Jane Fonda, en 5 actos: HBO estrena un documental sobre la increíble vida de la actriz
Jane Fonda recorre una y otra vez un álbum de fotos familiares. Imágenes de su infancia en blanco y negro, instantáneas de falsas celebraciones armadas para alguna revista, retratos en uniforme escolar en el internado donde pasó su adolescencia. Entre todas ellas, hay una a la que regresa de manera insistente. Es la imagen de un picnic familiar, en el jardín de una casa en Santa Mónica, en la que se ve a la familia reunida. Henry Fonda en primer plano, recostado sobre el pasto, con la cabeza ladeada y la mirada perdida en el fuera de campo. Parece estar atendiendo alguna indicación o hilvanando una una frase. Al costado aparece Peter Fonda, rubio y aniñado, con una ramita silvestre en la boca y mirando a cámara con una expresión algo desconcertada. En el centro Jane mira a su padre con secreta devoción, y en sus ojos se trasluce esa admiración que entonces era la de todo un país por el héroe de los westerns y la épica histórica. En su gesto se vislumbra un tímido llamado de atención, un atisbo de complicidad. "Éramos como el sueño americano: ricos, hermosos, unidos. Pero mucho de ello era solo un mito". La frase de Jane Fonda define el espíritu del documental Jane Fonda en 5 actos que hoy estrena HBO : descubrir las distintas Janes que hay detrás de ese mito, de esas fotografías dispersas en un álbum familiar, detrás de los dolores y los secretos de su propia historia.
La fotografía se completa con una mujer que aguarda en el fondo, como separada del resto, espectadora de aquello de lo que nunca termina de ser parte. Parece haber sido captada en el instante en que se lleva un cigarrillo a la boca y en su mirada se intuye la ansiedad, la expectativa, la concentrada tensión. Es Frances Ford Seymour, la madre de Jane Fonda y una de las figuras centrales del documental, cuya sombra lo recorre, cuyos recuerdos dispersos lo impregnan. La foto del picnic se tomó en el verano en el que Jane cumplía 11 años, pero también en el que su madre se suicidaba luego de varias internaciones psiquiátricas. Lo que vino después fue la amarga soledad, la ambigüedad de aquella relación interrumpida, la culpa de cierta liberación. "No sabía porqué pero entonces sentía aversión por ella. Mi equipo era el de los ganadores, el de los hombres, el de mi papá". Las palabras de la actriz resuenan en el vacío de esa imagen perdida, se tiñen de una autenticidad dolorosa, de un recorrido hacia el pasado que tiene mucho de catarsis. Jane Fonda ha podido reinventarse muchas veces desde entonces, y sus varias vidas se despliegan con una sinceridad asombrosa, con un desgarro que es tan intenso como inasible. Seguir el documental es seguir ese camino, no el de la cronología sino el que ella ha decidido construir en su relato en primera persona.
El documental de Susan Lacy (también directora de Spielberg), como se anuncia en el título, está dividido en cinco actos. Cada uno de ellos lleva el nombre de uno de los hombres de la vida de Jane, y el quinto se reserva para su último descubrimiento, el de ella misma. "Viví a la sombra de un monumento nacional" es la frase que sintetiza la ambigua relación con su padre, ese hombre convertido en héroe por el cine, fiel a sus ideales, irresponsable en su paternidad, seductor y dominante, cruel y comprensivo. Frente a esa figura materna frágil y enfermiza, Henry Fonda representó para Jane el ideal imposible, la medida de sus propios errores, aquel a quien regresó cuando decidió iniciar su militancia antibélica, ese síntoma de una fortaleza que como mujer le estaba vedada. En su adolescencia, el vínculo con su padre fue el que impulsó la búsqueda de su vocación, el descubrimiento del teatro con Lee Strasberg, los papeles de chica buena en películas como Del matrimonio al amor (1962) o Un domingo en Nueva York (1963), la química explosiva con Robert Redford . Esa primera Jane, angelical e insegura, con una belleza deudora de los cánones de los 50, resuena en las evocaciones de la Jane actual como la antesala de su primera rebelión, deconstruida con el tono burlón que le permite la distancia.
Lo valioso del documental, que apela a entrevistas, fragmentos de películas, material de archivo, es haber logrado poner en escena esa capacidad camaleónica que parece definir a Jane Fonda a lo largo de toda su vida. El permitirnos pensar cómo pudo vivir en la burbuja publicitaria de esa infancia y hacer de esas representaciones hogareñas las claves de su propio arte. Cómo pudo luego arriesgarse a ir a Francia en plena nouvelle vague y mezclarse en el hedonismo parisino, ser la estrella de Los felinos (1964) con Alain Delon, casarse con Roger Vadim, desnudarse en Barbarella (1968). Fonda entreteje con inteligencia los lazos que conducen de esa vida burguesa adormecida a la estética camp del cine de Vadim: es su misma imagen la que funciona como hilo conductor, esa sensualidad autoimpuesta como contracara de los buenos modales del cine clásico, esa búsqueda de algo que la distinga, que le permita entenderse, no sentirse una extraña en su cuerpo. Así, consigue que dos hechos definan su etapa francesa: la amistad con Simone Signoret y el comienzo de su compromiso político en pleno Mayo francés; y la llegada de la maternidad, momento en el que la figura de su madre retorna como un fantasma, como un espejo indeseado, como un presagio maldito.
Jane Fonda no elude ninguno de los temas que la hicieron tapa de los diarios: su regreso a Estados Unidos y la separación de Vadim, el corte de pelo para Klute (1971), los encuentros con los líderes de las Panteras Negras, la foto en Hanoi con las tropas de Vietnam del Norte, el repudio de los estadounidenses por su traición, su radical cambio de vida. Los 70, presididos por el nombre de su segundo marido, el político e intelectual Tom Hayden, resultan la etapa más compleja de su vida y la más atractiva de la película. Allí hacen eclosión todas sus aparentes contradicciones: una mujer privilegiada alzando la voz por los marginados, una actriz haciendo política, una hija del sistema poniéndolo en jaque. Lo clave en este punto es que es la misma Jane Fonda la que pone en tensión su papel de entonces, la que se interroga sobre los efectos de aquellas acciones, los resultados de aquellas apuestas. Antes que certezas, su voz se detiene en los interrogantes que todavía la asedian: si fue buena madre, si fue lo suficientemente comprometida, si hizo lo que debía, lo que creía, lo que corresponde. Ese juego de verdades y confesiones hace que la película de Lacy resulte siempre interesante, incluso cuando mucho de lo dicho ya lo sabemos.
Algunos de los momentos más divertidos del documental están en las pequeñas anécdotas que construyen el trasfondo de ciertos hitos de su carrera. Como cuando pensó en hacer una serie de videos de entrenamiento aeróbico para financiar un proyecto de economía comunitaria y terminó vendiendo 17 millones de copias y disparando el negocio del VHS. O cuando la campaña para la sindicalización de las mujeres oficinistas se convirtió en la exitosa comedia negra Cómo eliminar a mi jefe (1980). Ese humor que asoma en aquello que impone consecuencias impensadas es una constante en la carrera de Fonda, y la directora sabe aprovecharlo para cambiar el tono del relato, para desmontar lo previsible de su personaje, para jugar con cierta intriga. Su rol de activista nunca se confina a la solemnidad o a la relevancia de su lugar público. La película una y otra vez muestra con festiva autenticidad lo que implicó ese trabajo constante en su vida, desde la oposición a la Guerra de Vietnam hasta su prolongada militancia feminista.
La Jane actual se ha reinventado nuevamente. Luego de los años con Ted Turner y su retiro momentáneo del cine para vivir en ese paraíso de lujo que el magnate posee en Montana, Jane Fonda ha vuelto al origen. Volvió a las protestas en las calles para defender el presente de las mujeres como lo hizo en el pasado –recorrido que también recoge el documental de Netflix, Feministas: ¿Qué estaban pensando? (2018)- , regresó a la pantalla de la mano de Netflixcon la exitosa serie Grace y Frankie, filmó de nuevo con Redford, está activa y en permanente movimiento. Nada elude en su frontal mirada a cámara: los sinsabores de sus matrimonios, el temor al deterioro y las cirugías plásticas, la bulimia y las demandas de perfección que impone la cultura moderna. Todo lo que parecía ocultarse de sí misma en cada uno de sus personajes en realidad estaba allí, sumergido en esas fotos familiares, en las esquinas de sus recuerdos, cubierto por las imposiciones de diferentes mandatos. Liberar esas luces y sombras es el ejercicio que define su presente, la fuerza que asegura su vigencia.
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