas que elevaron su reconocimiento como un riguroso y aplicado actor dramático.
En 1962 inició en Cartouche una fértil colaboración con Philippe de Broca, tal vez quien mejor explotó el espíritu de alegre desfachatez con el que Belmondo se prestaba a las aventuras casi inverosímiles que vivía en escenarios tan distantes como las tierras cariocas (El hombre de Río fue un éxito extraordinario) o las costas chinas. De a poco, sumando estas experiencias fílmicas a logrados policiales de fines de los 60 (Borsalino, de Jacques Deray, verdadero duelo actoral con Delon, y la magnífica Alias Ho, de Robert Enrico), fue abriendo el camino de su segunda etapa, la más resonante de su carrera.
Entre 1975 y 1985, convertido en figura del cine de acción, Belmondo no tuvo rival en la taquilla. Cada una de las películas de este período, la mayoría de ellas realizadas por su viejo amigo Henri Verneuil (El destructor, El incorregible, Cazador de asesinos, El marginal, As de ases) llenaban los cines franceses y se convertían en productivo material de exportación.
Aunque podía ser policía, simpático estafador, asesino a sueldo redimido, miembro renegado de la Legión Extranjera o vengador implacable, siempre repetía en esas películas básicamente la misma trama. Lo que el público acudía en masa a apreciar (y admirar) era cómo el héroe invencible en el que se había convertido Belmondo, luciendo una agilidad envidiable en un hombre que había cruzado largamente la barrera de los 40, desdeñaba a los dobles de riesgo y protagonizaba él mismo las escenas más intensas saltando de un auto a otro a toda velocidad, colgándose de los techos o arrojándose sobre un tren en movimiento.
El actor prefería pagar el precio de algún machucón (en 1985 se cayó en pleno rodaje de un auto que iba a 80 kilómetros por hora) antes que abandonar ese lugar de incomparable reconocimiento, por más que la crítica anotaba su tendencia a abrazar proyectos cinematográficos cada vez más efectistas y lejanos a los de sus comienzos. A esos comentarios respondía con frases de desdén hacia los festivales y el cine intelectualizado. “La gente viene a verme porque la distraigo, le doy fantasía, acción, bellas mujeres y casas lujosas. Filmo como me sale, y me sale bien. La prueba está en que en Francia nadie me gana”, decía por esos años.
Alto, de espaldas anchas, confiaba ciegamente en su físico macizo y en su buena estrella ante el peligro. El vértigo, lejos de ser una amenaza, se había convertido casi en una vocación. Belmondo intentó alguna vez incursionar en la alta competición automovilística, pero quien más adoptó ese camino fue uno de los tres hijos que tuvo con su primera esposa, la bailarina Elodie Constantin, a la que luego abandonó para unirse con Ursula Andress. Se trata de Paul Belmondo, que tuvo un paso discreto por la Fórmula 1 y llegó a ser dueño de una importante escudería europea.
Apenas un fallido y olvidable retorno a aquellas aventuras livianas (Los profesionales, en 1998, de nuevo junto a Delon) alteró el perfil de la tercera y última gran etapa de la carrera de Belmondo, que él mismo inició en 1987 cuando decidió retornar al teatro tras 27 años de ausencia. Kean, de Jean-Paul Sartre, fue el puntapié inicial de un renacimiento del actor sobre las tablas, que tuvo su apogeo un par de años después cuando inició una larga temporada en París al frente de una nueva versión del Cyrano de Bergerac entre los aplausos de un público que llegaba desde toda Francia especialmente para verlo.
Y aunque no dejó a partir de esos años de estar presente en el cine, sumando actuaciones a una filmografía de más de 90 títulos, eligió hacer apariciones más esporádicas en la pantalla grande, con aristas bien distintas a las que le habíamos conocido hasta allí. Quien supo aprovecharlo mejor por entonces fue Claude Lelouch, que lo convocó a participar en Una vida no basta (por el que recibió un muy justificado y tardío premio César) y en Los miserables, donde interpretó a Jean Valjean.
Las señales de declinación física comenzaron a manifestarse cuando a los 66 años se desplomó en el escenario tras sufrir un leve ataque cardíaco mientras representaba la obra Frederick o el boulevard del crimen. Ese primer episodio y otros posteriores comenzaron a mellar el ánimo de un hombre habituado a moverse sin descanso y desafiando cualquier exigencia. Y atenuaron en él los rigores de una vida agitada e intensa que había iniciado a los 17 años, cuando dejó la casa paterna salir en busca de “muchos cafés y pocas preocupaciones”.
Ya sesentón, con la cabellera completamente blanca y muchas más arrugas, pero igual de feo y simpático que siempre, abandonó varios de sus sempiternos hábitos mundanos y se refugió en el amor de una nueva esposa, la bailarina Natty Tardivel. Esa relación funcionó durante algunos años como un bálsamo. El viejo guerrero necesitaba un tiempo de reposo y la discreción que transmitía Natty parecía entregárselo.
Varias tragedias que llegaron a su vida al mismo tiempo exigieron de Belmondo esa pausa. Necesitaba superar el dolor de la pérdida de su hija Patricia, fallecida durante un incendio en 1994. Y también curar sus crecientes dificultades físicos. Primero llegaron las complicaciones cardiovasculares. Más tarde, un derrame cerebral que le provocó dificultades en el habla y el riesgo de quedar postrado en una silla de ruedas. Pero se recuperó una vez más. Tanto, que en coincidencia con el festejo de sus 70 años volvió a ser padre de una niña, Stella.
El Belmondo de siempre reapareció al calor de ese impulso, que además lo llevó a vivir una nueva relación afectiva con una mujer cuatro décadas menor que él, una estrella de los reality shows televisivos llamada Bárbara Gandolfi. No le prestó atención a quienes le advertían que estaba demasiado grande y débil de carácter como para hacer frente a una potencial “depredadora”, como se identificaba a su nueva conquista. Se divorció de Tardivel y se dedicó a recorrer el mundo una vez más junto a su más reciente conquista.
Ese romance terminó en escándalo casi como una profecía autocumplida. Gandolfi y un ex marido terminaron en los Tribunales acusados de haber estafado a Belmondo y apropiarse de 200.000 euros del actor mediante engaños. Fue el último acto del viejo galán. Publicó sus memorias (Mil vidas valen más que una) y se dedicó en los últimos años a una vida tranquila de reposo, paseos y homenajes, como el premio a la trayectoria que le concedió en 2016 el Festival de Venecia. Sonriente como siempre, apoyado en un bastón, recibió en la ciudad de los canales ese reconocimiento sin ánimo de nostalgias ni arrepentimientos. “Mi secreto es no pensar en el pasado. Yo pienso en el mañana. A lo largo de mi vida he tenido todo y lo he hecho todo. Hice lo que quería hacer y hoy amo las cosas que tengo: la vida, el sol y el mar”, dijo.
Antes de la despedida hubo más distinciones, desde la Legión de Honor hasta el homenaje que le tributó en 2018 el Festival de Cannes con su imagen en el afiche oficial de la muestra. Y muchísimos recuerdos. Entre estos últimos, uno de los que más atesoró fue el de su paso por la Argentina, a comienzos de los 60, en ocasión de un Festival de Cine de Mar del Plata.
“Aquélla fue la primera salida al exterior importante de mi vida -recordó años más tarde-. Ver a toda esa gente esperándome en el aeropuerto siempre fue algo increíble para mí. En aquélla época empezaba a ser conocido y no tenía idea de lo que era la fama”. Después la conoció y en toda su magnitud. Se la ganó a fuerza de carisma, simpatía arrolladora y esa fresca desvergüenza que sabía lucir como nadie.
“Cincuenta años de carrera y 130 millones de espectadores te convierten en un campeón de la taquilla… y un profesional del amor. Me acuerdo de Ursula Andress, Jean Seberg, Anna Karina, Catherine Deneuve, Annie Girardot, Emmanuelle Riva. Incluso vestido con sotana te llevabas a todas por delante”, dijo al recibir el premio en Venecia. Esa frase lo pintaba entero. Obtuvo en buena ley el título de feo más lindo del cine de todos los tiempos, y quizás por esa misma razón quedará en el recuerdo de todos como un conquistador irresistible. Y también como un fenomenal actor.
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