Irene Papas, el rostro de la tragedia
Antígona o Electra, Clitemnestra o Helena, Hécuba o Penélope, pero también Catalina de Aragón en "Ana de los mil días", la viuda repudiada de "Zorba, el griego", la abuela desalmada de la pobre "Eréndira", la combatiente antifascista de "Los cañones de Navarone", la esposa del mártir político de "Z", la amante del mafioso de "Aún matamos a la antigua". Y decenas de papeles más, casi siempre dramáticos, casi siempre meridionales. Irene Papas, que anteayer cumplió 80 años y hasta no hace mucho seguía luciendo su autoridad imponente en los escenarios europeos (en 2005 fue responsable de una puesta de "Antígona" en el teatro griego de Siracusa), ha sido durante muchos años el rostro de Grecia en la pantalla. Pero es, sobre todo, una personalidad arrolladora; una luchadora infatigable como muchas de las que interpretó en el cine; una actriz vigorosa que a fuerza de inteligencia y sensibilidad supo devolverle su lugar a la tragedia al recuperar su carácter de fábula popular entrando en sus textos "como en una casa amiga" y ofreciéndosela a todos los públicos.
En el cine, fue dirigida por Francesco Rosi, Elio Petri, Michael Cacoyannis, Martin Ritt, Manoel de Oliveira, Costa-Gavras, Delbert Mann, Riccardo Freda, Alberto Lattuada, Ruy Guerra. La acompañaron Anthony Quinn, Gian Maria Volonté, Richard Burton, Yves Montand, Michel Piccoli. Una de sus más entrañables amigas norteamericanas, Katharine Hepburn, que compartió con ella y con Vanessa Redgrave una versión fílmica de "Las troyanas" (Cacoyannis, 1971), la consideraba "una de las mejores actrices de la historia del cine", aunque justo es señalar que la pantalla no fue demasiado generosa con ella. En su filmografía, al lado del puñado de títulos que cimentaron su fama, no abundan los grandes papeles y, en cambio, sobran las producciones olvidables.
Entre las que mejor dieron testimonio de su talento, además de algunas de las citadas más arriba y de las adaptaciones de tragedias griegas dirigidas por su amigo Cacoyannis, que la mostraron en toda su dimensión (especialmente "Electra", de 1962, e "Ifigenia", de 1976), hay que sumar el film de Rosi "Cristo se detuvo en Eboli", donde (como en "Aún matamos a la antigua") aparecía al lado de Gian Maria Volonté, y los que rodó en Portugal (país en el que se estableció desde mediados de los noventa), a las órdenes del ya legendario Manoel de Oliveira: "Party" (1996), "Inquietud" (1998), "Um filme falado" (2003), en algunos de las cuales le tocó representar a... una actriz griega.
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Irene Lelekou (de Alkis Papas, con quien estuvo casada de 1943 a 1947, conservó el apellido), nació el 3 de septiembre de 1926 en Khiliomodhion, Corinto. "Sin mi padre, que me leía a Platón y a Aristóteles, ni mi madre, que escribía fábulas y era un archivo de toda la mitología -suele reconocer-, yo sería otra persona." De todos modos, fue ella misma la que decidió a los 12 años ingresar en la escuela de arte dramático. Desde chica amaba los textos, experimentaba el gozo de las palabras, "del verbo que está en el principio del mundo", como suele decir; sabía que había en ella una actriz porque se asimilaba a todas las criaturas del mundo sin sentirse diferente.
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Sus primeros desempeños profesionales fueron como bailarina y cantante, faceta de la que dejaría años después valiosos testimonios en "Odes", "Rhapsodies" y otras grabaciones. Más tarde, además de representar a los clásicos, se familiarizó con la producción contemporánea en el Teatro Popular Griego. El cine fue pronto en su busca; primero el de su país, más tarde el italiano, que le ofreció papeles de belleza mediterránea como el de "L infedeli" (Monicelli y Steno, 1953) o "Attila" (Pietro Francisi, 1954). Todavía muy joven, fue a Nueva York en tren de aprendizaje y allí consiguió un contrato con la Metro Goldwyn Mayer. Pero Hollywood no era lo que ella imaginaba. Quería ser una actriz ("y aún no lo he logrado -apuntaba en 2001-, porque esta profesión nunca se aprende del todo"), pero en la meca del cine sólo había papeles de mujeres fogosas para las actrices europeas. Por eso se volvió, aunque siguió participando de coproducciones rodadas en Europa, como "Los cañones de Navarone" (J. Lee Thompson, 1961). Ya era un rostro conocido cuando llegó, con "Zorba, el griego", el reconocimiento internacional.
Hace rato que dejó de interesarle el cine, entre otros motivos porque "la pantalla lo agranda todo, incluso las arrugas", pero ha vuelto cada vez que la convocó algún director de su confianza. Prefiere ocuparse del teatro (hasta no hace mucho estuvo al frente de la Ciudad de las Artes Escénicas en Sagunto, Valencia) y de sus escuelas, una en la ciudad española, otra en Roma, otra en Atenas. "El arte es una fábula que contiene mensajes, como las fábulas de la abuela, que siempre las narraba para que aprendiéramos algo", dice.
Y no le molesta que la cataloguen como trágica, aunque afirma que un actor debe poder transmitir todas las expresiones del alma, del dolor a la alegría. Ella, por cierto, no se impuso límites. Hizo teatro en griego, en italiano, en inglés, en español. Nunca paró de viajar: pisó escenarios y sets de medio mundo. Por eso y porque es griega hasta la médula, no extraña que recurra a Homero para definirse: "Soy Ulises, no Penélope".
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