Harvey Weinstein, el último de los impunes de la industria del cine
El lunes pasado Harvey Weinstein fue declarado culpable de violación y abuso sexual. Dos cargos por los que podría pasar más de veinte años en la cárcel. Al día siguiente Plácido Domingo, a través de un comunicado de prensa, se disculpó con las mujeres a las que acosó sexualmente según concluyó una investigación del sindicato estadounidense que representa a los artistas de ópera. De acuerdo con la pesquisa el tenor acosó sexualmente a mujeres y abusó de su poder cuando ocupaba la dirección de la Ópera Nacional de Washington y la de Los Ángeles. Dos días después, el jueves, Roman Polanski anunció que no asistiría a la entrega de los Premios César, que entrega la Academia de Cine francesa en la que su película J’accuse era una de los más nominadas.
"Es un linchamiento público", dijo el director acusado y condenado en 1977 por tener sexo con una menor. Las doce nominaciones para la película –cuya presencia en la competencia oficial en el Festival de Venecia con un jurado presidido por Lucrecia Martel había generado polémica en todo el mundo– provocó la renuncia de la comisión directiva de la Academia de Cine de Francia.
Con todo lo sucedido en apenas una semana podría pensarse que la cultura del abuso y la manipulación sexual en la industria del entretenimiento es cosa del pasado. Sin embargo, hacerlo demostraría un optimismo bordeando en la ingenuidad. Porque, más allá de los repudios y protestas Polanski ganó como mejor director en los premios César. Porque Weinstein fue condenado por dos cargos –los menores– de los cinco por los que era juzgado. Porque el caso involucró a solo dos de las más de 90 mujeres que lo acusaron de abuso en un período de más de tres décadas. Porque cuando en 1999 el productor posaba sonriente con los siete premios Oscar conseguidos por Shakespeare apasionado el éxito del film se adjudicaba a la habilidad del productor para seleccionar proyectos, realizadores e intérpretes, pero sobre todo a su estilo intimidatorio y agresivo para encarar la temporada de premios. Es decir, sus maltratos y malos modos eran conocidos por todos. Hasta celebrados en Hollywood que abiertamente naturalizaba y justificaba su accionar como una parte incómoda pero necesaria de la industria. La historia les daba la razón. Después de todo, la fábrica de sueños en pantalla, la usina de estrellas y estudios superpoderosos construyó su leyenda tolerando a hombres tan despóticos e intocables como Weinstein creyó ser durante décadas. Y tal vez, ojalá, él sea el último de la infame lista de impunes de Hollywood.
Pero lo cierto es que ese nivel de impunidad y complicidad no se erradica fácilmente. La estupefacción de Weinstein cuando fue declarado culpable lo demuestra. El derecho a salirse con la suya que le dieron los muchos acuerdos extrajudiciales que el productor firmó con sus víctimas durante años incluían cláusulas de confidencialidad que perpetuaban el código de silencio detrás del que se ocultó por décadas. Su modo perverso y particular de ejercer el abuso, según documentaron las periodistas Jodi Kantor y Megan Twohey en su sobresaliente libro She Said. Allí, las redactoras de The New York Times dan cuenta de la investigación que llevaron a cabo para el diario y que resultó en el artículo publicado en octubre de 2017 que detallaba las acusaciones de acoso y abuso sexual contra Weinstein. Un meticuloso trabajo –por el que ganaron el Premio Pulitzer–, que impulsó el movimiento #MeToo e hizo posible que, por fin, los cultores del abuso tuvieran que empezar a dar cuenta de sus actos.
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